En la antropología, las prácticas rituales se explican como un proceso que los sujetos crean y recrean para escenificar su identidad.
Las prácticas políticas mexicanas identifican a los funcionarios alejados de la norma, eludiéndola de continuo y haciendo más leyes que se promulgan pero no se cumplen. Larga data del colonialismo patrimonial que perdura en las relaciones políticas nacionales y refrendada una y otra vez, la última sonora, la del presidente exonerado y disculpándose por si quedara. Así obra el milagro del perdón.
La discusión pública de los actos de los gobernantes es, necesariamente crítica, asegurada institucionalmente, dados los avances sociales que nos caracterizan. Esa concurrencia es, de suyo, invectiva, acre a ojos vistas. La política enigmática oficial -más monárquica si la hubiere- choca con la publicidad concurrente de múltiples opiniones que permiten un control de tal oscuridad.
Así las cosas, ninguna disculpa pública es creíble ni la función burocrática se acepta impoluta cuando la sobreexposición publicitada ha presenciado la reproducción del rito: la invisible práctica del tráfico de influencias no desaparece al autoconjuro.
La ley se ha violentado, aunque no sea la legalmente escrita. Es la ilegitimidad la que impone el sello. Esa práctica de tener todo legal pero no necesariamente legítimo, resta reconocimiento y autenticidad al ritualista. Hoy dicen que todo es legal, pero todos decimos que no es legítimo su actuar. Y allí nos hayan.
Por eso, mejor aceptar a don Rito Padilla, el funcionario que desnudó ese ritual. Expuso a las claras que en la burocracia se hace lo que se quiere con o sin la Ley, y que si se le obliga a cumplirla, mejor renuncia.
Terminemos esos ritos y digámosles adiós para siempre, por el bien de una democracia que construyamos algún día.