Nosotros somos los campeones de las contradicciones y paradojas. Ante las evidencias nos negamos a ver, a hablar, a escuchar.
Pero que eso nos suceda a los cualesquiera, no importaría más allá de la indigencia social. Lo grave es que los gobiernos todos operan peor aún.
Llevamos muchísimo tiempo oyendo las excusas oficiales ante nuestras desgracias: es un caso aislado, nada tiene que ver con los demás, andaban en malos pasos, es entre ellos, y así al infinito. Todo para sacarle al bulto a sus obligaciones.
Los funcionarios, coludidos o no, nos sorrajan las culpas. Somos nosotros los culpables de nuestros casos. Los desaparecidos son nuestros, los muertos, también. Ellos cumplen con salir a decir que ya hay abierta la carpeta de investigación. Y tan tan. Acostumbrados a que un escándalo tape al anterior, todo se les hace un polvo que el viento se lleva.
El miedo nos paraliza y nos acera. Pueden instalarse buscadoras de sus hijos en una plaza sin que la algarabía de la cotidianidad se apague. El ruido sobrepone al silencio de las veladas. Solo quedan los rumores y el morbo anónimo de las redes que desnudan los hechos criminales como algo que otorga tranquilidad al que postea o ve. La comunicación oficial está experimentada para apagar toda luz, todo ruido, todo escándalo. Los gobernantes bailan, toman selfies, discurren, sonríen; y cuando se les pregunta, aducen pretexto cualquiera y se escurren. Si acaso, dirán que luego el encargado de esos asuntos aclarará lo ocurrido. Y ya.
La política de silenciar las cosas no las ocultará por más tiempo. Confiar su indolencia a la indolencia social es, también, criminal. Y luego se enojan porque se les dice que sus “estrategias” son fallidas y que de plano son narcogobiernos. Allí están las familias dolidas y las fosas por todos lados. La reputación nacional ya está dañada: somos un narcoestado.
