En la crisis de nuestras instituciones, la señera, la presidencial, es la que concita todas las turbulencias.
México, país presidencialista, reúne en el jefe del ejecutivo la mayoría de las funciones y facultades encargadas del bienestar colectivo. Y el individuo que encarna la presidencia le pone su estilo personal de gobernar.
Por tanto, todos los bienes le eran atribuidos al Señor Presidente mientras su partido hegemonizaba; ahora, cuando la pluralidad opera a trompicones, el individuo denominado presidente acapara en su persona las iras, denuestos, burlas y culpas del país.
Antaño no había acto político sin gloriosas exaltaciones del Hombre, Jefe de las Instituciones; hogaño, ese hombre es visto como cualquiera, incluso se le ve desdeñosamente desde el hombro ciudadano.
En la escala presidencialista nacional, sucede lo mismo con los señores gobernadores y con los presidentes municipales. Cada día político deterioran el respeto que doraba la píldora en cada acto al que se presentan.
Las instituciones son encargadas a individuos de carne, hueso y un pedazo de pescuezo, y a ellos se les escudriña como nunca antes. Se les notan las riquezas que no tenían al asumir el encargo; las tecnologías les colocan en el ácido del tiempo real; ya no solo se acusa la corrupción, se resaltan las estupideces y se hace mofa, con razón o sin ella.
El actor político que representa el cargo debiera aprender de todo esto. Es la hora de nuevas interpretaciones. La obra política ha cambiado de públicos.