En este tiempo mexicano hay un signo distintivo de nuestras miserias: la cola.
En esas formaciones solo estamos quienes tenemos que vérnoslas con la escasez. Vas al pésimo banco casi a suplicar que tu dinerito sea depositado y otorgado, ya seas empleado con nómina o la caridad oficial que se deposita de cuando en cuando. La espera para utilizar el transporte público dura tanto como la ineficiencia del servicio, lo que hace que cuando llega tu camión éste ya vaya hasta la madre, y a empujones y jalones subirte. Y todo eso en medio de una pandemia como ninguna otra. Amontonados tenemos que ver cómo hacer la prueba que nos saque del espanto y que sirva de justificante laboral que nos exigen los patrones y jefes irresponsables.
De todo eso y más hay que hacernos cargo, pagar por esa ineficiencia. La merma en nuestros ingresos es notable. Pero más allá, nuestro tiempo de vida paga la jijéz ajena: esperar con paciencia o sin ella a que llegue nuestro turno es una pérdida con cargo a nuestro esfuerzo escaso.
Le dedicamos a los ajenos que suponemos necesarios mucha parte de nuestros ingresos y más de nuestra vida. ¿Alguien ha medido las horas que le dedica al camión, al cajero o a la medicina? Hágase sus propias cuentas y sabrá.
Sé bien que la ilusión viaja en el tranvía de mis deseos. Pero pienso en el tiempo en que nadie necesite dinero en efectivo para nada y un simple artilugio tecnológico nos resuelva el uso de ese fetiche capitalista. Creo en un transporte público limpio, eficiente y asequible para todos y a toda hora. Y exijo que en la enfermedad los servicios públicos vayan a casa de cada quien a verificar que todos estemos bien.
Y nada de que aquí sí y tampoco de que Escandinavia nos envidia.