Los únicos que no viven con nosotros son los gobernantes.
Acá abajo, donde todo nos sucede con una aterradora cotidianidad, tenemos que vérnoslas solos, rascarnos con nuestras uñas y defendernos del peligro. Ya son incontables los linchamientos y agresiones a cualquiera que se le señale sin más. Somos un pueblo sin ley ni consuelo.
Allá arriba, las élites gobernantes están en lo suyo. Uno queriendo santificar al país corrompido con una transformación región cuatro; otros, los de por estos rumbos, los panistas, gozando de su burbuja azul, flotando por encima de todos y de todo; desde sus alturas es imposible ver la criminalidad, les resulta ajeno que sean los policías los más agredidos, asesinados, ejecutados. El ganso no se cansa de exigir para él la militarización; los de acá, forjados en su yunque, sometidos a la línea política que les garantiza ascenso y prebendas: ¿quiere un fiscal a modo, señor gobernador? ¡pues le damos su fiscal, faltaba más!
Al famoso neoliberlaismo se le acusó de que hizo retroceder a las instituciones públicas para hacerse de las decisiones a favor del mercado. A como vamos viendo (¡en Guanajuato ya llevamos más de treinta años!) la fuga del Estado se ha hecho más y más notoria: estamos abandonados por quienes encarnan a las instituciones. Al de mero arriba ya hace tiempo que le oímos mandarlas al diablo; a los de acá, simplemente les vemos usarlas en su beneficio y placer.
En las oscuridades de nuestra vida, hasta el sentido del humor se nos quiere quitar, pero, socarrones que somos, la burla no será perdonada, tarde que temprano, allí donde más les duele: en la urnas a la hora de votar.
