México vive un furor con grito de independencia septembrino: mueran los políticos y la política.
La temperatura se elevó con los desastres naturales y sus consecuencias humanas.
Furia, ira exaltada. Demencia y delirios, agitación violenta, signos de cólera. La prisa vehemente por costumbre y ahora hasta por moda.
Linchar virtualmente a los políticos de todo signo denota el ánimo barroco de Lope (o de Calleja), al soberano sólo le quedan dos opciones: o perdonar a la villa o matar a todo el pueblo.
El pueblo se rebela, pero ese pueblo se dispara a sí mismo. Ojo, que pueblo es palabra engañosa, contiene clases, segmentos, estratos, guetos, intolerantes, múltiples componentes que hacen de él un algo confuso e inasible. Con el “pueblo” no se razona; al “pueblo” se le dirige. Y en esas surgen los demagogos, los que llaman a reivindicar al “pueblo” con su demanda de “fuera todos los políticos”.
Se halaga el fervor popular disque para terminar con las lacras políticas. Se ensalza la auto organización social como sustituta de la política. Pero se esconde el significado real, social, de la política: la única manera de entendernos entre todos porque vivimos en espacios comunes.
Así como las personas se echaron a cuestas la solidaridad y el esfuerzo de estos aciagos días, así hemos de ser personas, con nombre y apellidos, con dignidad y entereza, capaces de hacernos cargo de la política. Si no nos gusta un político, dejémosle fuera, pero las instituciones sociales necesitan de nuestra política, la otra, la de las personas.