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martes, octubre 15, 2024

Crítica: Beetlejuice, Beetlejuice (2024)

Dos que tres respiros sobresalen en la tan ansiada secuela de Beetlejuice, pero no hace otra cosa más que la de confirmar el limbo de creatividad que Tim Burton lleva demostrando desde hace ya casi 20 años.

Solía ser un fanático empedernido de Tim Burton. Es junto a Don Bluth y Steven Spielberg uno de los primeros nombres que pude reconocer dentro del perfil de lo que significa ser “director de cine” en esas primeras exploraciones dentro de la cinefilia de entender cómo es que se hace el cine y sus piezas. Era un sinónimo de extravagancia, de sets ultra decorados y personajes que en mayor o menor medida aparecían de sus bosquejos pulidos de su época como animador para los estudios Disney y de una mancuerna imposible de superar entre director de cine y compositor al lado de Danny Elfman quien engalanó sus películas con temas musicales que están en el monte olimpo de las mejores composiciones creadas para el score fílmico. Su aproximación lo termina definiendo como un evocador plástico, interesado más en el aspecto de sus películas que terminan por adherirse a su máxima filosofía funcional, porque en Tim Burton encontraría además -y como muchos otros adolescentes de mi generación y posteriores- un ejemplo perfecto del raro: de aquel que no encajaba con el status quo y, que con una filosofía sacada del monstruo trágico, termina mostrando más su humanidad e individiualidad que debe sobresalir antes de redoblarse al sistema.

Ver a Tim Burton y sus películas es encontrarse con la universalidad de la alienación como un valor digno de representarse y de no esconder en la superficial normalidad… por lo que terminas por endiosarlo y de esperar con ansias lo que termine ofreciendo porque en la edad de la punzada, lo que menos piensas que te va a a pasar es que te vuelves intolerante a la lactosa, de que tus sueños y metas van a estar llevadas en un camino que no te va a asegurar el éxito de ellas, y de que Tim Burton termina a ser rechazado de tu cuerpo y mente, porque si Don Bluth es ahora una leyenda que se muestra en una carrera de constantes olvidos en la audiencia como uno de los últimos rebeldes de la animación tradicional en contra de Disney y Steven Spielberg ahora está en una etapa extremadamente reflexiva de su cine como motivador y tragedia biográfica en ese cine que hacen los que tienen la oportunidad de grabar el ocaso de su vida… Tim Burton no puede darse ese lujo.

Y entre más lo pienso, más pienso en que Burton es bastante mediocre.

Mientras que otros directores de los noventas terminaron por expandir sus temas y capacidades, Tim Burton prosiguió con el mismo modo de engalanar historias de alienados en un modelo unitario industrial sin nada nuevo que pudiera aportar a estas. Burton no encuentra atractivas otras ideas y bajo un conformismo engañoso, termina haciendo de lo que fuera un grito fresco de rebeldía ahora en un modelo imitado y cada vez más desdibujado entre el interés que no se percibe bajo una dirección en automático, y que comienza a palidecer lo que antes eran sus puntos de referencia para las audiencias como lo que lo hacía “genial”: lo que antes eran escenarios complejos y atmosféricos en espacios físicos al igual que sus efectos especiales comienzan a ser devorados con el sobre uso de efectos especiales por computadora que en suma con la fotografía digital, no pueden alcanzar esos elementos palpables grotescos y sus habituales colaboradores comienzan a sentir el desdibujo de su guía, actuando al mismo nivel de tedio que este, quizás más doliente en el caso de Danny Elfman, quien pasaría de componer y estructurar el alma de las películas de Tim Burton, ser un relleno emocional fugaz.

Estas palabras tienen aún más peso, si tomamos en cuenta que Tim Burton lleva la mayoría de su carrera entregando ideas de rebeldía tan falsas como una extravagancia deshonesta y calcifidada como esas tiendas de góticos en centros comerciales de las que se burlaba South Park… si había una oportunidad de dar vistazos de esperanza a que necesitaba un respiro, con la idea de una secuela de Beetlejuice (1988) esto es más que obligatorio.

Beetlejuice, Beetlejuice llega en un punto crítico para su director, a quien por más fanáticos incondicionales que tenga eso no se refleja en constantes fracasos de taquilla que le importan a los estudios y quien había tenido que refugiarse al mundo del streaming para encontrar un proyecto igual de cómodo que sus afinidades. Es bajo este mismo proyecto de la serie de Merlina (2023) que Burton encuentra el equipo de Miles Millar y Alfred Gough lo suficiementemente capaces como para rescatar del llamado desarrollo infernal la segunda parte de lo que se puede considerar su película más purista: esta descripción del infierno en presentaciones no completadas no es broma, porque Beetlejuice como franquicia se intentó expandir desde el éxito de la primera entrega y que ha pasado por proyectos sin realizar como Beetlejuice viaja a Hawaii, que mezclaba expresionismo alemán con las películas musicales de Elvis Presley y el slapstick herencia de Joe contra el volcán (1992) o Beetlejuice se enamora, que era una especie de comedia romántica con el súper exorcista intentando dar consejos del corazón a un fallecido cantante de ópera… entre los otros proyectos que nunca se han revelado al público pero no parecían convencer.

Millar y Gough -que siempre trabajan en equipo- se unen a un equipo de 5 escritores que tienen que formatear el guión de Seth Grahame-Smith y al final de cuentas la expansión de Millar/Gough va en el sentido del que son expertos de aludir a tramas de adolescentes enamorados y que han aplicado desde su éxito en Smallville y en donde se sienten las intenciones de expandir estas historias en algo que fácilmente se puede percibir como una miniserie que permita el beneficio del tiempo que no tienen en contra.

El resultado es extremadamente irregular, sin una guía argumental sólida y que hace que muchas subtramas que parecen expandirse queden resueltas de formas insatisfactorias, con personajes que se desprenden de sus misiones por meros caprichos insustanciales con una película a la que le pesa la falta de desarrollo entre todo lo que propone y de la cual tiene las decisiones menos afortunadas de expandir secuencias sin gracia que buscan a cómo dé lugar, la idea de plantar de que esto es una auténtica secuela de Beetlejuice, incluso si llega a presentar las mismas ideas sin una gota de identidad o siquiera gracia.

No es que tuviera que usar el mismo modelo de la primera Beetlejuice en donde el epónimo personaje se mantiene en constante misterio y es más consecuencia de los Maitland, pero la segmentación entre el mundo de los muertos y los vivos es muy notoria, y en donde el pastiche novelesco y sobre exagerado del mundo real no termina capturando atención e interés, optando mejor tratando de esperar satisfacción en el mundo paranormal que ocurre poco y con contratiempos restrictivos.

Y es que una vez estando en este mundo de fantasía, también algo sobresale como una identidad confusa del por qué Beetlejuice funcionaba. Sobresaliente y nobles los esfuerzos de hacer que Beetlejuice, Beetlejuice respete lineamientos respecto a efectos especiales y en donde surte efecto imaginativo en donde la plasticidad que tanto le dio éxito a Burton despunta… para luego tener una iluminación que desintegra una función palpable de su universo. Es decir, que en el mundo de Beetlejuice compramos la idea de que se vea barato y físico el espacio y los efectos porque es parte de un encanto que se vislumbra serio con un trabajo de iluminación impecable… aquí no sé si sea un factor del paso a lo digital o del tropiezo de la iluminación, pero las atmósferas verosímiles de la primera película como un aparato de exaltación neón de contrastes, a manos de Haris Zambarloukos se siente como una casa de terror de parque de diversiones excesivo y carente de la capacidad de crear claroscuros cuando necesita, terminando por apelmazar su propuesta estética.

Cada quién está apuntando cuál manicomio excedido por la falta de control y en donde el tono se percibe paródico y lamentable en el caso de Justin Theroux, Catherine O’Hara o Burn Gorman como personajes excedentes de una película que tiene demasiados a los que les tiene que espaciar desarrollo y en donde, son huecos en sus intentos por mantenerse vigentes, o tienes a Jenna Ortega haciendo el monosílabo de su carrera poco convincente o a Monica Bellucci presentándose como una amenaza latente y prometedora, sin efectuarse y apagándose de la misma forma en la que llegó.

Más encantadores pueden llegar a ser Michael Keaton y Winona Rider en los papeles que tanto adoran y que logran dar un ensamblaje natural a lo que representaban hace 34 años; quizás en el caso de Lydia encontramos algo construido como un fenómeno que ha olvidado lo que fue una carta de revelación y la identidad familiar que no sentía desde la muerte de su madre aceptándose como és y que ahora tiene que reencontrarse y de paso la relación entre su hija y esposo desaparecido y boda -demasiado no logra expresar esto- pero es un gran contraste con Keaton, quien hace que Beetlejuice se siga sintiendo como un peligroso vendedor de autos de mal gusto y divertido que no cansa, por desgracia quieres ver más de él pero la película lo evita esperando replicar el mismo efecto de mínimo tiempo gran impacto de la primera entrega, en algo que no merecía repetir.

Pero quizás lo más ofensivo y reflejo de toda la película, sea el tratamiento de Elfman en la película. Lo que antes era un deber prioritario para el compositor y realizador, ahora queda estancado en temas refritos de Beetlejuice, en donde sabemos que suena a Beetlejuice, pero más en un evidente encargo para tacharle de una lista. Mucho más ofensivo sea que Elfman en automático, no pueda hacer nada en segmentos de la banda sonora bastante exagerada, y en donde el último momento de la película, se desprende completamente de su relación, optando por usar un tema musical de Pino Donaggio para Carrie de Brian de Palma como ofensa final de un sujeto incómodo.

Y es que al final de todo, eso es Beetlejuice, Beetlejuice: un regocijo nostálgico con efectos simulados que parecen entender por qué recordamos la versión del ’88, sin la gracia, ni el esfuerzo de quien antes fuera un director peleando por valer su identidad y la de su equipo en un proyecto arriesgado al que nada daba un centavo, visto ahora bajo la presión de mantenerse en la memoria colectiva del público rompiendo su regla auto impuesta de no volver a hacer secuelas… y de paso demostrando la poca garantía de que Tim Burton vaya a cambiar en próximos proyectos.

Las separaciones son complicadas, pero a veces nos quedamos con lo que nos formó en el aprecio y el amor, eso es lo que pienso cada que me siento a ver con desgracia que Tim Burton, es un cascajo no sólo de lo que representó para mi infancia y adolescencia, sino como director posicionado, elevado a culto en una identidad corporativa que se dedica a firmar productos, no filmar sueños.

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