Brady Corbet apunta a recuperar la condición épica de alta duración del cine con el brutalista. Si bien el resultado queda un poco disparejo de atención, es en efecto el evento que se tiene qué vivir en el cine de la temporada.
El fetiche por el valor nostálgico es algo inescapable dentro de la industria fílmica, y es en gran parte a que a pesar de que los pasos agigantados de avances tecnológicos permiten tener un mayor acceso a las herramientas para filmar y producir una película, con ello también se fue perdiendo algo dentro del aura esencial del cine mismo: su materialidad y registro de una formalidad física. Rara vez en tiempos modernos se llega a filmar y a editar con los procesos de rollo siendo algo que ya tampoco llega a enseñarse en escuelas; en esa imposibilidad de experimentar el efecto espectral del grano y de las pautas más mesuradas de filmar, existen un esfuerzo que de nuevo, fetichiza esa pérdida y que va desde elementos más simples y superfluos como aplicar filtros que puedan dar esa apariencia tangible, y otros casos mucho más puristas y en cierta medida extremistas.
De aquellos que quieren traer de vuelta esas condicionantes y más, en una evocación del cine que antes además de ser palpable, existente sobre la percepción visual, también un símbolo inequívoco y galante de un cine que no peleado con el esquema de espectáculo y de suceso de temporada, ofrecía eso: odiseas complejas a las que las audiencias debían prestarle atención. Esto en el panorama actual de públicos es básicamente un arriesgue inmediato: las retenciones de las audiencias no son las mismas de antes, con estas prefiriendo una facilidad tanto narrativa como de una duración que no les parezca un insulto, y en una cada vez más proliferante segmentación de mercado que comienza a desestimar al propio cine como establecimiento para experimentar películas salvo los nuevos espectáculos de temporada y franquicias… la épica es algo imposible, hasta en cierto esquema indeseable.
Ambición desmedida es algo que bien podría definir las intenciones de Corbet con su El brutalista y que en realidad, no son ajenas de generar una empatía casi inmediata, celebrada por el mero capricho de existir de forma alienada en la industria. Es esa rareza de sentarse en una sala de cine totalmente prestado no a un escaparate, sino a una propuesta operática… de esos extendidos mundos de David Lean, Bernardo Bertolluci o de Sergio Leone que no pudieron más frente a las modalidades de consumo modernas y con un factor desechable del cine cada vez más propagado como el predilecto antes de adentrarse a estas propuestas. De esa llegada del intermedio que muchas veces era para rellenar palomitas o ir al baño, pero más allá de esa concesión de urgencia, también existe como un espacio reflexivo entre nosotros y nuestros compañeros de odisea para comentar qué está pasando y cómo nos vamos sintiendo.
Como valor de experiencia la simple idea de tenerla cerca en los cines más cercanos debería ser factor lo bastante curioso como para incitar a la gente que la experimentara, pero también su propuesta temática y ejecución vale la pena atestiguar, aún sin con ello termina siendo un poco torpe… pero vamos, es un modelo casi tan característico dentro de este tipo de películas: ambiciosas a un nivel que no siempre logran aterrizar de la mejor manera.
El brutalista en términos simples, es la mejor adaptación libre de El manantial (1943) de Ayn Rand, probablemente el único libro digerible de la infame autora y que sigue los esfuerzos de un arquitecto ensimismado con su labor de demostrar su pasión frente a los demás a la que le quiere dar una completa entereza autoral. Corbet puede que tome el esquema base de Rand pero con ello agrega una complejidad en su Lazlo Toth (Adrian Brody). Existe un delirio de la autoría, pero esta va más allá del capricho incomprensible de Rand y más en una especie de desfogue a la dureza superviviente de la que ha sido constantemente puesto en evidencia. Toth va en un camino de autodestrucción y tomando decisiones poco amigables o menos fundamentadas dentro de los caminos de un personaje matizado en un esquema tradicional, demandando que tengamos un ápice de empatía enigmática, puesto que sus externalizaciones emocionales no son dadas de primera instancia, sino que son expuestas precisamente en su modalidad artesanal.
Aquí El brutalista es donde adquiere los mejores atisbos de la película, con Toth nunca pareciendo responder esa duda en una senda de malas decisiones y acompañado de una desfragmentada relación entre su deber moral y de cónyuge, en donde la agudeza de las palabras de su Erzsébet (Felicity Jones) rondando de forma etérea su psique y construyéndose bajo efectos del score al lado de Daniel Blumberg como algo floreciente y en esos momentos propositivos, encontrar que la genialidad de Toth le dan espíritu.
Curiosamente es a partir del segundo acto, que muchas de las pretensiones sugerentes de El brutalista cambian de modalidad. Obviamente esto es para reforzar la llegada de Erzsébet a la vida de Lazlo y de cómo este trata de llevar su proyecto al lado de su familia resquebrajada, pero hay momentos en donde la sutileza bien construida de lo anterior abandona el barco a niveles tan poco sutiles… que honestamente pueden sacar una que otra sonrisa involuntaria. El conflicto amoroso de Lazlo entre su esposa a la que ve frágil y por lo tanto imposible de atender en el coito deja de ser un efecto de satisfacción imposible y más una aparición de diálogos literales de los deseos de la mujer que bien podrían parecer material de otro género.
Esto también involucra al antagonista de El brutalista. Con la familia Van Buren Corbet expone la relación entre mecenas y artistas, y de cómo estos primeros tienden a ser sujetos incapaces de considerar valores artísticos por simplemente pensar bajo arcas monetarias. De la aspereza inmediata entre Harrison (Guy Pearce) y Lazlo por ejercer una especie de control sobre lo que se crea no se logra y con el millonario incapaz de siquiera hilar una acción de honestidad y nobleza en una torpeza infinita. Para el segundo acto la familia Van Buren deja estas pretensiones y de formas directas, buscan un sometimiento a como dé lugar del arquitecto de formas absolutamente grotescas.
Es un ejercicio un tanto dispar… pero que no encuentro inefectivo sino todo lo contrario, es una película que permite un espacio de discusión incluso dentro de sus propias fallas en ritmo y tono y más con el abstracto final, tan sacado de los perfiles que habíamos habitado por casi 4 horas para con ello recibir una cubetada pesimista… de cómo a veces nuestras pretensiones no son constantes con nuestra vida y de cómo estas pueden escaparse de nuestras intenciones en una deformación de intereses y visiones sin que podamos hacer algo al respecto, algo que resulta mucho más efectivo que la principal discusión que está atrayendo El brutalista en torno a su papel como filme de propaganda zionista por tener una subtrama respecto a la inmigración de judíos a Israel… lo cual resulta bastante cegador, y carece de una lectura mediática como para comprender lo que se explora aquí, en una película a la que le quieren ver una alarma mencionando lo aberrante que resulta el conflicto proveniente de Israel y Palestina cuando no es precisamente el foco de atención de Corbet y a quien… obviamente han tachado de cobarde al no proponerlo: supongo que no siempre puedes ganar todas las batallas, pero de forma irónica tu discurso termina sobrepasando la pantalla grande para llegar a la realidad.