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jueves, mayo 1, 2025

Del miedo a cuidar de sí: el vacío de la independencia

Paola Bayod Barrera

A la persona joven nada le interesa más que vivir lo propio. Nada le interesa más que seguir sus propias reglas. Nada le interesa más que su independencia. Ahora mamá se ha ido a velar por ella misma y el interés por la independencia se convirtió en temor. O al menos así lo estoy viviendo. Uno esperaría que el que se va y se separa de la madre, es el hijo, no al revés. Es, justamente, el hijo quien dice “estoy listo, me marcho”, pero mi madre cambió dicha dinámica.

Bajo este contexto, y advirtiendo al lector que poco de academicidad y más introspección filosófica hay en este texto, empezaré la serie de reflexiones en torno al miedo a ser, el miedo de “perder” el cuidado de los padres y la melancolía que su no-presencia llega a dejar. Hay una mudanza lejana y repentina (para  la que uno no se siente listo) que ha dejado un sentimiento en mí de desprotección ante el mundo de la adultez, donde cada día la realidad se impone y me recuerda que la familia ya no está presente y que ahora soy yo la encargada de cuidar de mí. Como lectora de la filosofía de Spinoza, me preguntaría: ¿qué tanto puede (hacer) mi cuerpo para potenciarse a sí mismo? Porque, claro, la potencia spinozista es el deseo de perseverarse a sí mismo y el deseo es el conato, es decir, el deseo primitivo de seguir existiendo, deseo hecho consciente, hecho cuerpo: la potencia es el cuidado de sí mismo. Pero hay algo distinto en aquello que me potencia y al mismo tiempo me hace padecer; sé que perdí el cuidado y la protección de mi mamá, pero no sé exactamente qué se perdió en mí con su ausencia. No sé qué es lo que se arrancó de mí.

Así pues, desde que experimento esta ausencia vivo entre las fluctuaciones del ánimo, entre el temor y la esperanza, entre el temor de no saber qué hacer y la esperanza de que pronto lo sabré. El miedo ha sido para mí un potente aliado que me ha ayudado a enfrentar y comprender algo de mi interioridad y del entorno; cuando logramos ponernos frente a él lo reconocemos y nos conectamos a él, podemos entrar en un estado no solo de cautela, sino de creatividad y efectividad, ayudándonos a cruzar el umbral entre lo que conocemos y lo “otro”. Pero no solo eso, sino que el miedo también permite que las corporalidades se contengan dentro del espacio social, que se mantengan en la seguridad y la certeza de que nada malo va a suceder: pero esa seguridad es la que mi mamá me hacía sentir y, ahora, no está. Quiero decir, el miedo a ser un “adulto independiente” permite vivir y aprender cosas nuevas, pero también es un miedo que nos vincula a un futuro incierto y al presente continuo. A lo largo de algunas lecturas para comprender mejor este sentimiento, he leído opiniones como “el miedo a independizarse no debería ser el miedo mismo, sino que deberías tener miedo a fracasar esa misión”, ¿no es acaso lo mismo o una emoción peor?

Resulta curioso, además, cómo la materialidad sufre de la ausencia materna. La casa no es la misma, las compras del supermercado no son iguales, la sazón no es la misma por más que siga el recetario, incluso su ausencia se hace presente en cada bocado; la ausencia traspasa los límites de lo que significa ausentarse: está, pero no está. Mi padre, incluso, no es el mismo. Esto último también es difícil: ya no hay una preocupación sobre el cuidado de mí, sino también de mi padre, quien es mayor. No olvidemos que, en las sociedades contemporáneas, el trabajo del cuidado y el autocuidado adquiere relevancia, son nuevas tareas que forman parte de un trabajo no remunerado que las mujeres llevan a cabo en su cotidianidad, para cuidar de las personas de la familia o de sí mismas, convivan o no con ellas. Se cambió, de algún modo, el rol del cuidado. Carol Gilligan menciona que, en un contexto patriarcal, “cuidar es lo que hacen las mujeres buenas, y las personas que cuidan realizan una labor femenina; están consagradas al prójimo, pendientes de sus deseos y necesidades, atentas a sus preocupaciones; son abnegadas” (p. 50). La inquietud y el miedo aumenta, pero el reproche también porque, hasta este momento, sigo sin comprender cómo se supone que se asume dicho rol. Seguro que alguna de las salidas es que únicamente cometiendo errores el individuo aprende, muy empírico, pero funcional. La responsabilidad se aprende siendo responsable y madurando, sea lo que sea que esto signifique. No solo hay un rol de cuidado nuevo, sino que me perdí a mí misma en dicho cuidado y no me he encontrado. El cuidado se volvió un trabajo doble, me cuido y cuido al otro. Ya decía Freud (1992) en Duelo y Melancolía que uno se culpa, se recrimina, se menosprecia y se humilla, pero estos reproches no coinciden con la realidad fáctica de la persona, sino con su realidad psíquica. El hecho de que recrimine al otro, por ejemplo, al cuidado maternal, es un acto de recriminación a mí misma porque, añade Freud, el Yo ha tomado parte de sí mismo por el objeto amado (y/o perdido, de algún modo) (pp. 243-244). Quizás sea así y el dicho de que “uno nunca deja de crecer” también es cierto. La culpa no es de los padres quienes gustan creer que uno está listo para la independencia que obliga estudiar en otro estado, ni es su culpa querer lo mejor para nosotros y ahora, más que antes, es cuando se aprecia el cuidado que han hecho por nosotros y las materialidades, pues “cuidar es lo que hacen los seres humanos; cuidar de uno mismo y de los demás es una capacidad humana natural” (Gilligan, 2013, p. 50).

La independencia ideada en la juventud pudo ser genial, si me hubiese sentido lista, pero aquellos ideales joviales se volvieron en contra mía y, más que libertad individual, hay un sentimiento de encarcelamiento a través de las decisiones. No puedo decir que estoy atada a la soledad, pero pareciera que la ausencia es más punzante: ¿por qué el compromiso de cuidar de sí mismo resulta una tarea/experiencia extraordinariamente más dolorosa e incierta? Pues no lo sé, pero se lleva a cabo como se puede con todo y su sentimiento de vacío, de ausencia y, como diría Silvestri (2022), “a la tristeza inevitable puedo asociarle el tiempo vivido con alegría” (p. 225), pues seguimos viviendo con la nostalgia y el recuerdo presentes.

Freud, S. (1992). Obras Completas. Tomo XIV. Amorrortu Editores: Buenos Aires.

Gilligan, C. (2013). La ética del cuidado. Fundació Víctor Grífols i Lucas: Barcelona.

Silvestri, L. (2022). Un amigo judío: Spinoza maestro de la libertad. Queen Ludd: Buenos Aires.

Spinoza, B. (2011). Ética demostrada según el orden geométrico. Gredos: Madrid.

Sporadikus
Sporadikus
Esporádico designa algo ocasional sin enlaces ni antecedentes. Viene del latín sporadicos y éste del griego sporadikus que quiere decir disperso. Sporás también significa semilla en griego, pero en ciencia espora designa una célula sin forma ni estructura que no necesitan unirse a otro elemento para formar cigoto y puede separarse de la planta o dividirse reiteradamente hasta crear algo nuevo. Sporadikus está conformado por un grupo de estudiantes y profesores del departamento de filosofía de la UG que busca compartir una voz común alejada del aula y en contacto con aquello efervescente de la realidad íntima o común. Queremos conjuntar letras para formar una pequeña comunidad esporádica, dispersa en temas, enfoques o motivaciones pero que reacciona y resiste ante los hechos del mundo: en esta diversidad cada autor emerge por sí solo y es responsable de lo que aquí se expresa.

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