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jueves, abril 18, 2024

Viaje al Mictlan

En estos días me encuentro de vacaciones, luego de un periodo electoral de 400 días, que nos dejó a los trabajadores del IEEG sin lapsos de descanso íntegros. Por eso me atrevo a a proponerle a mis amables lectores un texto mío que publiqué hace exactamente cinco años, con motivo de la celebración del Día de Muertos en nuestro país, una ocasión para la reflexión trascendental, a la manera de los sabios mesoamericanos que lo ejercieron en profusión…

Día de muertos. Una tradición que, como toda práctica social, ha evolucionado mucho en los últimos años, contaminándose con elementos del detestable jalogüín. Se trata de una institución cultural que participa de dos raigambres que resultaron curiosamente coincidentes tanto en la fecha como en sus rituales: la mesoamericana o prehispánica, y la católica o europea, ambas en una curiosa pero armoniosa mezcla: la remembranza e incluso visita de los fieles difuntos al hogar donde se les honra mediante un altar colorido y oloroso, que incita a los fallecidos a consumir los platillos que más les gustaban, a degustar sus bebidas favoritas y a acompañar nuevamente a los deudos que dejaron en este valle de lágrimas.

La visita a los panteones es una añeja tradición europea y americana. En 2009 me tocó experimentar una de esas visitas en el norte de Francia, en Le Touquet, cuando unos amigos franceses nos invitaron a mi esposa y a mí a recorrer el cementerio del lugar, un 1 de noviembre. El lugar estaba lleno de personas limpiando las tumbas de sus ancestros. Pero a diferencia de México no había la profusión de flores, aromas y colores que inundan nuestros camposantos el día de los difuntos; nadie comía ni tampoco bebía, ni se sentía el ambiente a la vez festivo y triste que flota entre los sepulcros mexicanos.

En contraste he experimentado la magia de las noches de difuntos en cementerios indígenas, en Oaxaca y en Michoacán. Quiero compartir con los lectores mi vivencia de la madrugada del 1 de noviembre de 1982, cuando acompañé a los habitantes de Santa Inés Yatzechi –poblado zapoteco de mil 200 habitantes en el valle de Zimatlán, Oaxaca en su convivencia con sus muertos. Escribí esto en mi diario de campo:

“Llegamos al cementerio (que se encuentra a los pies del cerrito del nopal) a las 2:00 [de la mañana], y ya estaba en plena efervescencia; el ambiente sólo lo puedo calificar de mágico, pues estaba iluminado por la luz de centenares de velas (a cada difunto, cada familia le lleva dos velas, por lo que algunas tumbas eran verdaderas luminarias); el humo de decenas de braceros con copal contribuía en gran medida a sentir ese ambiente de [en]sueño y extranaturalidad. La gente no tomaba, no vi borrachos (este día), pero todos estaban sentados o de pie, silenciosos la mayoría, al lado de la tumba de sus difuntos. No hacía frío ni viento, y percibí una extraña tranquilidad alrededor. El efecto que todo esto tuvo sobre mí es indescriptible. A las 3:00 el panteón estaba completamente lleno; se veía el ir y venir de las mujeres con sus braceros, flores y velas en las manos, en busca de las tumbas de sus parientes, padres, hijos, hermanos; los hombres entretanto permanecían junto a la tumba de sus padres o de algún ser muy querido. Los saludos respetuosísimos se veían por doquier y el besuqueo de las manos a los padrinos y entre los compadres. […]

“Mi compadre [Felipe] me encargó que le ofreciese mezcal a sus tíos, primos, amigos y esposas de ellos, con un correspondiente cigarro. Luego de terminar mi afanosa tarea le pregunté a mi compadre de dónde creía él que venían los muertos. Me respondió sin vacilar: San Pablo Mitla [Mictlan, lugar de los muertos, al oriente]; ahí hay un corredor subterráneo que conduce a la morada de los difuntos; sólo una vez al año se les permite salir y sólo por 24 horas: de las 12:00 [de la noche] del día 1 de noviembre a las 12:00 [de la noche] del siguiente día. Ellos vienen a ver cómo se encuentran sus hijos y parientes vivos y vienen contentos a recibir lo que éstos les ofrendan, pero sólo con el olor de las frutas y la comida se conforman, es por eso que lo ofrendado ya no tiene olor cuando se van los difuntos. Cuentan que un hombre que no creía que venían los muertos, cometió la injuria de colocar en su altar un adobe y una piedra como ofrendas para sus padres; el día primero oyó llorar a su madre y fue a ver al cura para que le explicara lo que sucedía, éste le dijo que a las 12:00 del día 2 se acostara en la entrada del templo y ahí entendería lo que pasaba; así lo hizo y el cura le cubrió la cara con un lienzo negro; en la oscuridad vio pasar a todos los difuntos del pueblo, todos ellos contentos con las flores, frutas y alimentos que los vivos les ofrendaron, pero hasta el último vio pasar a sus padres encorvados por el peso del adobe y la piedra anudada al cuello. Este hombre murió al poco tiempo…”

Miles de velas y veladoras, entre sahumerios de barro colocados sobre las lápidas o las cruces, impregnaban la escena de un aire mágico, envuelto en el humo del copal y las candelas. Música y cantos melancólicos, en zapoteco y en español, acentuaban el hechizo del momento. El mezcal fluyó de botellas y garrafas, pero no todo con destino al gaznate de los deudos: mucho se vertió sobre las tumbas, para consumo de los difuntos.
Una noche que jamás he olvidado, y que me estimula a convocar a mi familia a seguir colocando el altar familiar…

Luis Miguel Rionda
Luis Miguel Riondahttp://www.luis.rionda.net
Antropólogo social. Consejero electoral del Instituto Electoral del Estado de Guanajuato (IEEG). Profesor ad honorem de la Universidad de Guanajuato. luis@rionda.net – www.luis.rionda.net - rionda.blogspot.com – Twitter: @riondal

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