Por: Jeremy Anaya Lemonnier*
Tengo entendido que el cielo es tan vasto que hay lugar para todos. Por lo menos, desde aquí, así se ve; grande, ancho, infinito.
Les quiero hablar de mi propio Reino, el del ateísmo, porque considero – que al igual que las religiones del mundo – es una creación que implica una fe, una tradición y una práctica. Sin eso, el ateísmo colinda con el nihilismo, el vacío absurdo que lo absorbe todo.
Y puesto que soy escritor y no filósofo, les quiero contar cómo ser ateo e irse al cielo. Y para ello les invito a un viaje acompañando los pasos del poeta francés Arthur Rimbaud. Preciso que todo lo que les voy a contar es falso, porque aparte, tampoco soy historiador.
¿Quién es ese maldito poeta?
Arthur Rimbaud, entre sus quince y diecinueve años, revolucionó por completo la poesía, luego se calló para siempre. Murió a los treinta y siete, exhausto y amputado de una pierna. Él, el eterno caminante, cuya vida literaria se parece más a la de un cerillo que a la de un gran poeta, murió inmovilizado en una cama de hospital de Marsella pidiendo los horarios del próximo barco a África.
Los primeros 15 años de su vida habían sido los de un pequeño prodigio de provincia. Leía latín como los hípsters leen revistas acerca de cortes de barba: golosamente, copiando el estilo, imitando, intentando crear sus propios pompadures y bigotes respingados. Acabó ganando varios concursos, la fama de ser un supercrack y el orgullo materno.
Su madre, sus dos hermanas, su hermano y él vivían en una casa en un barrio obrero, pero mantenían el porte y los modales rígidos de la buena sociedad católica. A su madre le decían la viuda Rimbaud, aunque no era viuda, sino abandonada, porque el capitán Rimbaud se había largado dejándola sola con el trabajo extenuante de criar a cuatro hijos.
En la adolescencia, Rimbaud empezó a cambiar, ya no le interesaban tanto los poetas de la antigüedad, ahora prefería los del Parnaso, los poetas malditos, que retaba con sus propios versos. Les escribía, suplicándoles por poder formar parte de su grupo y les mandaba cartas ambiguas en las que a modo de lisonja los humillaba. Porque ya en aquel entonces los superaba. Por mucho.
El ateísmo, en Rimbaud, como en muchos, se había construido en oposición a la iglesia y a su rigidez, en una época en que el catolicismo se había vuelto particularmente duro, bajo los ataques de las nuevas ideologías materialistas del siglo diecinueve. Ahora no sólo Jesús había nacido de una mujer y de una paloma, sino que también su madre, María, era el fruto de la Inmaculada Concepción en Ana.
Los movimientos obreros prometían la liberación del hombre por el control de las herramientas y de las fábricas. La iglesia seguía prometiendo la salvación por medio de la fe y del amor a lo intangible. Rimbaud prefirió irse hacia la promesa del progreso, la misma que encontraba relatada en las seductoras novelas de Julio Verne. Huyó de la protección de su madre y llegó a París en 1870, donde asistió al episodio trágico de la Comuna, primera vez en la historia en que el pueblo se apoderaba de su destino.
Habría podido ser revolucionario, o terrorista anarquista, pero él había nacido poeta: lucharía con versos, no con puños, desplegando proezas de ingenio, desatando volcanes en prosa y transformando el plomo de la existencia en oro poético. A pesar de lo inofensivo de su guerra, acabó herido de un plomazo hecho de celos y desesperación que su mismo novio, Verlaine, le disparó a vista de todos, en Bruselas, por motivo de abandono.
Interludio – París
Las losas estaban mojadas y frías, el cielo bajo y gris. Las nuevas avenidas construidas por el barón reflejaban las fachadas de los altos edificios burgueses simbolizando el nuevo orden económico de la capital. Rimbaud tenía horas caminando, absorto en ágiles pensamientos que iban revoloteando entre recuerdos y ambiciones.
El cuero de sus zapatos crujía a cada paso y sus suelas, que parecían esponjas, escupían un jugo oscuro por los lados. Había dejado de llover como a las once de la mañana y en ese momento había decidido salir del café en donde se encerraba a diario. Ahora eran las cuatro y no había comido nada. Dejaba que los lamentos de su estómago sonaran como eco a lo que le dictaba su mente.
Cuando caminaba se daba cuenta del grado al que habían cambiado las cosas en su vida. Hasta qué punto todo se estaba yendo al carajo: sus sueños de infancia, sus grandes ideas, sus esperanzas. ¿Cómo era posible que se le escapara así la vida? Todo parecía fluir como agua entre los dedos, sin poder detenerla, ni dirigir su cauce. Ahora, caminando, era capaz de hacer el balance, pero en el café, con sus acólitos poetas, en las tabernas, bajo la influencia del ajenjo, o al compartir su cama, todo se volvía incontrolable.
Enturbiado en los efluvios de alcoholes mal destilados, postulaba que el descontrol era la mayor acción poética, que su poesía era un sublimado de desmadre. Pero tan radical postura y, sobre todo los excesos insoportables que implicaba, lo había enemistado de todos. Aparte, aquella puñalada que le había dado a Carjat, medio jugando y medio queriendo demostrar su valentía, pocos podrían perdonársela.
Ahora el ocaso se estaba apoderando de la ciudad, las lámparas de gas que encendía el farolero con su chuzo le daban un tono amarillo a las calles. Las vitrinas de los comerciantes cerraban una tras otras y los omnibuses repletos de gente cruzaban las avenidas, al trote, entre paraguas negros y peatones cautelosos. Pronto empezaría de nuevo el bullicio en los cafés y las cantinas de la ciudad, aspirándolo potentemente hacia nuevos episodios de incontrolables excesos.
El destierro
El balazo había sido difícil de soportar. No tanto por la herida, que no era gran cosa, sino por su increíble cobardía al salir corriendo y denunciar a su amante a la policía. ¿Cómo era posible que él hiciera eso? Él, que se consideraba rebelde entre los rebeldes, se había descubierto débil y chillón. Ahora Paul Verlaine pasaría dos años en prisión, dos años echados a perder por su culpa.
Eso es lo que más le dolía, tirado en su cama, en casa de su mamá. Supuestamente estaba ahí para recuperarse, supuestamente estaba enfermo, pero la realidad es que estaba paralizado por el encuentro con su Yo cobarde. Este desenlace trágico lo dejaba ante un enorme vacío. La justificación era imposible, el lamento abusivo. Había que expresarse de otra forma.
La poesía en prosa que produjo en aquella etapa de su vida es un canto febril al abismo, a veces difícil de entender, pero con una fuerza incomparable y un dominio inigualable de la lengua. Después… después de ese grito caótico, la voz de Rimbaud deja de sonar. Para siempre. Ni un verso más sale de su pluma. Sólo correspondencia, cartas a sus amigos, a su madre, a sus relaciones de trabajo o para solicitar pedidos. En vano uno busca la magia de nuevo. Se ha apagado.
Muchas veces me pregunto qué pudo pasar por su mente. Luego leo Una temporada en infierno y pienso que es exactamente eso lo que pasó: una gran erupción, una formidable eyaculación y nada. Algunos dicen que es como si hubiera muerto e ignoran por completo lo que pasó después en su vida. Yo confieso que me interesa mucho más lo que pasa después, que considero como un gran encuentro espiritual no-expresado.
¿Qué hace después? Viaja. ¿Adónde? A todas partes. A Chipre, a Suecia, a Italia, a Hungría, a Indonesia, a Irlanda, Yemen, Sudán, Etiopía, Egipto y muchos países más que sería vano nombrar aquí porque no importa. Lo que importa es, ¿por qué viaja?, ¿qué busca? No sé bien, pero sé que camina, como ha caminado toda su vida. Insaciablemente. La pregunta suele ser, ¿a dónde caminas? Nuestras mentes están mal acostumbradas a la necesidad de un destino. Los sanjuaneros caminan para pedirle algo a la providencia, o a modo de agradecimiento y su meta es llegar al templo, pero acaso lo más importante, lo que realmente buscan, no es el sacrificio que viven en sus carnes.
Interludio – Etiopía
Rimbaud tenía semanas caminando en el desierto sofocante de Etiopía. Ya había pasado las mesetas del Mogador, la serranía circundante y sólo quedaba el llano inacabable que conducía a la costa. En la caravana ya nadie hablaba; los rayos contundentes del sol secaban las palabras nacientes que abortaban entre la lengua y el paladar. Los portadores y sus camellos caminaban al mismo ritmo, imprimiendo huellas sincronizadas de arena pisada. De día, Rimbaud miraba cómo los huaraches de su guía aparecían y desaparecían debajo de sus pantalones anchos. De noche, observaba la lenta rotación de las estrellas.
Tenía todo el tiempo para acordarse, para poner a volar su memoria. Cada aventura que revivía era como un brinco ligero, etéreo, que lo mantenía en su pasado un rato, y luego el descenso y otra pisada, otra aparición de su madre, el regreso a su tierra natal, su granja, su identidad ineluctablemente provinciana, su ciudad, los bosques oscuros, el frío húmedo y el río, entintado de rojo – de la sangre que manaba del rastro – entintado de negro – del agua sucia que vomitaba la industria del acero – los reproches de su madre, sus modales rudos, sus facciones duras, esa mirada fría, helada, que reflejaba sin piedad los desengaños de su vida.
Había regresado demasiadas veces a las faldas de su madre, llorando, suplicando, intentando explicar que la culpa la tenía el mundo que no se adecuaba a la complejidad de sus pensamientos. Aquella vez, la primera, en que había huido en tren, para ir a París a conocer los poetas, lo habían arrestado por no tener boleto, por ser un pasajero clandestino menor de edad y había tenido que regresar frustrado a absolver sus intenciones. Las otras veces, cuando regresó desilusionado de los poetas, de los placeres carnales, de los paraísos artificiales y por fin del amor y de la belleza, herido, baleado, humillado, decepcionado de él mismo, delirando de coraje en su cama de adolescente, había tenido que abrir dócilmente la boca a que su madre lo nutriera de su caldo de gallina.
Mucho bullicio recorría su cabeza, atormentándolo frecuentemente, a medida que la sed se hacía presente. Esa había sido su rutina los últimos quince años: recorrer el laberinto de su pasado sin poderle encontrar salida. Sólo a veces hallaba momentos de gloria, sentado viendo el atardecer, compartiendo dátiles en la sombra de un arbusto, o de noche, más seguido, observando las estrellas. Sus penas y su pena se disolvían en esos momentos en que, inexplicablemente, manaba un rayito de felicidad pura. Esa misma felicidad que había destilado en su obra, sin jamás vivirla, la experimentaba por sorbos efímeros en sus largas caminatas purgando pecados.
Ateísmo espiritual
Rimbaud se había condenado a si mismo al destierro, a la eterna desilusión de un viaje sin destino y sin poesía, renunciando a su mayor talento, el de transformar tinta negra en alas blancas, tierra en cielo, pero había encontrado en el desierto cierto contacto con lo absoluto que lo mantenía vivo. Eso y una ambición repetida infinitas veces por volverse rico.
El final de su vida es triste. Irónica y cruelmente contrae algún tipo de tumor en la pierna. El dolor se vuelve insoportable pero aún camina gran parte del trayecto de regreso a Adén donde un barco lo lleva a Marsella. En el camino su pierna se agangrena, el olor es asqueroso. Su madre lo recibe en el puerto, lo lleva al hospital y las conclusiones de los médicos son inapelables: hay que amputar. El caminante de suelas de viento se queda con una sola pierna, no lo suficiente como para seguir su viaje. Su madre lo trae de vuelta a su tierra, pero se aburre y se regresa a Marsella acompañado por su hermana. Llegando al puerto lo hospitalizan, agoniza y se muere.
¿Qué queda de Rimbaud? ¿Un relámpago? ¿Un fulgor? O una vida completa: una búsqueda permanente por algo que aparentemente no encontró más que fugazmente en sus caminatas. No lo sabremos y el propósito de este texto no es resolver el problema sino, al contrario, dejarlo germinando en sus mentes.
Ahora bien, tampoco es mi intensión terminar este texto sin tocar a la cuestión que planteo con el título: ¿Cuál es el cielo de los ateos? ¿A qué tipo de paraíso de eterno descanso fue a parar el alma de Rimbaud?
Primero habría que decir que el ateísmo no consiste en no creer. Sino creer que Dios no existe. Hay una parte de fe en esto, de íntima convicción, que hace que siendo imposible probar la existencia o inexistencia de Dios, uno tiene que estar convencido sin poder estar seguro al cien por ciento. A diferencia del agnóstico que reconoce que no tiene idea, el ateo afirma, sin pruebas, que no hay nada.
Luego, ¿qué hacemos con esa creencia? ¿Destruimos a los que no están de acuerdo con nosotros? Eso sería nihilista. Mejor convivimos, intercambiamos y buscamos puntos en común. ¿Pero cómo vas a encontrar un punto en común si no hay nada que ofrecer? Ahí está el chiste. El hecho que no haya Dios no impide que estemos cerrados al infinito.
Tanto el ateo como el católico (por ejemplo) se pueden extasiar ante la casi perfección de la naturaleza, sentirse cayendo en la profundidad de un cielo estrellado o en perfecta armonía nadando en el océano. Nada lo impide, sólo el nombre cambia (Dios/absoluto/infinito/naturaleza). Tómense un minuto para pensar en estas frases de André Comte-Sponville[i]:
“Somos seres finitos, abiertos al infinito, seres efímeros, abiertos a la eternidad, seres relativos, abiertos al absoluto. Esta apertura es el espíritu mismo. La metafísica consiste en pensarla, la espiritualidad en experimentarla, ejercerla, vivirla”.
No dudo que Rimbaud se extasiara y que incluso buscara fervientemente lo absoluto, lo infinito y puro, pero no lo buscaba bajo la personalidad o la figura divina. Su necesidad de siempre caminar lo llevó a experimentar lo absoluto, a vivirlo. No puedo imaginar ni un instante que alguien que camina diez horas diarias no cae en algún tipo de transe y que no se siente – quizás no feliz – pero sí existir.
¿Qué espiritualidad queda para el ateo? Dejemos que prosiga Comte-Sponville[i]:
“Consiste menos en creer que en comulgar y transmitir, menos en esperar que en actuar, menos en obedecer que en amar”.
Me siento contemporáneo de Rimbaud, que decidió ser moderno. Hoy en día sería un tipo normal, seguramente trabajaría creando algoritmos en Google, escribiendo guiones para series en Netflix o ganando millones en galerías de arte en París. Me emociona su fe en la vida, el hecho que haya apostado por intentarlo todo, vivirlo todo e ir hasta el extremo de sus impulsos. Me conmueve su fracaso, la irrupción del trágico en su vida y como asume al cien por ciento el balance del episodio. Pero lo que más me interesa es su desilusión, su desengaño, su huida y esa tristeza inconsolable en sus ojos claros.
La evolución de su vida en mucho se parece a la evolución de las sociedades secularizadas. No hay Dios y por lo tanto tengo que construirme yo solo, asumiendo una responsabilidad que me aplasta. Puedo ahogarme en el impulso, tragarme la vida a puro colmillo, pero pase lo que pase, ahí está lo absoluto, y su vorágine inevitable: la muerte. Rimbaud a sus 19 años entendió que era mortal. Eso duele y puede ser muy peligroso.
Atea, ateo o creyente, no importa. “Lo importante no es cómo es el mundo, sino que es” decía Wittgenstein. El hecho que haya mundo, que exista, ya es un milagro, y es comprobable por todos. Si el mundo está desencantado es “porque ya no se mira, porque lo hemos remplazado por un discurso. Pero de repente, en una meditación, en una caminata, aparece la sorpresa, el deslumbramiento: efectivamente hay algo y no nada.”[i]
Cualquiera que haya sido la vida de Rimbaud, cualquiera que haya sido su propia mediocridad. Si las cosas van mal, si uno tiende a la melancolía, si lo trágico irrumpe, siempre quedará el desierto. No el desierto como un castigo, sino como una salvación, buscando maravillarse, buscando hacer uno con el mundo en el que vivimos, buscando la mejor manera de ser felices porque aquí estamos, y eso ya es algo.
[i]André Comte-Sponville, Du tragique au matérialisme (et retour), 2015, PUF. La traducción es mía.
*Jeremy Anaya Lemonnier es franco mexicano, nacido en Niza, tiene doce años en Guanajuato donde ha trabajado como maestro y director de la Alianza Francesa de Guanajuato. Ahora se dedica a la traducción e interpretación y a la escritura. Pueden seguir su trabajo en www.elguanajolote.wordpress.com (Guanajuato en 50 corazonadas críticas) y www.cronicasguajoloteras.wordpress.com (Crónicas Guajoloteras). Twitter: @jeremyanaya