Un viernes por la tarde Patricio y yo recibimos una invitación; de esas que son más por cortesía social que por un deseo genuino de convivir, pero a fin de cuentas, una invitación.
Habíamos cenado con Betty, nuestra antigua casera, y su familia en una casona de la colonia San Jerónimo, donde vivimos durante nuestros estudios universitarios. Entre los invitados estaba Raquel, la nieta de Betty con quien también habíamos compartido la casa por más de un año antes de que ella se mudara a Estados Unidos. De ella recordábamos con singular alegría cuando inició su negocio de venta de galletas de canela. Cuarenta y seis pesos costaba cada bolsita; monto que según ella, le permitía una ganancia de diez pesos considerando los costos de producción que incluían, entre otros, bolsas de celofán, mantequilla, harina, huevos y canela. Explicación que viniendo de una niña de doce con retenedor en los dientes, enternecía hasta los empresarios más sagaces, quienes rara vez le pedían cambio de un billete de cincuenta. Sin embargo, al poco tiempo de haber iniciado el negocio, Patricio y yo nos topamos con un descubrimiento que nos haría merecedores de un descuento preferencial. Nosotros podíamos adquirir las galletas a la increíble cantidad de doce pesos y todo por no revelar las fotos del basurero de la casa donde se asomaban varias cajas de galletas Canelitas Marinela.
Habían pasado siete años desde la última vez que la vimos, y Raquel ya no era esa adolescente que vendía galletas, sino una bella y distinguida mujer. Las facciones en su cara se habían definido: nariz recta ligeramente respingada en la punta; pobladas cejas y abultados labios frente a una sonrisa que iluminaba el cuarto de esquina a esquina. Su caballo castaño recorría el largo de su espalda color ámbar que descubría un entallado y escotado vestido rojo. No obstante su inegable atractivo y el hecho que ya no era un niña, en nosotros permanecía intacto ese cariño de tíos postizos con el que la recordábamos. También retomamos nuestra característica rutina de molestarla, antes lo hacíamos por las ligas de colores en sus retenedores, ahora lo haríamos por haberse sobrevestido para una cena navideña.
—No sean mensos. Voy a 27, por eso el vestidito—, dijo como aleccionándonos.
—¿27?—, pregunté.
—Es una disco. Tú sigue comiendo y deja que el tío Pato se encargue—, ahora hasta Patricio me aleccionaba. —
—¿Y con quién vas?—, interrumpí sin dejarme amilanar por ninguno de los dos.
—Primero, se dice antro, y segundo, voy con unos amigos. ¿Quieren venir?—.
—Sí. Sí queremos—, dijimos al unísono, mientras ella suspiraba y no de emoción.
—Bueno, pero váyanse a cambiar que no es día godín—, sentenció Raquel.
Indignados por la crítica a nuestros atuendos que, al menos yo, calificaba de mis mejores garras, pero sobre todo preocupados por el bienestar de nuestra vendedora de galletas favorita, nos metimos en los que alguna vez fueron nuestros vestidores en búsqueda de ropa apropiada para la ocasión del 27. Una vez encontrada, la apilamos sobre una cama y nos probamos pantalones, camisas, suéteres y sacos. ¿El resultado final después cuarenta minutos de pasarela? Pantalones de mezclilla azul obscuro entallados y camisas tipo polo con bordados del nombre de un país al frente y un número atrás: Patricio era Germany número seis y yo era England número nueve. Así fue como llegamos vestidos a las afueras de Bar 27 en Plaza Escenaria. Nos acompañaba un tumulto de cien personas que crecía con cada minuto y que no paraban de vociferar palabras inentendibles.
Las ganas de impresionar a nuestra joven acompañante nos motivaron a valernos de codos, rodillas y brazos para abrirle paso entre la multitud hasta la entrada del lugar que estaba bloqueada por una cadena y su cadenero. Ahí fue que las voces se esclarecieron: “Somos tres mi Chava”. “Oye Chava vengo con cuatro mujeres. Déjame pasar”. “Chava. Te vamos a consumir”. Resulta que el tal Chava era el cadenero del 27, un señor calvo de mediana estatura y protuberante barriga. Él era el encargado de decidir quienes eran los afortunados que entraban al codiciado lugar, de tal modo que en las noches de viernes y sábado, él era el hombre más aclamado de la alcaldía Álvaro Obregón, y esa noche no sería la excepción. Patricio y yo nos unimos al clamor, pero nuestras voces pasaban inadvertidas entre las demás. Tuvo que ser la mano alzada de Raquel la que atrajo la atención de Chava, quien de inmediato exclamó:
—Señorita Raquel. Pase por acá—, mientras él levantaba la cadena.
—Muchas gracias Chava. Ellos dos vienen conmigo—, dijo Raquel mientras nos señalaba y nosotros sonreíamos de oreja a oreja.
Adentro, mientras bajábamos la escalera que conducía a la pista principal, el sonido de la música aturdió mis desacostumbrados oídos, pero fueron los cánticos de los presentes que desgarraron mis tímpanos: “Ella e callaíta”, cantaban en coro. “Será ella, porque estos cabrones son ruidosos de a madres”, dije sarcásticamente. Patricio lo encontró muy divertido, pero Raquel se limitó levantar los ojos en señal de desaprobación. Segundos después Raquel se despidió de nosotros para unirse a sus amigos en una terraza, donde el acceso era todavía más restringido. Ni intentamos seguirla.
Pensamos que una cerveza nos haría sentir más cómodos, así que fuimos hacía la barra, misión que implicaba sortear todo tipo de obstáculos: desde meseros cargando charolas de menjurjes de colores, hasta pedazos de vidriería en el piso rodeados de sustancias pegajosas. Todo eso entre una multitud demasiada grande para el recinto y demasiado joven para tomar alcohol. Empezamos a justificar el mal rato que pasábamos con cualquier tipo de excusa: “Están demasiado chavos, vamos a tener que patear loncheras”, dijo Patricio. ¿Esa rola cuál es? Ninguna como las de The Killers”, agregué yo.
Pasaron un par de horas. Nuestras voces estaban afónicas de tanto quejarnos y las cervezas tibias, entretanto Raquel bailaba y cantaba. Fue al verla a ella y a sus amigos que caímos en cuenta que no eran los demás, no eran los tragos, ni las canciones que sonaban; el problema éramos nosotros, no pertenecíamos al 27, nunca lo haríamos. Salimos de ahí y fuimos a comer unos tacos, mientras veíamos la transmisión repetida de algún partido de futbol y esperamos a que Raquel saliera. “Ojalá no salga muy tarde, que mañana trabajo”, agregó Patricio.