La maestra pregonó aleatoriamente cada uno de los apellidos de la lista; la instrucción era que los alumnos deletrearan su nombre tras ser anunciados. A la mayoría de ellos les costó escoger las letras adecuadas, pero uno lo hacía con singular sencillez y hasta utilizando las palabras del alfabeto aeronáutico, que equivalen cada una, a una letra del abecedario ordinario: “metro, india, golfo, unión, eco, lima”.
Miguel no era un niño cualquiera. Aunque nacido en la Ciudad de México, era su ascendencia euskera la que explicaba su piel blanca, mentón sobresaliente, nariz tosca y amplia frente; lo que no explicaba era la profunda mirada de sus ojos café: inteligente e intensa. Su precocidad se hizo notar por primera vez hace cincuenta y siete años, cuando su familia celebraba su cumpleaños número tres. Esa tarde del tercer día del mes de septiembre, mientras la atención de sus hermanos y primos estaba fija en el pastel Marinela que descansaba sobre la mesa, la de él estaba en el babero que colgaba de las manos de doña Luisa, su madre. “Ya no más”, exclamó con fuerza cuando ella se dispuso a abrocharlo alrededor su cuello. Los ahí presentes perdieron de vista el manjar de chocolate y esperaron el peor de los regaños de la recia matriarca que no toleraba ser contrariada. Incluso asustó a Eufrosina, la nana a la que todos cariñosamente llamaban Eufro, quien se asomó desde la cocina para ver que sucedía. Sin embargo y para sorpresa de todos, doña Luisa miró fijamente a Miguel y dijo: “Por supuesto. Ya eres un niño grande mijo”. La mujer, llena de orgullo, guardó el babero en su delantal, de donde no volvería a salir.
Los parámetros de edad nunca aplicaron a Miguel, quien antes de cumplir los seis años prefería jugar al empresario sentándose en el escritorio de su padre para dar instrucciones a sus hermanas que hacían el rol de sus empleadas, eso le parecía mucho más divertido que jugar a las escondidillas como los demás niños de su edad. Luego estaba su pasmosa facilidad con lo negocios, a sus siete años ya había constituido su primera empresa, un puesto de venta de limonadas instalado afuera de su casa. Una mañana, un ocurrente comensal le pidió el permiso sanitario para la venta de limones en vía pública, y como Miguel también era temeroso de la autoridad, lo único que se le ocurrió… fue correr. Pasaron apenas unos segundos cuando ya estaba debajo de su cama.
En la escuela, con sus pocas pero siempre acertadas aportaciones, Miguel consiguió el reconocimiento de sus maestros y la admiración de sus compañeros. Aquellos decían que sería ingeniero o abogado y estos decían que sería piloto de coches o aviones, pero Miguel tan solo pensaba en descubrir las profundidades del mar buceando. Lo cierto es que él sobresalió en todas las asignaturas, aunque sus preferidas siempre fueron las relacionadas con números. Además de su anticipada madurez, estaba su adelantadísima barba; esa en unión de sus anchos hombros, le trajeron varias admiradoras del sexo opuesto durante la preparatoria.
Cuando le llegó la edad para elegir una carrera, las dudas lo abrumaron. Los exámenes vocacionales arrojaron resultados que eran en extremo confusos: “Prácticamente puedes hacer lo que tú quieras: ingeniero civil, abogado, piloto, vaya hasta buzo si quieres”, le dijo el aplicador al chico que se comportaba como grande. Miguel, lo supo aquella tarde, se convertiría en todo eso y mucho más. Su paso por la vida lo hizo también constructor y empresario; padres de sus tres amados hijos, compañero y esposo e incluso feliz suegro.
Lo que nunca le he preguntado es si alguna vez sospechó que el destino lo convertiría en el mejor de los padres para su no hijo… yo.
