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jueves, marzo 28, 2024

Crónicas de un divorcio

Madre e hija llegaron a un lujoso restaurante situado en la punta de un peñasco con vista a playa La Madera en Zihuatanejo, Guerrero. Un viejo mesero de facciones robustas y ojos alargados observaba dubitativo a la señorita que tomaba asiento. Según el gafete que colgaba del pecho de su guayabera blanca, su nombre era Venustiano.

¿Señorita Fernanda? —, preguntó el mesero. —Seguro no me recuerda, pero yo a usted sí. La última vez que vino era así de alta—, agregó cándidamente mientras señalaba con la palma de su mano extendida la altura de Fernanda en aquel entonces. —Venía acompañada de su papá, don Roberto, recuerdo que estaban celebrando un campeonato de algún piloto de carreras—, agregó.

Fernanda, a punto de contestar, fue bruscamente interrumpida por su madre Silvia.

Usted limítese a servir y omita cualquier comentario, sobre todo, relacionado con ese hombre —, dijo refiriéndose a su exesposo y padre de Fernanda.

Durante la cena, Fernanda esquivaba los ojos del viejo Venustiano —quien esperaba atento en una esquina listo para servir—. La mirada del hombre estaba llena de tristeza y con un dejo de decepción. Sin embargo, no era la única mirada que se postraba sobre ella, también estaban las de los hipnotizados por su extraordinaria belleza. Su cabellera café se alargaba más allá de sus hombros hasta acariciar la espalda baja que descubría un vestido blanco y de lino. Prenda que contrastaba hermosamente con su piel color canela. El reflejo centellante de la luz de luna sobre el lino blanco de su vestido permitía entrever su ropa interior negra que perdía a los mirones en los deseos de su imaginación. Sus ojos verdes fulguraban como la esmeralda que llevaba sobre el pecho en forma de corazón. Tenía apenas veintiuno.

Por su lado, Silvia hablaba y hablaba, siempre con la mirada fija en la de su hija. Sus ojos también eran verdes, pero no brillaban como esmeraldas, sino que lucían opacos y cansados. Sus labios, moderadamente gruesos y largos, se movían armoniosamente con las demás expresiones de su rostro, el que pese a sus cincuenta era todavía hermoso, pero que inexplicablemente se mostraba enojado.

Era la última cena de madre e hija antes de que ésta se casara con un acaudalado minero de origen estadounidense, quien le había sido presentado por aquella hacia no más de cuatro meses. Para Fernanda ese hombre era un total desconocido, lo había visto apenas siete veces y ahora estaba por dejar la carrera de ingeniería mecánica para casarse con él. Frente al gran cambio que se avecinaba en su vida, el misterioso mensaje que recibió hacía un par de días, sólo sirvió para inquietarla aún más. Un sinfín de dudas se arremolinaban en su cabeza: ¿qué era lo que realmente quería de su vida? ¿Qué había pasado con su padre, ese hombre al que el mesero recordaba con tanto cariño? Desde que tenía memoria, hablar de él está prohibido, el sólo mencionar su nombre estremecía a su madre. En la víspera de su matrimonio, disipar las dudas le pareció razonable, así que preguntó.

Mamá. Quiero saber de mi padre, ¿cómo era él?—, preguntó inquisitiva y con el ceño fruncido.

Sabes que de él no se habla— aclaró la madre y de inmediato cambió el tema ¿El gringo no ha comprado el depa en Polanco verdad?—, preguntó alarmada.

Las veintisiete veces que me has preguntado te he respondido lo mismo… No, no la ha comprado—, contestó Fernanda enrabiada y regresó al tema de su interés. —Tengo derecho a saber sobre mi padre—.

Sólo asegúrate que no firme la escritura de compraventa antes de la boda—, contestó la madre ignorando el tema de su exesposo. —Por cierto, vamos a señalar al licenciado Saldaña como testigo. No quiero que los abogados del gringo nos cambien el régimen matrimonial a separación de bienes y no nos demos cuenta—, agregó Silvia en un tono conciliador.

Varios años habían pasado desde que ella y Roberto se divorciaran. Él —socio fundador de un prestigioso despacho de contadores— pasaba largo tiempo en la oficina, pero siempre se hacía espacio para estar con su hija, ya sea armando rompecabezas o jugando con una pista de carreras de la marca Scalextric. Por otro lado, Silvia —dedicada a las labores de su hogar y cuidado de Fernanda— pasaba los días en clubes deportivos, cafés, salones de belleza, centros comerciales y cualquier otro lugar que la mantuviera lejos de su casa e hija. El divorcio ocurrió en dos mil siete cuando Silvia hiciera valer una de las todavía vigentes causales de divorcio en la Ciudad de México: adulterio de uno de los cónyuges. Resulta que varios de los múltiples viajes laborales de Roberto acompañado de la recién nombrada socia del despacho, Clarisa, no eran precisamente de trabajo.

Además de la infidelidad, Silvia y sus abogados no chistaron en acusar a Roberto de violento y hasta alcohólico y éste, en lugar de contratacar con la misma moneda, como sus abogados sugirieron, dio instrucciones de llevar un juicio limpio, sin difamación alguna por más verdad que fuera. Incluso declinó la oportunidad de ofrecer como prueba los estados de cuenta que ubicaban a Silvia en lujosas boutiques de la avenida Presidente Masaryk en lugar de la pastorela decembrina en la que Fernanda interpretó el rol de María. “Algún día ella leerá esta demanda y no quiero que odie a su madre. Estoy seguro que Silvia cambiara, no es una mala mujer”, explicaba Roberto a sus abogados, mientras ellos se llevaban las manos a la cabeza en señal de frustración por saber que perderían el juicio. No obstante la estrategia pacifista, Roberto agotó hasta el último recurso legal para conseguir una custodia compartida sobre su hija. Sin embargo, el escandaloso episodio de infidelidad fue lo único que los jueces consideraron al dictar y ratificar la sentencia en la que se acordó la guarda y custodia a favor de la madre y un menguado derecho de visita para él. Es de advertir, que los juzgadores pasaron por alto que cuando interrogaron a Silvia, ni siquiera se sabía el nombre de la escuela a la que Fernanda atendía.

Desde entonces Silvia tuvo que involucrarse sin éxito en la educación de su hija, el complicado carácter de ambas no ayudaba: Fernanda era rebelde y berrinchuda, mientras que Silvia era comodina y desidiosa; esto hizo de Fernanda intratable, al menos en su adolescencia. Lo único que Silvia hizo con mucho empeño fue adoctrinar a su hija con la idea de que su padre era un monstruo y que las había abandonado a su suerte. Así que cuando éste se aparecía en el Centro de Convivencia Familiar, Fernanda comenzaba a gritar y patalear como si se hubiera encontrado con el demonio mismo. Roberto intentó sin éxito que ella cambiará de opinión y tras dos años de bochornosos berrinches y pataletas dejó de ejercer su derecho a visitas y se limitó a cumplir mensualmente con las obligaciones pecuniarias impuestas por la autoridad judicial, las que por cierto alcanzaban seis cifras. Eventualmente el nombre y cara de su padre se fueron desvaneciendo de los pensamientos de Fernanda, hasta que un día simplemente desaparecieron. Durante este doloroso proceso, Roberto siempre estuvo acompañado de Clarisa, de quien terminaría profundamente enamorado.

¿Les podemos ofrecer algo más?—, preguntó Venustiano a las dos mujeres.

—¿No ve que estamos hablando?—, le contestó Silvia irritada. —Tráiganos una botella de Dom Pérignon —, agregó con desdén.

No entiendo para qué queremos más dinero en nuestras vidas. Lo único que nos ha traído es sufrimiento y a ti te hizo una paranoica. Yo no quiero casarme, ni mucho menos que me compren departamentos—, respondió Fernanda enrabiada. Jamás lo había hecho.

Antes de que Silvia reaccionara, una melodía proveniente de su bolso interrumpió la agitada conversación. Era su móvil, le llamaba Lucio, a quien se le encomendó la organización de la boda. Le tomó la llamada y se enfrascaron en una conversación de dimes y diretes. Entretanto Fernanda pensaba en la temporada de Fórmula 1 que se avecinaba. Desde que tenía memoria era fanática del automovilismo, cada fin de semana de carreras, sin importar la diferencia horaria, veía prácticas, clasificaciones y la carrera. Su viejo sueño de volverse ingeniera mecánica y trabajar para una escudería de Fórmula 1 prevalecía en su mente. “Ideas infantiles”, pensó a regañadientes. Ahora Fernanda, moldeada a imagen y semejanza de su madre, estaba por convertirse en una esposa modelo. Sin embargo, la idea de estar casada con el gringo le provocaba escalofríos, apenas lo conocía y ahora tendría que pasar el resto de su vida con él. Y de pronto se acordó nuevamente del misterioso mensaje que había recibido, la remitente era una tal Clarisa, nombre desconocido para ella; el asunto decía:

“No importa lo que él haya hecho ni lo que ella haya dejado de hacer. La responsable de tu felicidad eres tú. Sólo tú.”

El cuerpo del mensaje remitía a una página de internet en el que un hombre narraba la impotencia de no poder explicarle a su hija lo mucho que la amaba, de decirle que la deteriorada relación con la madre nada tenía que ver con sus sentimientos hacia ella, y que ese amor paterno permanecía intacto desde que la sostuvo por primera vez en sus brazos. También había muchísimas fotos, se veía al hombre con una niña; estaban jugando; nadando en una piscina y viendo carreras de Fórmula 1, en esa foto ambos estaban en pijama, así que Fernanda supuso que debía ser la madrugada. La mejor de todas era la de ambos sonrientes en un restaurante celebrando; en el fondo de la imagen, un conmovido mesero de facciones robustas y ojos alargados observaba la escena. Algo se acomodó en la mente de Fernanda, volteó a ver a Venustiano y entonces recordó todo, ella era la niña de las fotos, la imagen de su ausente padre se empezó a esclarecer en su cabeza.

Fernanda se paró de la mesa dejando atrás su bolso Louis Vuitton, salió del restaurante y entró al fresco de la noche estrellada de Zihuatanejo. Se quitó las sandalias Manolo Blahnik, que dejó abandonadas sobre la arena, se alejó caminando a la luz de la luna. El mar acariciaba sus pies descalzos. Lo único que se llevó consigo fue su celular, en donde por alguna extraña razón, había guardado el teléfono de contacto que aparecía en la página de internet con las fotos. Marcó el número y una voz masculina contestó “¿diga?”. Fernanda se escuchó a sí misma decir “hola papá”. Mientras tanto Silvia había colgado su teléfono. Pensó que su hija estaba en baño. Ansiaba regañarla por no llevarse su bolsa de maquillaje, tendría que recordarle una vez más que la imagen está por encima de todo. De ese evento ya ha pasado mucho tiempo.

Diez años después, creyó verla de lejos; Silvia había sido invitada al Gran Premio de Fórmula 1 en México. En la calle de boxes, donde todas las escuderías preparaban los monoplazas previo a la carrera, una sonriente Fernanda uniformada con los colores rojo corsa daba indicaciones a un piloto que la escuchaba atentamente. Alguien le aseguró a Silvia que se trataba del veterano Max Verstappen y la nueva directora del equipo Ferrari.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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