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jueves, abril 25, 2024

Crónicas de un godín millennial (parte II)

Pedí unos días para sopesar la oferta; pensé que el tiempo y las noches en vela me ayudarían a encontrar la respuesta correcta, pero en el ir y venir de mis ideas, la de dejar el glamour de la capital, por lo que sea que haya en San Luis Potosí, se volvió una tragedia de grandes magnitudes. No es que fuera de los capitalinos nefastos que menosprecian todo lo que rebase las alcaldías de Miguel Hidalgo y Álvaro Obregón, pero, por Dios, yo me veía en la Marienplatz en Múnich y ahora lo hacía en el Jardín Colón de San Luis Potosí. En fin, le había dado tantas vueltas al asunto que el lunes siguiente, sentado frente a Lars y dispuesto a rechazar su propuesta, simple e inexplicablemente acepté.

«Tienes una consigna antes de marcharte», me dijo cuando abría la puerta de su oficina. Volví tras mis pasos y escuché atento la final instrucción: «encontrar tu remplazo», agregó. Exhalé liberado. Lo que en principio parecía sencillo de resolver, resultó ser una de las empresas más complicadas en mi carrera profesional y no porque me estimara irremplazable, sino porque Diego y Eliot —siguientes en el escalafón jerárquico— eran tan buenos que dejar a cualquiera de los dos sin el ascenso se antojaba injusto.

Diego Santibáñez, chaparrito y de hombros caídos, era el godín nato: adornaba su cubículo con juguetes a escala miniatura, en su mayoría naves de Star Wars, y sus alimentos los guardaba en toda clase de recipientes, desde botes de yogurt hasta táperes[1] que cargaba en bolsas de ropa deportiva. De su cuello colgaba el gafete que portaba con rebosante orgullo y que lo identificaba como trabajador de la empresa. Cuando Diego se disponía a trabajar, tiraba el cuello hacia delante para estar a centímetros del monitor, que se reflejaba en sus anteojos redondos y comenzaba a golpear las teclas como maniático. Para escribir lo reportes que hacía él, solíamos necesitar tres personas. Así de bueno era Diego.

Por otro lado, Eliot Téllez, alto y de hombros anchos, era la antítesis del godinismo: su cubículo inmaculado haría creer a cualquier despistado que nadie lo ocupaba; apenas un portalápices metálico con dos bolígrafos y un lápiz acompañaban su computadora. Su gafete lo guardaba en la bolsa de su saco de lino, el que día con día combinaba exquisitamente con sus demás prendas. Tenía un extraordinario talento para resolver problemas de cualquier índole. En alguna ocasión, tuvimos discrepancias con un proveedor de servicios, quien pretendía cobrar los gastos de traslado en los que había incurrido para instalar unas pantallas en las salas de nuestra oficina. La charla se había tornado densa y el equipo legal no se aparecía por ningún lado, así que Eliot cruzó la puerta y altanero se presentó como el director jurídico de la empresa. No recuerdo lo él le dijo al proveedor, pero este, apenadísimo, nos regaló una pantalla por las molestias causadas. Así de bueno era Eliot.

Por la forma de vida que llevaba Eliot era fácil pensar que había crecido rodeado de lujos y riquezas, y que Diego, por la suya, se las había tenido que ver duras y aun así ingeniado para salir adelante, sin embargo, era todo lo contrario. Resulta que Diego era nieto de un polémico gobernador a quien se le había acusado, mas nunca probado, de haber beneficiado a las empresas de sus hijos durante su mandato. No obstante lo anterior, todas quebraron poco tiempo después por ineptitud de los junior, salvo una, la de la madre de Diego. Se trataba de una empresa de tecnología que ahora hasta cotizaba en el mercado de valores. La madre de Diego, por cierto guapa y soltera, se había asegurado que su único hijo tuviera acceso a las mejores escuelas y de dotarlo con extravagantes lujos, tal como el Alfa Romeo que Diego, para pasar desapercibido, estacionaba en un lugar ajeno al asignado a nuestra área.

Todo lo contrario había pasado con Eliot, oriundo de Tulancingo, Tlaxcala y cuarto hijo de una familia de siete hermanos. Ninguno de sus padres había terminado la preparatoria: uno se dedicaba a la venta de tornillos y remaches, mientras que la otra, a las labores de su hogar. Fue con base en su esfuerzo que consiguió una beca y se graduó de la misma universidad en la que estudió Diego —ambos con honores y de donde acertadamente los reclutamos—. Mano de obra eficiente, y sobre todo, barata.

La de Eliot era una historia de superación personal digna de elogio, sin embargo no me parecía argumento suficiente para decantarme por él, así que la saque de la ecuación y frente a mi tenía dos excelentes jóvenes, con la misma antigüedad en la empresa, y a quienes en gran parte, les debía el ascenso que yo tenía en puerta. Aunque pensándolo bien y considerando que, a causa de este me tendría que mudar a San Luis Potosí, tuve la idea genial de echarlos a ambos, pero fue sólo un arranque que superé pronto.

Es por eso que la última consigna de Lars era mucho más difícil de lo que a priori aparentaba.

Sin embargo y para mi fortuna, lo resolví de la manera menos esperada. Algunos días después, integrantes de mi equipo me invitaron a ver el partido de futbol que enfrentaba al área de recursos humanos con la de compras. Invitación que en circunstancias normales hubiera declinado, pero como me iba pronto, accedí y fui a echarles porras. En ese punto ya ni me sorprendió que hasta en el balompié, Diego y Eliot eran sobresalientes: este, con su potente cuerpo, como delantero y aquel, a pesar de su baja estatura, como defensa central. El juego resultó emocionante, pero a pesar de los esfuerzos de ambos equipos, el marcador continuaba en ceros y apenas faltaban dos minutos para que finalizara. De pronto, Diego mandó un trazó largo que Eliot recibió con elegancia, y este habilitó a un compañero, quien se encontró sólo frente al portero…, pero el balón pasó rozando el larguero. Al terminar el partido, Eliot, en un desplante de rabia, le reclamó como desquiciado al compañero que había fallado una oportunidad clara de gol. Por otro lado, Diego, a ese mismo compañero, le dio una palmada en la espalda para darle ánimos.

No sé si fue injusto o no, pero en ese momento hice mi decisión. Diego.

[1] Adaptación española del anglicismo tupper.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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