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martes, abril 23, 2024

Dos Evas

Ayer tuve un encuentro de lo más inesperado. Saliendo de la premier de una forzadísima cuarta película de Toy Story me encontré con una vieja amiga, Valentina Garra. Nos saludamos afectuosamente y me presentó con su hija, una simpática niña de doce años llamada Lucía. La charla fue corta, pero intercambiamos teléfonos con la promesa de ir a tomar un café. Tan pronto mis mejillas rozaron con las suyas para despedirnos, los recuerdos brotaron en mi cabeza y las sensaciones en el resto de mi cuerpo, pensé que después de veinticinco años habrían desaparecido, pero no: el cosquilleo en el estómago, el aumento de mi temperatura corporal, la sonrisa dibujándose en mis labios, todo seguía ahí.

Lo mío con Valentina surgió a raíz del abuso que soportamos durante la secundaria y preparatoria; el nombre del colegio he preferido olvidarlo. Lo que sí recuerdo es que era dirigido por una congregación de monjas y exclusivo para señoritas. Era curioso que a mí me fastidiaran por ser demasiado alta y flaca y a Valentina por ser todo lo contrario. Nos apodaban “las diez” y el apodo desafortunadamente no tenía nada que ver con nuestras calificaciones, sino con nuestro aspecto físico. Entre más nos molestaban más fuerte se hacía nuestra amistad y esta unión nos permitía compensar nuestras debilidades: Valentina, que a pesar de su corta estatura, era mucho más fuerte y valiente que yo, se ocupaba de que las de tercero de secundaria no me encerraran en mi casillero, y yo me encargaba de que ella obtuviera notas aprobatorias en las clases de física y matemáticas. Con el paso de los años las burlas por nuestras características físicas se fueron amainando, pero solo para darle lugar a las de nuestra supuesta homosexualidad, que eran aún más crueles y subidas de tono.

Recuerdo un día en primer año de preparatoria, tras terminar clase de educación física, fui la primera en regresar al salón para recoger mi mochila, sin embargo, no estaba sobre el pupitre en el que la había dejado, sino en el piso. “Quizás fue el aire”, pensé ingenuamente. Cuando me acerqué a recogerla un olor nauseabundo me golpeó y tan pronto la abrí, encontré la fuente del hedor. Era un yogurt muy caducado que había sido vertido dentro de ella, cubriendo todos mis cuadernos. Cerré la mochila de inmediato, la colgué sobre mis hombros y salí de la escuela con una lágrima en la mejilla, pero nada más. A esas malditas no les iba a dar el gusto de una escenita. Valentina notó que algo andaba mal cuando me fui sin despedirme de ella; y al día siguiente cuando llegué con mochila y cuadernos nuevos, me pidió una explicación. Le platiqué lo sucedido y no dijo nada, así era ella, de pocas palabras, pero recuerdo su mirada tornarse en llamas. Una semana después, me desperté en medio de la madrugada tras escuchar varios golpes en mi ventana. Me asomé por ella y encontré a Valentina a punto de lanzar una roca que sin duda hubiera atravesado el vidrio. Tan pronto me vio, sustituyó el proyectil por una bola de goma con un mensaje en ella: “Mañana llévate una mochila vieja llena de periódico”. No quise preguntar porqué. Al día siguiente, la noticia de una hoguera de mochilas escolares salió hasta en el periódico local. Nunca se descubrió quien lo hizo, pero desde entonces nadie más volvió a fastidiarnos.

Con paz y tranquilidad en nuestras vidas, creímos que todo mejoraría, pero aparecieron otros problemas que terminaron por distanciarnos en el último año de preparatoria. El primero fue que nuestros cuerpos cambiaron: por lo que respecta a mí, seguía igual de flaca, pero de pronto mis senos y caderas crecieron; al principio odié el cambio, pero las miradas de los demás me convencieron de lo contrario. Mis compañeras me veían con envidia y los muchachos con codicia y aunque a la mayoría de ellos les resultaba demasiado intimidante mi metro setenta y cinco de altura, los más valientes me invitaban constantemente a salir. A mí me parecía de lo más divertido jugar con las hormonas de los cuasi hombres, pero a Valentina le molestaba, no lo decía, seguía siendo callada y misteriosa, pero yo lo notaba. El cuerpo de Vale también había cambiado: adelgazó muchísimo, la piel de su cara se pegó a sus pómulos, lo que hizo que sus ojos fieros y negros se vieran todavía más grandes e impactantes; también se dejó crecer su cabello negro y lacio hasta los hombros. Ella tenía ese tipo de belleza que solo podía describirse como salvaje, y la que le atrajo pretendientes muy singulares, pero Valentina los bateo a todos y creo que esperaba que yo hiciera lo mismo con los míos. Cuando se celebró el Torneo de la Hermandad, evento deportivo que reunía anualmente a todos los colegios de la misma congregación del país, el capitán del equipo de futból de una ciudad que no recuerdo, Diego, presenció un partido en el que yo jugué. Ese Diego, sin siquiera conocerme, vitoreó el nombre estampado al reverso de mi playera y cantó porras durante todo el partido: “Dale Jo, dale Joanna”, “Que sí, que no… amigo de Joanna”. Se me hizo lo más lindo del mundo; eso y sus profundos ojos cafés provocaron qué después de bailar toda la noche en la fiesta de clausura del Torneo, nos besáramos en el vestidor. Creí que nadie nos vería, pero Valentina lo hizo y sin decir nada se fue de la fiesta. Sabía que estaba enojada, pero creí que se le pasaría. No fue así. Al otro día y sin previo aviso, anunció que se cambiaba de área, ambas habíamos elegido Ciencias Biológicas y ella se decidió por el área de Física y Matemáticas, yo no lo podía creer, esas materias siempre se le habían complicado.

El segundo problema que terminó por distanciarnos aún más, fueron sus misteriosas actividades extracurriculares, nunca supe con certeza de que se trataban, sospechaba que eran de índole político, pues se volvió aún más rebelde y desafiante. En las pocas clases que compartíamos se inconformaba constantemente con los maestros, los acusaba de fascistas y hasta de corruptos. A las demás niñas les encantaban las disputas, pero a mí me preocupaba las consecuencias que estas podrían tener en sus notas. Para mediados del segundo semestre Valentina ya estaba a punto de volar matemáticas y aunque últimamente estábamos cada vez más distanciadas, yo no iba a permitir que tuviera que repetir un año en esa escuela que tanto odiábamos. Así que se me ocurrió una solución. El maestro de matemáticas era un actuario de veinticuatro años llamado Arturo, en diversas ocasiones lo sorprendí viéndome las piernas mientras estaba formada en la fila de la cafetería, incluso en una ocasión me pidió mi número de teléfono. Por supuesto le di uno erróneo. Dos días antes del examen lo fui a buscar en su oficina al terminar las clases, el pretexto era darle mi “nuevo número”, o sea el verdadero. Sentada frente a él, con un botón de más desabrochado de mi polo y una tobillera que no tuve que esforzarme para que el puerco notara, le comenté, fingiendo sorpresa y preocupación, que había olvidado mi mochila en el laboratorio. Él, de inmediato se ofreció a ir por ella y mientras cruzaba todo el campus para recogerla yo aproveché para tomar una copia del examen final que estaba en el cajón de su escritorio. Para cuando regresó a su oficina yo ya estaba sentada con una mirada coqueta e inocente, escondiendo el examen en mi vientre debajo de la playera. Al salir pensé en buscar a Valentina para compartírselo, pero ella era tan necia que sería capaz de ignorarlo, así que tuve que hacer algo aún peor… Salir con Arturo. Fue un viernes después de clases, el mismo día del examen final. Me llevó a una marisquería de poca monta, el güey no tenía madre, pero bueno, todo por Vale. Ordenó varios tragos, so pretexto de celebrar que yo había terminado la preparatoria, ¿habrá pensado que el alcohol sería la forma de llegar a mi entrepierna? Seguro sí, como todos. Para acompañar los tragos, pedí un vaso con hielos y una botella de agua mineral. Cada trago de alcohol que tomaba, lo guardaba en mi boca y cuando Arturo se distraía yo lo escupía discretamente en el vaso que poco a poco se iba a llenando. La mesera, consciente de las intenciones del marrano este, me cambiaba el vaso cuando se llenaba o cuando su color se tornaba demasiado sospechoso. No eran más de las dieciocho horas cuando él estaba fundido y yo fresca como helado. Aproveché una de sus muchas idas al baño para abrir su portafolio y reemplazar el examen de Valentina por otro resuelto por mí, también saqué de su cartera suficiente dinero para dejarle a la mesera una generosa propina, y para cuando Arturo volvió del baño yo ya me había ido. Valentina nunca sospechó lo que yo había hecho, pero estaba llena de orgullo por haber sacado nueve punto tres en el examen final y como nunca le regresaron su examen, nunca tuve que desmentirla.

El día de la fiesta de graduación llegué feliz e ilusionada, por fin salíamos de esa odiada escuela y yo solo quería celebrar con mi mejor amiga. Casi no la reconocí al verla, Valentina era generalmente fachosa y descuidada con su vestimenta, pero ese día se había puesto un vestido de encaje rojo que le sentaba de maravilla y que contrastaba con lo obscuro de su cabello y ojos. Me acerqué a ella y con un tono conciliador y le dije, “Vale, esta tiene que ser nuestra fiesta, la fiesta de las diez”. Ella me miró con un poco de desdén y se alejó. Su rechazo fue devastador, de tal suerte que me quedé sentada y sola; y aunque conocidos y desconocidos se acercaron para invitarme a bailar, yo no quería estar con nadie que no fuera ella. Estaba a punto de irme a casa, cuando alguien tomó de mi mano con fuerza, casi con violencia. Cuando descubrí de quién se trataba, no me pude soltar o no quise hacerlo. El cosquilleo en el estómago inició, me sentí acalorada y no pude evitar sonreír de oreja a oreja. Era Valentina, mi Vale. Sin zafarme de su mano la seguí fuera del salón, no hice preguntas, simplemente caminé a donde sea que ella me quisiera llevar y si hubiera sido hasta el mismísimo infierno, hasta allá la hubiera seguido, pero me llevó al Cielo, bueno, así se llamaba la habitación que había alquilado. Tan pronto abrió la puerta, me empujó a la pared con fuerza y me tomó por el cuello. “Mátame si eso te hace feliz”, le dije exaltada, mientras el corazón se me escapaba del pecho para ir con Valentina, su dueña. Su mano soltó mi cuello y recorrió todo mi cuerpo por encima del vestido hasta llegar a mis tobillos, lo hizo de nuevo desde mis tobillos hasta mis nalgas, pero esta vez por debajo del vestido. Desde entonces ningún hombre o mujer me tocó, besó o lamió de la manera que ella lo hizo.

Saciada de placer, ansiaba ponerme al corriente con ella, contarle todo lo que había pasado desde que nos alejamos, cada instante. Empecé por la beca que obtuve para estudiar en la Academia de Artes Culinarios en Ginebra, Suiza, pero cuando se lo dije, simplemente respondió “Felicidades” y se paró de la cama. Pensé que después de esa noche, las cosas entre nosotras regresarían a la normalidad, pero no fue así. Salió del Cielo y no la volví a ver.

Su familia y yo la buscamos durante años, pero jamás la encontramos. Hasta llegamos a pensar que había sido secuestrada, pero la llamada de rescate tampoco llegó. Valentina, simplemente desapareció de la faz de la tierra. Su padre murió a los dos años de su desaparición. Dicen que con la partida de su hija, sus ganas de vivir también se fueron. Algunos años después su mamá envió a mi correo una foto de un periódico chileno en el que se observaba, entre una multitud, a una mujer que se parecía montones a su hija, pero qué demonios haría en Chile manifestándose a favor de la autonomía del pueblo mapuche, pensé y deseché la idea. Ahora, tras veinticinco años sin saber nada de ella, un mensaje de Valentina Garra me cita este martes por la noche en una dirección en la colonia Nápoles.

CONTINUARÁ…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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