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jueves, abril 25, 2024

El discurso de Eva

Previo a nuestra cita, Valentina y yo nos mensajeamos todos los días cual millennials; intercambiamos mensajes, imágenes, notas de voz, videos y hasta memes. Nuestras conversaciones trataban principalmente sobre temas cotidianos y superficiales. Intenté averiguar un poco más sobre ella y Lucía, pero Valentina desviaba el sentido de la charla cuando me pasaba de curiosa. No quise insistir, entendía que eran temas delicados y difíciles de tratar con alguien que no veía desde hace tanto tiempo y menos a través de mensajes de texto. Respeté su privacidad, pero ansiaba saber todo sobre ella y a la vez nada. Era una sensación difícil de explicar. En fin, Valentina se desvaneció de mi vida como si nada, y del mismo modo se había aparecido. Por Dios, la juraba muerta ¿O era una cruel broma del destino o simplemente algo no hacía sentido? Había tanto que contarle desde esa noche en el Cielo, ¿pero por dónde empezar?… Ya sé.

Antes de siquiera graduarme de la Academia de Artes Culinarias en Suiza, ya había conseguido trabajo en uno de los mejores restaurantes de Ginebra, Le Chat-Botté, ubicado en la calle de Mont Blanc. Demasiado pronto en mi carrera ahora que lo veo en retrospectiva, pero mis ansias por devorar el mundo, solo se equiparaban a la oportunidad de debutar en las grandes ligas culinarias con tan solo veintidós años. Por supuesto acepté el trabajo. Limpié y pelé frutas y verduras; mantuve el inventario de la cocina; medí y mezclé ingredientes y hasta lavé platos con tal de hacerlo para los mejores Chefs del mundo. Así pasaron diez años y con ellos por lo menos seis Chefs distintos: unos encargados de las estaciones de cocina y otros al mando de la misma, cada uno de ellos con recetas y sazones distintos, pero lo único que no cambiaba era su pinche, o sea yo. A duras penas se me permitía preparar unos huevos benedictinos, pero no era culpa de ninguno de ellos, sino de Benoit, el dueño. Un cincuentón de ojos saltones y amarillentos qué heredó el restaurante de un conveniente tío político, y que se autodenominaba Chef ejecutivo, aunque con trabajo sabía prender la parrilla. Una noche después de que el restaurante cerrara fui a buscarlo a su oficina para hablarle de mi crecimiento profesional o más bien de la total falta de él. Benoit lo achacó a mi poco “engagement”, o sea compromiso. Me dijo debía ser menos cuadrada, más risueña, todo esto mientras acariciaba mis manos como si fueran un gato. Las insinuaciones me eran obvias y odio decirlo, pero querían que lo fueran, aunque cada poro de mi cuerpo se sentía asqueado por sus manos grasientas acariciándome, el sueño de convertirme en Chef no me permitió alejarme. Me acosté con él no una sino varias veces; en su oficina y hasta en el almacén del restaurante. Cada vez que se escurría dentro de mí, me prometía promoverme y así pasó otro año en el que además de pinche… era puta. Sorprendentemente todo eso no logró que renunciara a ese maldito lugar, lo que lo logró fue un recibo de nómina que encontré sobre el escritorio de Benoit. Era del otro pinche que tenía cinco años de experiencia menos que yo, pero que ganaba cuarenta y cinco por ciento más. Eso fue la gota que derramó el vaso.

Tras mi renuncia, conseguí un préstamo bancario,renté un viejo local en la calle Rue de Vermont, donde puse un pequeño restaurante al que nombre “Les Dix”, cuya traducción al español es “Las Diez” en honor al mejor equipo del mundo, el que alguna vez conformamos Vale y yo. En él me ayudaba Benjamin, un monegasco de veinte años que todo el tiempo miraba tras sus espaldas, como si huyera de un pasado turbulento. Su apoyo me era invaluable; mientras yo cocinaba, él se encargaba de tomar las órdenes de los comensales, limpiar las mesas y lavar los platos. Todo a cambio de una paga razonable y de enseñarle a cocinar. Un día, un hombre de cabellos grises y mirada cansada pero dulce, entró al restaurante. Sin mirar la carta nos hizo una solicitud poco común: “la especialidad de la casa”, anotó Benjamin en su libreta. Yo no tenía especialidad de la casa, pero opté por prepararle el risotto de setas y trufa negra que tanto me gustaba, y al parecer fue de su agrado, porque días después, en una revista gastronómica de renombre, salió una crítica de mi restaurante que publicó un prestigioso crítico de cabellos grises y mirada cansada pero dulce. Calificaba al risotto cómo uno de los mejores platos que había probado… en toda su vida. Desde entonces Benjamín y yo no nos dábamos abasto y a los pocos meses, el acogedor local nos quedó pequeño. Renté un local mucho más grande en la calle Rue de Prieuré con vista al lago Lemán y contraté meseras, asistentas y recepcionistas, todas mujeres y no porque tuviera algo en contra de los hombres, sino porque quería y podía. Así fue que creció Les Dix, como un restaurante de mujeres… y claro de mi querido Benjamín. Con el tiempo Benjamín resultó ser demasiado bueno para ser solo pinche y como no iba a permitir que sufriera la misma injusticia que yo padecí, no solo lo mandé a mi alma mater a estudiar, sino que lo hice Chef de la estación de guarniciones. Así fue que ganamos para Les Dix la primera estrella Michelin y tuvo tal poder que me convirtió a mí también en estrella. Periodistas y reporteros me buscaban hasta debajo del carro para conseguir una exclusiva con la Chef mexicana, como me llamaban. Entre ellos, una reportera de origen español que trabajaba para Ms. Magazine, una revista de corte feminista. Su nombre era Solene y en sus ojos color océano encontré una ferocidad que me recordaba mucho a la de Valentina, eso y el poder hablar español con alguien, fueron razones suficientes para que accediera a entrevistarme con ella. La exclusiva tuvo lugar en la cava de Les Dix; las preguntas iban desde los obstáculos que enfrenté en mi vida profesional como mujer, hasta si tenía pareja. En medio de la interviú, cuando las preguntas hacían cada vez menos sentido, Solene intempestivamente apagó su grabadora, cerró su libreta y me confesó que todo era una maquinación para pasar un rato conmigo. Y como el paso de los años no mermó mi irremediable debilidad por los episodios cursis, nos pedí una botella de un Merlot finísimo y pasamos una romántica velada. Solene resultó ser un poco más brava (¿o interesante?) de lo que en principio aparentaba. Aunque era cierto que trabajaba para Ms. Magazine, no lo hacía como reportera, sino como secretaria. Ella dedicaba su pasión a encabezar un movimiento pro mujeres que luchaba en contra de la violencia de género y que pretendía acabar con las injustas diferencias salariales entre hombres y mujeres aun cuando hacían el mismo trabajo. No lo admití de inmediato, pero esa misma noche me enamoré de esa fiera mujer que tanto me recordaba a Valentina. También me volví la benefactora más importante de Femen, el movimiento que ella encabezaba.

Solene y yo nos hicimos novias a las pocas semanas de la cena, y algunos meses después, ella y su gato se mudaron a mi pequeño departamento en un moderno edificio de la calle Rue du Tunnel. Siempre había preferido a los perros, pero el curioso felino acabó por conquistar mi corazón, sospechaba que había adivinado mis preferencias perrunas, así que se comportaba como uno, me seguía por todas partes imitando una especie de ladrido y cuando le hablaba se acercaba de inmediato. Bajo el mismo techo, Solene constantemente insistía en que tomara un rol más activo en el movimiento. “Una Chef hermosa y con tu prestigio sería la imagen perfecta de Femen”, me decía tiernamente después de hacerme el amor. La pilla utilizaba cualquier truco para convencerme, sin embargo, yo no me dejaba seducir por sus halagos. “Gasto miles de francos en el famoso movimiento, lo único que me falta es tener que dedicarle un tiempo que no tengo”, pensaba cada vez que rechazaba amablemente sus invitaciones. Tras un año de relación caracterizada por el exceso de erotismo y la falta de diálogo, surgieron una serie de vicisitudes entre nosotras. De un día para otro y sin avisarme, ella dejó la revista para dedicarse de lleno al movimiento, esa decisión provocó que además de mantener a Femen, ahora también tuviera que hacerme cargo de ella. Nunca se lo expresé, pero debo admitir que no me sentía de lo más cómoda con esa situación.

Tras la desaparición de una estudiante de psicología de la Universidad de Ginebra, Femen ganó muchos adeptos al organizar varios plantones y manifestaciones en las calles demandando su aparición. Con nuevos seguidores, el espectro de demandas de Femen se amplió a la promoción del día para la visibilidad del ciclo menstrual y la emisión de títulos profesionales que distinguieran entre licenciados y licenciadas. Mientras que a Solene le dio por reemplazar la letra “o” de las palabras con las letras “e” y “x” como marca de género, se la pasaba diciendo y/o escribiendo: “todes”, “todxs”, “amiges”, “chicxs”, “elles”, etcétera. Al principio me era divertido, el problema era que Solene estallaba en furia consigo misma cada vez que erraba en su nuevo lenguaje. Antes de que lo nuestro reventara, una tarde me llamó para invitarme a cenar a un nuevo restaurante, ubicado en la casa ocho de la calle Chemin de la Gravière,me dijo tenía que hablar conmigo de algo muy importante, y yo ingenuamente creí que se trataba de una disculpa.

Toqué la campana de la vieja casucha marcada con el número ocho, que de no ser por las luces en su interior hubiera jurado abandonada. Pasaron unos segundos y los pasadores de la puerta se deslizaron con dificultad a través de sus ranuras. La vieja puerta apenas cedió y entre el espacio que se abría, una simpática niña de unos doce años asomó su cabeza. “Hola Joanna, te estábamos esperando”, dijo mientras tomaba mi mano y me jalaba hacía al interior del inmueble. No opuse resistencia alguna. Atravesamos un angosto y mal iluminado pasaje hasta llegar a un cuarto totalmente obscuro donde el sonido de nuestras pisadas se tornó hueco. La niña se desprendió de mi mano y antes de que pudiera buscarla, una voz susurrante llamó por mi nombre: “Jo, por acá”. No era de la niña, era más grave y potente, y a la vez reconfortante e invitante, pero sobre todo, conocida. Estiré mi mano para alcanzar la de Solene y tan pronto lo hice, una decena de flashes de cámaras nos deslumbró por todos lados. Las luces de recinto se encendieron y con ayuda de ellas pude ver a Solene con esa sonrisa pícara que tanto me gustaba y a por lo menos a un centenar de personas que nos observaban desde un patio de butacas de un pequeño, pero repleto auditorio. A nuestras espaldas una pantalla gigante se encendió para mostrar una de las fotos que nos acababan de tomar cuando le entregaba mi mano, Solene lucía encantada mientras sonreía al público. De pronto su voz resonó por todo el auditorio a través de los parlantes: “Quiero presentarles a Joanna, una querida amiga que nos guiará en nuestra batalla en contra del patriarcado. ¡Recibámosla con muchos ovarios hermanas!”, La audiencia, en su mayoría mujeres, aplaudió frenéticamente zarandeando los pañuelos verdes amarrados a sus muñecas. En medio de los gritos y aplausos quedé petrificada. Su discurso continuó, pero yo no pude escucharlo, solo podía observar las pancartas que colgaban de las paredes del auditorio: “Femen”, decían todas. Solene soltó mi mano y puso un micrófono en ella. De inmediato me preguntó sobre los obstáculos que el machismo había puesto en mi vida. En sus ojos brillaba fuego y violencia, pero ningún tipo amor. Que distinta era esta mujer a Valentina, ¿cómo pude no haberme dado cuenta? Dejé caer el micrófono al piso y con el sonido de estática de fondo, salí del recinto.

Al día siguiente las pertenencias de Solene estaban perfectamente empacadas afuera de mi departamento, todas salvo Chester, el gato blanco y anaranjado que se comportaba como perro se quedó conmigo. Pasaron algunos meses y entonces tomé dos decisiones cruciales en mi vida: primero, hice a Benjamin Chef Principal de Les Dix, y segundo, regresé a México, por supuesto acompañada de Chester, donde inauguré un nuevo restaurante al que llamé “Las Diez”. Desde entonces hemos ganado diversos galardones gastronómicos y estoy segura que si la certificación Michelin existiera en México, ya hubiéramos ganado las tres estrellas.

Mientras recordaba esto pensaba en lo que me gustaría compartir con Valentina. Mi vida, como la de todos, había estado llena de pruebas y retos. Sin duda había tenido que luchar duro y como diría Solene: “hay que echarle ovarios”, pero sobre todo yo creía que había que echarle trabajo, perseverancia y cabeza.

Eso y más le contaría a Valentina cuando nos reencontráramos.

CONTINUARÁ…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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