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martes, abril 23, 2024

El Favorito de la Fortuna

Desde la proa de la nao1 Santa María, Cristóbal Colón observó la estrella espiga a través del índice, a treinta grados en la escala graduada de su astrolabio, anunciando con ello que eran las veintidós horas con veinte minutos. Claro que si la medición la hubiera hecho desde la popa, hubiera anunciado las veinte horas con veinte minutos. Saber las horas en esas circunstancias era tan innecesario que ni siquiera se molestó en pregonarlas, pero tenía que lucir ocupado frente a sus hombres… a todas horas.

En Portugal, diecisiete años atrás, una embarcación cargada de oro se hundió cerca de la Isla Madeira a causa de una fuerte tormenta y de una extraña enfermedad que había menguado a su tripulación. Los madeirenses esperaron ansiosos en la playa a que las olas trajeran consigo cofres llenos de oro que venía en tamaños, formas y con inscripciones jamás vistas; aunque poco parecía interesarles el origen de la mercancía. Y mucho menos interesados estaban en el único sobreviviente de la embarcación que yacía en la arena suplicando por ayuda. “No se acerque a él. Está embrujado”, le dijo una anciana a Cristóbal Colón, quien maldecía su suerte por llegar tarde al banquete de oro, auspiciado por la diosa Fortuna.

En el cuerpo del desafortunado marinero se asomaban llagas y sarpullidos por todos los huecos que las finas prendas de algodón no le cubrían; síntomas de la mortal sífilis. “¿O era el capitán de la nave naufragada o era un marinero con muy buen gusto por la moda?”, pensó Cristóbal mientras hurgaba en los bolsillos del pantalón del marinero, que estaban vacíos. De pronto el desafortunado hombre se incorporó bruscamente en la arena y sujetó a Cristóbal de la muñeca.
– Mi Capitán, lo voy a sacar de aquí – le dijo Cristóbal más sorprendido que asustado.
–¿Eres tu Botello? – balbuceó el hombre mientras fijaba sus ojos en los de Cristóbal.
– Sí, soy yo – respondió Cristóbal, que sospechaba que el hombre había perdido la vista y orgulloso de haber atinado su rango de capitán.
– Tienes que conseguir otra nave para llevarnos de regreso al paraíso.
– ¿Pero cómo mi Capitán? Perdimos todo el oro y sólo usted sabe cómo llegar ahí.
– Usando los mapas de Toscanelli, navegaremos con dirección a Cipangu2, ahí se esconden esas tierras en medio de lo que él describe como océanos occidentales. Ahora sácame de aquí y llévame con un médico – le ordenó a Cristóbal.
– Claro – le dijo Colón mientras rodeaba el cuello del capitán con su mano derecha y con la izquierda le tapaba la boca.
Murió en cuestión de segundos.

Cristóbal deambuló por la playa el resto el día, buscando más sobrevivientes de la embarcación dirigida por Alonso Sánchez de Huelva, que pudieran develar el origen de ese extraño tesoro, para silenciarlos a todos. Llegaron cuatro más.

Ahora, hace más de dos meses que Cristóbal y su tripulación navegan el mar Atlántico, partieron en tres embarcaciones, una nao y dos carabelas3, estas últimas eran la La Niña y La Pinta, desde el Puerto de Palos de la Frontera4 con rumbo a occidente para llegar a las Indias Orientales, ruta que aseguró a los reyes de Castilla, Fernando e Isabel y a los incrédulos inversionistas, sería mucho más corta que la de la costa africana y les permitiría burlar a los otomanos que desde hace años privaban a Europa de las riquezas del lejano Oriente. La Corona española encausó la misión, pero los particulares la financiaron, así la Corona no corría ningún riesgo si la empresa fracasaba; en cambio, si la proeza era exitosa, cabía posibilidad de lograr ganancias para amabas partes. Sin embargo, ya habían pasado más de treinta y dos días desde que Colón y sus hombres vieran tierra por última vez en las Islas Canarias. Los ánimos estaban por los suelos. Colón se maldecía constantemente por no insistir en llevar clérigos y soldados a bordo de las embarcaciones: los primeros para motivar a la tripulación con la palabra de Dios y los segundos, por si la motivación con palabras resultaba insuficiente, “ahora resulta que hasta los malditos calefateros están al borde del motín”, pensó desairado mientras guardaba el astrolabio en su bolsillo. Tan sólo esperaba que en las carabelas capitaneadas por los hermanos Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón las cosas lucieran mejor, pero no era así. Como consecuencia de lo anterior, Colón estaba siempre cerca del judío Luis de Torres, no por su habilidad con las lenguas árabe y hebrea, que pensó sería útil para hablar con el Gran Kan si alguna vez lo encontraban, sino por su talento con la espada. Tampoco perdía de su vista a Rodrigo de Escobedo, quien fue el escribano designado por la Corona de Castilla para custodiar el pergamino en el que constaban los privilegios concedidos a Colón en la Capitulación de Santa Fe si la empresa era exitosa y que una vez firmado por el fedatario, harían de Colón almirante de la mar y gobernador de todas las tierras descubiertas. Ellos dos eran sus mejores aliados o más bien… los únicos.

Mientras tanto, en la carabela La Niña un marinero de origen portugués no podía dormir a causa de un molesto mosquito que lo intentaba picar en el cuello. Lo aplastó de un manotazo y siguió tratando de conciliar el sueño. Le pareció irrelevante.

El mapa de Toscanelli de 1474 únicamente incluía los países coloreados en amarillo.

 

  1. Embarcación de tres mástiles dotadas de velas cuadras y castillos en popa y proa. Ideal para exploraciones y con capacidad de carga de doscientas a trescientas toneladas.
  2. Japón
  3. Embarcación muy similar a la nao pero más pequeña (capacidad de 100 toneladas). Se caracterizaba por ser rápida.
  4. Provincia de Huelva en Andalucía, España.
Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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