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jueves, abril 18, 2024

El mata querubines (parte I)

La escena del crimen fue un autobús escolar en las afueras de Cuajimalpa en la Ciudad de México: ocho niños asesinados a plena luz del día.

Las investigaciones (inicial y complementarias) fueron resueltas por el juez de control con prontitud. En realidad no había mucho que indagar, Yosgart López, quien fuera conductor del autobús desde hace más de doce años, entró a la sala de urgencias del Hospital Materno Infantil cargando en sus brazos el cuerpo de una niña, la que confesó haber matado. Los demás cuerpos estaban en el camión junto con el arma homicida, una escopeta semiautomática tipo Remington con sus huellas sobre ella.

Se hablaba del caso en prensa nacional e internacional, a Yosgart lo conocían mundialmente como el Mata Querubines; referencia angelical que aludía al cristianismo bautista, religión que él profesaba y que irónicamente prohíbe la adoración y veneración de ángeles. La ciudad estaba patas arriba: se suspendieron los servicios de transporte escolar en tanto se comprobaban los antecedentes penales de los choferes; los capitalinos, para representar el sentimiento de luto que los afligía, llevaban en sus atuendos un crespón negro en forma de ocho, e incluso, presidentes de diversas naciones expresaron su pésame a las familias de los difuntos y condenaron los actos de violencia. Los detectives ministeriales aprovecharon los reflectores mediáticos para jactarse de haber resuelto el homicidio más sonado del año en términos del diecisiete constitucional: pronta y expeditamente. En entrevistas y ruedas de prensa daban enredadas explicaciones que hacían sonar más complicado el caso de lo que realmente era. Lo que sí era cierto es que Yosgart sería sentenciado de por vida a una prisión de alta seguridad, seguramente la del Altiplano en el Estado de México, donde los demás reos se encargarían de ejecutar la sentencia de muerte que el juez no podría dictar, según el veintidós constitucional.

Por su apariencia, Yosgart sería incapaz de matar una hormiga, lucía un pantalón de mezclilla abrochado hasta el ombligo y amarrado con un cinturón café trenzado que combinaba con sus zapatos perfectamente lustrados; usaba una camisa blanca tipo polo abrochada hasta el cuello y fajaba con pulcritud. Su cuerpo era flaco y largo; caminaba cabizbajo con lentitud, como si cargara con su pesada cabeza, pero siempre la levantaba para mirar a su interlocutor a los ojos. Era casado y padre de dos hijos mellizos, niña y niño, ambos universitarios. Hacía labores en la iglesia bautista, desde repartir panfletos hasta leer pasajes bíblicos en celebraciones. Cuando se entregó llevaba consigo un viejo diario forrado en piel. En él anotaba reflexiones diarias acompañadas de sus versículos bíblicos favoritos, los que por cierto susurraba como merolico en el cuarto de interrogación. Su piel había palidecido tanto que combinaba con la de la niña que llevaba en sus brazos, como verdosa. Tenía la voz entrecortada y las manos le temblaban tanto que podía tocar una matraca. Todo esto fue irrelevante en las indagaciones, salvo para el detective Mauricio Taracena, quien no creía que un feligrés de cincuenta y pico años se levantara un martes por la mañana con el deseo irremediable de matar chamacos. “El argumento de esos son los más locos no es suficiente para achacar semejante acto a un hombre”, explicaba a sus colegas, quienes lo tachaban de necio.

De aspecto descuidado y terco como mula, eran las dos principales características que describían al detective Taracena, quien pese a sus orígenes altoaburguesados, optó por una carrera policial en lugar de convertirse en psiquiatra como sus padres deseaban. Era joven, treinta y cinco años, pero su cabello castaño ya pintaba algunas canas y era tan largo que le llegaba a los hombros, donde permanecía inmóvil y con apariencia húmeda, esto gracias a una costosa cera para cabello. Sus ojos eran negros, pero su mirada era clara como el agua, resaltaba entre sus protuberantes pómulos y quijada ancha. En el trabajo vestía de traje, pero lo combinaba con tenis deportivos de suela abultada y diseño extravagante. Eso y el faldón de su camisa que siempre se asomaba desde la espalda inferior del saco, eran el sello particular del detective.

Mauricio repasó de nuevo la evidencia; sin leer nada en particular ojeó el diario de Yosgart, pasaba de hoja en hoja hasta que se dio cuenta que la letra y tinta cambiaban, ya no eran de molde ni negra, sino cursiva y roja. Podría tratarse de un cambio insignificante de pluma y estilo, pero Mauricio era obstinado y se puso a leer cada palabra. La última entrada antes del cambio era enigmática, relataba un viaje de peregrinación a las sierras michoacanas. Yosgart y demás feligreses se habían adentraron en las profundidades de la sierra Madre y dieron con una casa que habitaba un viejo arqueólogo que agonizaba y que ahora buscaba el perdón de todos los dioses por un pecado que nunca quiso confesar. Según el diario, en su lecho de muerte, el viejo pidió a los misioneros quemar la casa hasta los cimientos con todo lo que había en ella, incluyendo su cuerpo; deseo que cumplieron, pero sólo después de llevarse hasta la última cuchara. Entre las reliquias profanadas estaba el espejo sobre el que Yosgart tanto escribía en su diario. Era ovalado y de bronce; con inscripciones en su contorno en tres lenguas distintas: jeroglífico, demótico y griego, todas imperceptibles por el desgaste del uso y tiempo. Había una cuarta inscripción tallada nítidamente al reverso del espejo, cuya lengua Yosgart no reveló en el texto de su diario. Sólo escribió que era roja como la sangre.

 

Continuará…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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