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jueves, marzo 28, 2024

El mata querubines (partes I y II)

La escena del crimen fue un autobús escolar en las afueras de Cuajimalpa en la Ciudad de México: ocho niños asesinados a plena luz del día.

Las investigaciones (inicial y complementarias) fueron resueltas por el juez de control con prontitud. En realidad no había mucho que indagar, Yosgart López, quien fuera conductor del autobús desde hace más de doce años, entró a la sala de urgencias del Hospital Materno Infantil cargando en sus brazos el cuerpo de una niña, la que confesó haber matado. Los demás cuerpos estaban en el camión junto con el arma homicida, una escopeta semiautomática tipo Remington con sus huellas sobre ella.

Se hablaba del caso en prensa nacional e internacional, a Yosgart lo conocían mundialmente como el Mata Querubines; referencia angelical que aludía al cristianismo bautista, religión que él profesaba y que irónicamente prohíbe la adoración y veneración de ángeles. La ciudad estaba patas arriba: se suspendieron los servicios de transporte escolar en tanto se comprobaban los antecedentes penales de los choferes; los capitalinos, para representar el sentimiento de luto que los afligía, llevaban en sus atuendos un crespón negro en forma de ocho, e incluso, presidentes de diversas naciones expresaron su pésame a las familias de los difuntos y condenaron los actos de violencia. Los detectives ministeriales aprovecharon los reflectores mediáticos para jactarse de haber resuelto el homicidio más sonado del año en términos del diecisiete constitucional: pronta y expeditamente. En entrevistas y ruedas de prensa daban enredadas explicaciones que hacían sonar más complicado el caso de lo que realmente era. Lo que sí era cierto es que Yosgart sería sentenciado de por vida a una prisión de alta seguridad, seguramente la del Altiplano en el Estado de México, donde los demás reos se encargarían de ejecutar la sentencia de muerte que el juez no podría dictar, según el veintidós constitucional.

Por su apariencia, Yosgart sería incapaz de matar una hormiga, lucía un pantalón de mezclilla abrochado hasta el ombligo y amarrado con un cinturón café trenzado que combinaba con sus zapatos perfectamente lustrados; usaba una camisa blanca tipo polo abrochada hasta el cuello y fajada con pulcritud. Su cuerpo era flaco y largo; caminaba cabizbajo con lentitud, como si cargara con su pesada cabeza, pero siempre la levantaba para mirar a su interlocutor a los ojos. Era casado y padre de dos hijos mellizos, niña y niño, ambos universitarios. Hacía labores en la iglesia bautista, desde repartir panfletos hasta leer pasajes bíblicos en celebraciones. Cuando se entregó llevaba consigo un viejo diario forrado en piel. En él anotaba reflexiones diarias acompañadas de sus versículos bíblicos favoritos, los que por cierto susurraba como merolico en el cuarto de interrogación. Su piel había palidecido tanto que combinaba con la de la niña que llevaba en sus brazos, como verdosa. Tenía la voz entrecortada y las manos le temblaban tanto que podía tocar una matraca. Todo esto fue irrelevante en las indagaciones, salvo para el detective Mauricio Taracena, quien no creía que un feligrés de cincuenta y pico años se levantara un martes por la mañana con el deseo irremediable de matar chamacos. “El argumento de esos son los más locos no es suficiente para achacar semejante acto a un hombre”, explicaba a sus colegas, quienes lo tachaban de necio.

De aspecto descuidado y terco como mula, eran las dos principales características que describían al detective Taracena, quien pese a sus orígenes altoaburguesados, optó por una carrera policial en lugar de convertirse en psiquiatra como sus padres deseaban. Era joven, treinta y cinco años, pero su cabello castaño ya pintaba algunas canas y era tan largo que le llegaba a los hombros, donde permanecía inmóvil y con apariencia húmeda, esto gracias a una costosa cera para cabello. Sus ojos eran negros, pero su mirada era clara como el agua, resaltaba entre sus protuberantes pómulos y quijada ancha. En el trabajo vestía de traje, pero lo combinaba con tenis deportivos de suela abultada y diseño extravagante. Eso y el faldón de su camisa que siempre se asomaba desde la espalda inferior del saco, eran el sello particular del detective.

Mauricio repasó de nuevo la evidencia; sin leer nada en particular ojeó el diario de Yosgart, pasaba de hoja en hoja hasta que se dio cuenta que la letra y tinta cambiaban, ya no eran de molde ni negra, sino cursiva y roja. Podría tratarse de un cambio insignificante de pluma y estilo, pero Mauricio era obstinado y se puso a leer cada palabra. La última entrada antes del cambio era enigmática, relataba un viaje de peregrinación a las sierras michoacanas. Yosgart y demás feligreses se habían adentraron en las profundidades de la sierra Madre y dieron con una casa que habitaba un viejo arqueólogo que agonizaba y que ahora buscaba el perdón de todos los dioses por un pecado que nunca quiso confesar. Según el diario, en su lecho de muerte, el viejo pidió a los misioneros quemar la casa hasta los cimientos con todo lo que había en ella, incluyendo su cuerpo; deseo que cumplieron, pero sólo después de llevarse hasta la última cuchara. Entre las reliquias profanadas estaba el espejo sobre el que Yosgart tanto escribía en su diario. Era ovalado y de bronce; con inscripciones en su contorno en tres lenguas distintas: jeroglífico, demótico y griego, todas imperceptibles por el desgaste del uso y tiempo. Había una cuarta inscripción tallada nítidamente al reverso del espejo, cuya lengua Yosgart no reveló en el texto de su diario. Sólo escribió que era roja como la sangre.

Parte II

A partir de ahí el diario se volvía confuso, estaban los versículos de Jeremías y Mateo, pero también estaban las frases en latín regadas por las hojas sin ningún orden; como una conversación escrita entre dos personas: una poderosa y otra sumisa. Ahora que lo pensaba, entre las pertenencias de Yosgart no había ningún espejo. Para Mauricio era claro…, el caso no estaba cerrado.

Días antes de la audiencia inicial en la que se acusaría formalmente a Yosgart por el homicidio de ocho niños, Mauricio se entrevistó con la esposa del todavía presunto homicida, Mariela Pescador. La entrevista fue en su casa en la colonia Memetla, donde vivían los consortes con sus hijos y un perico. Aunque de fachada humilde, por dentro la casa lucía inmaculada. En las paredes blancas no colgaban crucifijos, cuadros ni fotos, apenas una biblia que reposaba sobre un atrio adornaba la casa. Mariela caminaba con un bastón de madera para compensar la cojera en su pierna izquierda; razón por la que conociera a Yosgart veinte años atrás, cuando ella rezaba por un milagro que remediara la dismetría en sus piernas. Dios no le concedió ese milagro, pero a cambio le dio un buen esposo y dos hijos que se distinguían tanto en la escuela como en la iglesia. Mariela había tomado con calma el asunto de los asesinatos, parecía más consternada por los reporteros reunidos en su patio, que por el funesto hecho que le achacaban a su marido.

—Ya les he dicho mil veces que ese hombre no es mi esposo. Él nunca volvió de Michoacán—, explicó la mujer al detective, quien odiaba enfrascarse en discusiones pueriles.

—Sólo quiero saber dónde aprendió Yosgart latín—, preguntó Mauricio.

—Mi Yosgart jamás ha hablado ningún otro idioma que no sea el español—, sentenció la mujer. El detective dio por concluida la entrevista.

Mauricio se subió a su vehículo, una  Jeep Wrangler negra en la que sólo la torreta de sirenas revelaba su propósito policial. Frente al volante, se acordó de la escena del crimen, el camión escolar en el que Yosgart había matado a los niños. Sabía que debería volver a verlo, pero es que de sólo recordar al equipo forense retirando en pequeñas bolsas los cuerpos, una sensación de frio se apoderaba de su cuerpo. El procedimiento había tomado más de lo habitual por el desmembramiento de cabezas, piernas y brazos ocasionado por el grueso calibre de la escopeta. Era en verdad un rompecabezas infantil. Sin pensarlo más Mauricio se dirigió al lote de autos donde estaba el camión incautado.

Recorrió el camión de lado a lado, la sangre y demás órganos que no habían sido removidos de pisos y ventanas se descomponían espantosamente en la cálida humedad retenida. Vapores flotaban y picaban en su nariz, penetraban su piel y Mauricio creía entrever en los humos las almas de los niños intentando salir sin éxito por las ventanas. Para evitar un ataque de pánico, Mauricio buscó sentarse, pero en los bancas había rastros de sangre y demás restos humanos. El único lugar limpio era el asiento del conductor. Sentado en él inhaló y exhaló esperando rencontrar la compostura que se le había ido. “Pero querías ser detective verdad pendejo”, se dijo a regañadientes. Luego bajó la visera del parabrisas para buscar un espejo de vanidad, pero cuando lo hizo un objeto metálico cayó al suelo haciendo eco en todo el vehículo. Mauricio se estiró cuan largo entre los pedales y lo alcanzó. Era el espejo. Su cara todavía se reflejaba a través del viejo bronce. También estaban las inscripciones gravadas en jeroglífico, demótico y griego, tal y como las describió Yosgart en su diario: desgastadas, pero legibles. Y al reverso, estaba también esa cuarta inscripción sobre la que tan poco había escrito. Sin duda más reciente que las anteriores:

Flammas eius lucifer matutinus inveniat:
Ille, inquam, lucifer, qui nescit occasum:
Christus Filius tuus,
qui, regressus ab inferis, humano generi serenus illuxit,
et tecum vivit et regnat in saecula saeculorum.

Mauricio no sabía latín, pero no lo necesitaba para entender que era una oración al ángel caído. Lucifer. Eso y la tétrica escena a su espalda fueron las razones por las que no continuó con su lectura. Sin embargo, todo en la inscripción le era familiar: los trazos, la letra, el color rojo. De pronto entendió que quien escribió sobre ese espejo, también lo hizo en el diario de Yosgart. Guardó el espejo en un pañuelo y se lo llevó. Debía enseñárselo a Gibran.

Gibran Jalife era un viejo amigo de la preparatoria del Instituto Cumbres. Su amistad surgió a causa de la segregación entre sus compañeros: Mauricio, por su actitud sombría, y Gibran, por su físico corto y regordete; piel blanquecina y por ser monaguillo. Además víctima de un extraño padecimiento que le provocaba ansiedad al ver su imagen reflejada en cualquier objeto. A Mauricio y Gibran los unían dos eventos de gran importancia en sus vidas: primero, el examen final de teología en el que Gibran resolvió su evaluación y la de Mauricio, haciendo de ellos los mejores calificados en el salón, y segundo, la noche de celebración en la Calzada de Tlalpan —también conocida como la costera del amor— donde ambos perdieran la virginidad con la misma mujer de nombre Esmeralda. Sus caminos se separarían poco tiempo después. Al graduarse, Mauricio estudió criminología en la universidad Pablo de Olavide en Sevilla, mientras que Gibran se unió al seminario de los Legionarios de Cristo en Monterrey, ahí pasó cuatro años, pero nunca se ordenaría sacerdote. Su salida del seminario fue controversial; aunque la justificó con el amor de una mujer, sus más allegados sospechaban que eran los escándalos entorno a su ídolo Marcial Maciel (abusos sexuales, pederastia e hijos secretos), los que le arrebataron la sotana. En fin, Gibran ahora se dedicaba a la academia y era un reconocido filólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Mauricio quería saber más sobre ese espejo y estaba seguro que su amigo lo volvería ayudar.

Continuará…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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