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jueves, abril 25, 2024

La deuda de Eva

Apenas unas semanas antes de la graduación, Felipa, la señora que ayudaba en los quehaceres domésticos en casa de mis padres, me encontró vomitando por tercera vez en el baño; eso y mi inusual apetito, le hicieron sospechar de mi embarazo. Cuando me preguntó por supuesto lo negué, pero la mujer había tenido doce chamacos, experiencia no le faltaba, eso era seguro. Una noche regresando de las clases con la señora Kumon, encontré debajo de mi almohada una nota: “Aquí te pueden ayudar. Pregunta por José”, decía. No estaba firmada, pero reconocí la letra y faltas de ortografía de Felipa. De tal modo que un día después de la fiesta de graduación, vacié la cartera de mi padre y tomé un camión foráneo rumbo a Zamora de Hidalgo, en Michoacán. Una vez ahí, abordé una combi que, tras cuatro escalas y el mismo número de horas, me trasladó a Cotija de la Paz, ahí estaba el lugar en donde podrían ayudarme. Se trataba de una maltrecha clínica rural llamada Anastasio Bustamante. A la mujer que estaba en la recepción le pedí por José, ella ni siquiera se molestó en preguntar quién lo buscaba. José, además de ser hijo de Felipa, resultó que trabajaba como enfermero durante el día y como médico abortista por las noches. Eso sí, el pago de cinco mil de pesos tenía que ser por adelantado. Le ofrecí los tres mil que me quedaban y los tomó sin protesta. Me dio algunas instrucciones previas a la operación: “reposo y ayuno durante doce horas” dijo. Luego me llevó a casa de una vieja señora en el pueblo, ahí tendría que esperarlo hasta que llegara el anochecer, momento en el que vendría a buscarme.

Conciliar el sueño en esas circunstancias me fue imposible. Era impulsiva, pero no idiota, sabía que José no era ningún médico y que en medio de ese lugar no habría mucho que hacer si algo salía mal. El miedo de dejar mi vida en manos de ese hombre me abrumaba, pero nunca dudé sobre la decisión que había tomado, así que busqué una distracción. A través de los huecos de la pared de adobe de la habitación, observé a un niño de unos once años que sufría con su tarea de matemáticas, vaya que yo conocía esa sensación. Salí de mi habitación y caminé lentamente hacia él; su abuela me observó sin disimulo, pero no hizo, ni dijo nada. Ayudé al chamaco con sus deberes y a cambio, él me ayudó con mi espera, fue un buen trato. El nombre del chamaco era Jehsu y el de la señora, Doña Rosa; esta última, complacida con la ayuda proporcionada al niño, me invitó acompañarlos a cenar, bueno, a verlos cenar. Ella y varias generaciones de su familia se habían dedicado a la siembra y cosecha de cebada maltera, de cuya venta apenas vivían, por lo que ella también se dedicaba a cuidar a mensas como yo. Cuando terminó la cena, me llevó a conocer su verdadera pasión: un pequeño vivero alzado en el patio. Llamó mi atención una peculiar planta en forma de capullo cubierta de espinas. “Se llama estramonio”, me dijo al ver mi mirada fija en ella, pero antes de que pudiera continuar con su explicación, fuimos interrumpidas por José. Había llegado la hora. Estramonio, ese era el nombre de la planta, jamás lo olvidaría.

Los recuerdos en la clínica Anastasio Bustamante me son opacos y hasta borrosos, apenas recuerdo la anestesia, la mirada esquiva de José quien observaba con demasiado detenimiento mi entrepierna; la deslumbrante lámpara que además de iluminar me calentaba como horno; el sonido de los instrumentos chocando con el metal de la mesa. Luego estaba la sensación de humedad que empapaba mis muslos y espalda, esta fue seguida del frío, era helado. Nunca hubo dolor, pero sabía que me moría. Por la ventana de la clínica, se asomaron los curiosos de ojos Jehsu, que tan pronto encontró mi mirada salió corriendo. Fue bueno convivir con ellos antes de morir, pensé antes de caer inconsciente.

Desperté algunos días después en el cuarto de un hospital de verdad. Lo primero que vi fue a Doña Rosa, le pregunté si estaba hecho y ella contestó con un lento, pero claro movimiento de cabeza que lo confirmaba, luego me dijo: “descansa, tienes que recuperar fuerzas antes de volver a casa”. No le respondí porque caí nueva y profundamente dormida. El sueño que tuve fue tan nítido como la realidad, estaba protagonizado por una niña de ojos y cabello obscuro, como los míos. Era una niña que ya no existía. En ese momento entendí que había contraído mi primera deuda con el destino… la muerte de mi hija.

Doña Rosa jamás me explicó cómo llegué a ese hospital, pero tengo la certeza que esa noche salvó mi vida. Jamás entendí porqué lo hizo. Pasé una semana en cama y luego estuve en su casa. Estaba tan débil que ni siquiera le podía pagar con mi trabajo en el campo de cebada, y como le juré que si no me distraía con algo me iba a desagarrar las entrañas, me encontró algo que hacer: observar, vaya trabajo. Así fue que una mañana observé como pagarle a Rosa todo lo que había hecho por mí. Descubrí que la cebada que ella y su familia sembraban, la vendían siempre a la misma persona, un señor de bigotes largos y cabellera corta. “¿Será narco este güey, o por qué le irá tan bien?”, me preguntaba cada vez que llegaba en una camioneta nueva. Resulta que el señor Don Abusado, compraba la cebada de los pobladores y la revendía a una cervecera por el cuádruple de lo que le había costado. Lo único que tuve que hacer fue darles el pitazo a los del departamento de compras de la empresa y ellos hicieron el resto.

Dentro de mi nueva descripción de trabajo, también estaba observar las plantas, pasaba horas en el vivero y cuando finalmente me recuperé, Doña Rosa me enseñó todo lo que debía saberse sobre ellas. Después de unos años con ella, con su paz y su amor por las plantas, pensé que volvería a ser la de siempre, pero no fue así, mi corazón se había tornado negro. Al fondo del vivero seguía esa planta, su capullo se había abierto y expedía un olor nauseabundo. No sé aún porque, pero llegué a la conclusión qué si la venganza pudiera oler, sin duda olería a Estramonio.

Mi vida en el campo fue larga, doce años. Tras la muerte de Rosa, a quien sepulté en su vivero para que pudiera seguir rodeada de sus plantas, regresé a la ciudad. No para asentarme, sino para encontrarlo a él, a Tololo. Descubrí que se había ido lejos, muy lejos, pero no lo suficiente. Encontré a algunos viejos seguidores del Partido Obrero Socialista, la mayoría ni me recordaba, aun así, me dieron pistas para encontrarlo en la provincia de Temuco, en la Región de la Araucanía, en Chile. Hasta allá fui a buscarlo, ahora se dedicaba a un nuevo partido político, ésta vez a favor de la autonomía del pueblo mapuche, el movimiento se llamaba Wallmapuwen. Lo seguí a través de las veintiún comunas de la Región, en diversas ocasiones toqué su mano y cruzamos miradas coquetas, pero jamás me reconoció. Tras siete meses de gira, una noche en el bosque de Lautaro convencí a Junior, un gordito de ojos saltones que la hacía de su secretario personal y guardaespaldas, que me dejará esperar al Tololo en su cabaña para pasar la noche con él, el gordito, seguro que a su jefe le gustaría la sorpresa, accedió a dejarme entrar no sin antes checar que no llevara armas ni grabadoras. Para mi fortuna, a Junior le pareció irrelevante la planta en forma de capullo que llevaba en mi bolso. Tololo, el hombre que había arruinado mi vida, murió a los pocos minutos de haber probado su whisky, supongo que no notó el sabor de los cinco gramos de estramonio que lo endulzaba. Esperé unas horas a un costado de su cuerpo ya tieso y tras unos sutiles, pero perceptibles gemidos, dejé el cuarto que seguía siendo custodiado por Junior, a quien advertí que su jefe tendría que dormir después de aquella noche. Junior se rio y me miró con malicia. Nadie notó la muerte de su líder hasta el día siguiente, para ese entonces yo ya estaba en Santiago de Chile a punto de abordar un avión de regreso a la Ciudad de México.

En el avión me percaté que el sentimiento de triunfo y paz habían desaparecido, eso me sorprendió y asustó, yo suponía esa paz me duraría para siempre. ¿Por qué había sido entonces tan fugaz e imperceptible? Me costó admitirlo, pero el nuevo crédito otorgado por el destino no había rendido frutos y yo ya le debía dos vidas: la de mi hija y la de su padre.

Pasó todo un año antes de que considerará que la solución a mi desdicha tal vez sería por caminos muy distintos a los que había usado hasta entonces. Fue cuando apareció Lucía, me gusta pensar que fue Doña Rosa quien la puso en mi camino, Lucía era una niña de ocho años que había sido trasladada a cuatro orfanatos distintos en el país, algunos decían que porque era demasiado alta y flaca para su edad y otros porque era malvadamente astuta, nada de lo que me dijeron sobre ella me hizo cambiar de opinión. Inicié el burocrático proceso de adopción e hice de ella mi hija y ella hizo de mí su madre. Nos fuimos a vivir a un pequeño rancho en la Huasca en Hidalgo, lo suficientemente cerca de una ciudad para que ella pudiera asistir a una escuela privada, yo estaba determinada en que estudiara una carrera universitaria. A Lucía le encantaba cocinar, vaya hasta le preparaba bocaditos de atún a los perros y gatos callejeros, eso y otras cosas en ella me hacía recordar a mi Jo, eran tan parecidas.

Ver crecer feliz a Lucía me hizo olvidar mi deuda con el destino, incluso hubo momentos en que la creí saldada, sin embargo, y como dicen muchos: “No hay fecha que no se cumpla, plazo que no se venza,ni deuda que no se pague”. A mí me llegó con el diagnóstico de melanoma, la causa, según los médicos, era la fuerte exposición a la luz solar durante mis días en el campo. Nuevamente iba a tener que abandonar a alguien muy amado, pero Lucía todavía no era lo suficientemente fuerte; antes de hacerlo, debía de encontrar a la primera persona que dejé atrás, tenía que encontrar a Jo. Ella era la única persona a la que le confiaría mi hija. “Que irónica es la vida”, pensé mientras tecleaba su nombre en Google, cuando aparecieron cientos de artículos sobre la exitosa Chef mexicana. No me sorprendí de su éxito, siempre supe que Jo era una fregona y que llegaría muy lejos. ¿Me habría perdonado? No lo sé, y no era importante, ahora lo único que importa era ella… mi Lucy.

CONTINUARÁ…

 

 

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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