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martes, abril 23, 2024

La domadora de elefantes (parte I y II)

Abrigada por la noche estrellada, se paseaba por el campamento militar cartaginés situado en la región italiana de Plasencia, a un costado del río Trebia. Caminaba entre las tiendas con ayuda de un bastón, el rostro cubierto por una capucha gris y con una túnica del mismo color. La vestimenta y el cuello encorvado hacían creer a los iberos y galos que se trataba de otro anciano que buscaba algo de comer entre las sobras y que se las había ingeniado para pasar inadvertido por los centinelas que custodiaban distraídos la entrada empalizada. Desde que aumentara el frío a la par de que escasearan los alimentos y pagos, la disciplina castrense de un ejercito, conformado en su mayoría por mercenarios —provenientes de diferentes regiones del mundo con costumbres e idiomas más distintos que otros— empezaba a flaquear, sobre todo al centro del campamento, donde los galos e iberos ya planeaban amotinarse en contra de la nación que los contratara, Cartago.

Entró a la tienda donde se encontraban las demás mujeres. No era común que ellas marchasen a la guerra, sólo lo hacían las esposas y amantes de oficiales de alto rango. Razón por la cual constantemente se especularan los motivos por los que la esposa del general, la princesa íbera Imilce no estuviera con ellas. Ella estiró su cuello cuan largo, dejó caer el bastón al piso, tiró de la capucha y con ello descubrió su joven rostro, que era tan negro como la noche que dejaba atrás. Sobre su cabeza no había ningún cabello, pero en su rostro resaltaban unas pobladas cejas negras que coronaban unos ojos azules tan grandes como el mar mediterráneo que bañaba las costas de su natal Numidia. Tenía la nariz levemente ancha y los labios sutilmente abultados; su nombre era Adama, aunque todos la conocían como la domadora de elefantes.

Varios años habían pasado desde que Adama dejara las costas de África en compañía de su esposo Chenik y cinco elefantes de guerra, que habían sido entrenados por ambos cónyuges y que fueran comprados por Cartago para unirse al ejercito que marcharía hacia Roma liderado por el general cartaginés Aníbal Barca. No era la primera guerra entre ambas naciones que constantemente se disputaban el control del mar mediterráneo. Veinte años atrás, Cartago, en ese entonces liderado por el padre de Aníbal, Amílcar Barca, fue derrotado por los romanos, esto tras la batalla de las Islas Egadas, en la que la flota romana del cónsul Cayo Lutacio Cátulo hundió más de doscientos barcos cartagineses, lo que derivó no sólo en la rendición de Cartago, sino en la firma de un tratado de paz que impusiera condiciones humillantes a los vencidos. De ahí el profundo odio que se arraigaba entre los cartagineses en contra de Roma.

Las cuestiones políticas poco importaban a Adama y Chenik, quienes su única labor en la vida era amarse y criar elefantes, a los que por cierto querían como los hijos que nunca pudieron tener. Sus elefantes eran sumamente inteligentes, habían sido entrenados para hacer trucos y hasta paseos, sin embargo, a raíz de la mermada economía cartaginesa, Adama y Chenik perdieron a la mayoría de sus clientes y con ello se vieron forzados en entrenar a sus cuasi hijos para lo que juraron jamás harían, la guerra. Se presentaron en el puerto militar de Qart Hadasht[1] con cuatro magníficos ejemplares y un quinto más pequeño de nombre Sirius. Las bestias abordarían enormes barcos y sus criadores los verían zarpar hacia las costas de Roma, no obstante, en el puerto no se veía ningún barco. Estaba vacío. Resulta que las sanciones económicas derivadas del tratado de paz con Roma implicaron que Cartago no pudiera reconstruir su flota, les explicó una espigado soldado africano.

¿Y cómo demonios piensan llegar a Roma? ¿Volando?, preguntó Chenik al soldado. En su voz se percibía una preocupación casi fraternal.

Llegaremos por el norte, a través de la cordillera de los Alpes—, respondió el soldado, luego exhaló. De sólo decirlo se sentía como un lunático.

Los cinco paquidermos de Adama y Chenik eran ejemplares asiáticos provenientes de India, más pequeños que los feroces africanos, pero más obedientes en el fulgor de la batalla. La guerra era excepcionalmente cruel con estas criaturas: no sólo tenían que soportar reducidas raciones de alimento y el filo de espadas, hachas y jabalinas enemigas, sino el flagelo y constante amenaza de sus jinetes, quienes llevaban consigo un martillo y cincel para atravesárselo por la espina dorsal en caso de que arremetieran en contra de los soldados incorrectos. No conformes con eso, en esta guerra además tendrían que enfrentar los gélidos climas de los Alpes y sus angostos desfiladeros. Un profundo sentimiento de tristeza se apoderó de ambos consortes, quienes con una lágrima en los ojos y tomados fuertemente de la mano, terminaron por ofrecerse como voluntarios en el ejército de noventa mil soldados de infantería, doce mil jinetes y cincuenta y ocho elefantes. El más grande que nadie hubiera visto. Nada ni nadie los detendría. Al menos eso es lo que los augures cartagineses predijeron cuando consultaron a la diosa de la luna Tanit.

Parte II

Era otoño de 218 a.C. Los soldados cartagineses avanzaban en hileras de cuatro por los angostos desfiladeros que conducían a través de los gélidos Alpes. Los desastres ocurrían con frecuencia; algunos propios de la naturaleza temperamental de las montañas, pero la mayoría orquestados por las tribus todavía fieles a la causa romana que habitaban alrededor del río Ródano y que conocían los secretos de aquellos montes a la perfección.

Un día que las nubes descendieron del cielo hasta esconder las cimas, piedras gigantes comenzaron a caer con inusual precisión sobre los cartagineses; como si los mismos romanos fueran quienes las arrojaran utilizando alguna novedosa arma de asedio. Los soldados poco pudieron hacer cuando escuchaban el sonido de algún proyectil surcando el aire. Sonido al que invariablemente seguía el crujir de huesos y armaduras contra la nieve. En aquella ocasión hombres y caballos encontraron refugio en los techos de delgadas paredes, pero los elefantes eran muy grandes. Los más afortunados murieron al instante al ser alcanzados por piedras cuyas dimensiones eran similares a las de su torso, pero desafortunadamente fueron los menos. La mayoría terminaron enterrados vivos bajo una pila de piedras ni tan grandes ni tan pequeñas. Su bramido agonizante estremecía hasta a los guerreros más valientes. La mortal lluvia terminó tan pronto las nubes se volvieron a los cielos, esclareciendo con ello el camino a través de los desfiladeros. En la retaguardia del ejército se podía observar al elefante indio Sirius que bramaba desesperado mientras se valía de patas y trompa para remover las rocas que cubrían a otro de su tipo. En la medida de sus posibilidades, lo ayudaban Adama y Chenik, pero fue muy tarde; las piedras quebraron las costillas del animal y estas habían perforado sus pulmones. Así fue la travesía por las montañas que duró quince días. De los cincuenta y ocho elefantes que partieron con el ejército desde Qart Hadasht, sólo veinte llegaron más allá de los Alpes, entre ellos Sirius.

Muy al norte de la península itálica, a un costado del río Tesino, se encontraron las caballerías cartaginesas y romanas en combate. Ésta apoyada por soldados de infantería armados con lanzas, conocidos como vélites y aquella por un elefante africano de nombre desconocido. La caballería cartaginesa, compuesta por jinetes iberos y baleares, cargó con auténtico estruendo aprovechando la ventaja del terreno alto. Los romanos, por su lado, posicionaron a los vélites como primera línea de combate; sus largas lanzas apuntaban al corazón de los caballos.

Entretanto, el resto de la caballería cartaginesa, la númida —la más rápida de todas y en la que cabalgaba Chenik— se escondió tras los árboles que rodeaban el campo de batalla; esperaban la señal de Aníbal para atacar los flancos de los desprevenidos romanos, quienes ignoraron sus alrededores por estar muy concentrados en la enorme bestia que se les venía encima a la misma velocidad que la de los caballos. Habían escuchado de ellas, pero jamás visto: cuatro metros de altura y siete de largo; cubierta por una gruesa piel grisácea acorazada con armadura; sus gruesas patas desplazaban a gran velocidad siete toneladas de masa corporal; entre sus grandes orejas se asomaban dos afilados colmillos de dos metros de largo, los que estaban cubiertos de objetos punzantes. Y si esto no fuera lo suficientemente aterrador, montados en su lomo, dos arqueros tensaban con fuerza las cuerdas de sus arcos, y un jinete —el mahout— golpeaba el lomo del animal con una vara en forma gancho llamada ankus.

Antes de que chocaran ambos ejércitos, los vélites colocados detrás de la primera línea de combate romana, arrojaron cientos de jabalinas que se concentraron con particular saña sobre el animal y no sobre los jinetes, lo que redujo sustancialmente los muertos entre los cartagineses, pero mató a los arqueros que montaban el lomo de la bestia e hirió gravemente al animal. Una decena de lanzas prendían de su lomo. Contraviniendo las instrucciones del mahout, desvió su curso de ataque a la izquierda, aplastando a varios jinetes aliados en el camino. Se dirigía sin control hacia los árboles donde los jinetes númidas —entre ellos Chenik— permanecían inmóviles, pero nerviosos por el elefante que se dirigía hacia ellos a gran velocidad y que atraía las miradas de los romanos a su escondite. Consciente de esto, el mahout no tuvo otra opción: atravesó la espina dorsal del elefante con el cincel. La bestia dobló las rodillas y cayó de bruces. Murió al instante.

Chenik observó la escena desconsolado, desmontó su caballo y corrió hacia el cuerpo del elefante para abrazarlo con un cariño casi paternal. Desde la retaguardia romana un joven decurión que comandaba un pequeño destacamento, observó la escena con atención, sobre todo aquel soldado africano que salió de entre los árboles. Pese a su juventud supo descifrar la trampa que planeaba Aníbal: atacar los flancos del ejército romano llevándolo a una aniquilación segura. Considerando que en el centro del ejército romano se encontraba el cónsul de Roma, quien también era su padre, giró su primera orden de guerra a sus diecisiete años.

A por el cónsul. Ataquen—, exclamó el joven decurión de nombre Publio Cornelio Escipión.

Este loco nos va matar—, murmuró un viejo soldado que a regañadientes desenfundaba su gladio.

Revelada la posición de la caballería ligera y con los refuerzos romanos desplazándose hacia el centro de la batalla, Aníbal no tuvo más opción que ordenar demasiado pronto el ataque a los flancos enemigos. Alzó ambos brazos y con la mirada postrada sobre el decurión que lideraba los refuerzos romanos, los dejó caer con fuerza. Los jinetes númidas azuzaron sus monturas con golpes de talón en sus vientres y salieron henchidos hacia la guerra; llegaron a los flancos romanos en cuestión de segundos. Entretanto, los liderados por Publio seguían a la distancia.

Fue una contundente victoria para los cartagineses, pero a Aníbal le sabía amarga: la imprudencia de Chenik y la valiente intervención del joven decurión impidieron la muerte o captura de un cónsul romano.

Ambos se las verán conmigo, pero empecemos por el amante de elefantes. Mátalo —, ordenó al comandante de la caballera númida, Maharbal. —Y averigua quién es ese romano. Estoy seguro lo volveremos a encontrar—.

Chenik fue muerto sin pena ni gloria. Una lanza númida lo atravesó mientras dormía, lo que bruscamente interrumpió no sólo un bonito sueño sobre su bella esposa Adama, sino el palpitar de su corazón. En ese momento, a unos diez kilómetros de ahí, donde se encontraba el campamento cartaginés, Sirius arrojó un inusual bramido mientras una lagrima escurría de la mejilla de Adama, quien no se explicaba porque lloraba.

 

[1] Actualmente Cartagena, España.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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