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jueves, abril 18, 2024

La domadora de elefantes (partes I, II, III, IV y V)

Abrigada por la noche estrellada, se paseaba por el campamento militar cartaginés situado en la región italiana de Plasencia, a un costado del río Trebia. Caminaba entre las tiendas con ayuda de un bastón, el rostro cubierto por una capucha gris y con una túnica del mismo color. La vestimenta y el cuello encorvado hacían creer a los iberos y galos que se trataba de otro anciano que buscaba algo de comer entre las sobras y que se las había ingeniado para pasar inadvertido por los centinelas que custodiaban distraídos la entrada empalizada. Desde que aumentara el frío a la par de que escasearan los alimentos y pagos, la disciplina castrense de un ejército, conformado en su mayoría por mercenarios —provenientes de diferentes regiones del mundo con costumbres e idiomas más distintos que otros— empezaba a flaquear, sobre todo al centro del campamento, donde los galos e iberos ya planeaban amotinarse en contra de la nación que los contratara, Cartago.

Entró a la tienda donde se encontraban las demás mujeres. No era común que ellas marchasen a la guerra, sólo lo hacían las esposas y amantes de oficiales de alto rango. Razón por la cual constantemente se especularan los motivos por los que la esposa del general, la princesa íbera Imilce no estuviera con ellas. Ella estiró su cuello cuan largo, dejó caer el bastón al piso, tiró de la capucha y con ello descubrió su joven rostro, que era tan negro como la noche que dejaba atrás. Sobre su cabeza no había ningún cabello, pero en su rostro resaltaban unas pobladas cejas negras que coronaban unos ojos azules tan grandes como el mar mediterráneo que bañaba las costas de su natal Numidia. Tenía la nariz levemente ancha y los labios sutilmente abultados; su nombre era Adama, aunque todos la conocían como la domadora de elefantes.

Varios años habían pasado desde que Adama dejara las costas de África en compañía de su esposo Chenik y cinco elefantes de guerra, que habían sido entrenados por ambos cónyuges y que fueran comprados por Cartago para unirse al ejercito que marcharía hacia Roma liderado por el general cartaginés Aníbal Barca. No era la primera guerra entre ambas naciones que constantemente se disputaban el control del mar mediterráneo. Veinte años atrás, Cartago, en ese entonces liderado por el padre de Aníbal, Amílcar Barca, fue derrotado por los romanos, esto tras la batalla de las Islas Egadas, en la que la flota romana del cónsul Cayo Lutacio Cátulo hundió más de doscientos barcos cartagineses, lo que derivó no sólo en la rendición de Cartago, sino en la firma de un tratado de paz que impusiera condiciones humillantes a los vencidos. De ahí el profundo odio que se arraigaba entre los cartagineses en contra de Roma.

Las cuestiones políticas poco importaban a Adama y Chenik, quienes su única labor en la vida era amarse y criar elefantes, a los que por cierto querían como los hijos que nunca pudieron tener. Sus elefantes eran sumamente inteligentes, habían sido entrenados para hacer trucos y hasta paseos, sin embargo, a raíz de la mermada economía cartaginesa, Adama y Chenik perdieron a la mayoría de sus clientes y con ello se vieron forzados en entrenar a sus cuasi hijos para lo que juraron jamás harían, la guerra. Se presentaron en el puerto militar de Qart Hadasht[1] con cuatro magníficos ejemplares y un quinto más pequeño de nombre Sirius. Las bestias abordarían enormes barcos y sus criadores los verían zarpar hacia las costas de Roma, no obstante, en el puerto no se veía ningún barco. Estaba vacío. Resulta que las sanciones económicas derivadas del tratado de paz con Roma implicaron que Cartago no pudiera reconstruir su flota, les explicó un espigado soldado africano.

¿Y cómo demonios piensan llegar a Roma? ¿Volando?, preguntó Chenik al soldado. En su voz se percibía una preocupación casi fraternal.

Llegaremos por el norte, a través de la cordillera de los Alpes—, respondió el soldado, luego exhaló. De sólo decirlo se sentía como un lunático.

Los cinco paquidermos de Adama y Chenik eran ejemplares asiáticos provenientes de India, más pequeños que los feroces africanos, pero más obedientes en el fulgor de la batalla. La guerra era excepcionalmente cruel con estas criaturas: no sólo tenían que soportar reducidas raciones de alimento y el filo de espadas, hachas y jabalinas enemigas, sino el flagelo y constante amenaza de sus jinetes, quienes llevaban consigo un martillo y cincel para atravesárselo por la espina dorsal en caso de que arremetieran en contra de los soldados incorrectos. No conformes con eso, en esta guerra además tendrían que enfrentar los gélidos climas de los Alpes y sus angostos desfiladeros. Un profundo sentimiento de tristeza se apoderó de ambos consortes, quienes con una lágrima en los ojos y tomados fuertemente de la mano, terminaron por ofrecerse como voluntarios en el ejército de noventa mil soldados de infantería, doce mil jinetes y cincuenta y ocho elefantes. El más grande que nadie hubiera visto. Nada ni nadie los detendría. Al menos eso es lo que los augures cartagineses predijeron cuando consultaron a la diosa de la luna Tanit.

Parte II

Era otoño de 218 a.C. Los soldados cartagineses avanzaban en hileras de cuatro por los angostos desfiladeros que conducían a través de los gélidos Alpes. Los desastres ocurrían con frecuencia; algunos propios de la naturaleza temperamental de las montañas, pero la mayoría orquestados por las tribus todavía fieles a la causa romana que habitaban alrededor del río Ródano y que conocían los secretos de aquellos montes a la perfección.

Un día que las nubes descendieron del cielo hasta esconder las cimas, piedras gigantes comenzaron a caer con inusual precisión sobre los cartagineses; como si los mismos romanos fueran quienes las arrojaran utilizando alguna novedosa arma de asedio. Los soldados poco pudieron hacer cuando escuchaban el sonido de algún proyectil surcando el aire. Sonido al que invariablemente seguía el crujir de huesos y armaduras contra la nieve. En aquella ocasión hombres y caballos encontraron refugio en los techos de delgadas paredes, pero los elefantes eran muy grandes. Los más afortunados murieron al instante al ser alcanzados por piedras cuyas dimensiones eran similares a las de su torso, pero desafortunadamente fueron los menos. La mayoría terminaron enterrados vivos bajo una pila de piedras ni tan grandes ni tan pequeñas. Su bramido agonizante estremecía hasta a los guerreros más valientes. La mortal lluvia terminó tan pronto las nubes se volvieron a los cielos, esclareciendo con ello el camino a través de los desfiladeros. En la retaguardia del ejército se podía observar al elefante indio Sirius que bramaba desesperado mientras se valía de patas y trompa para remover las rocas que cubrían a otro de su tipo. En la medida de sus posibilidades, lo ayudaban Adama y Chenik, pero fue muy tarde; las piedras quebraron las costillas del animal y estas habían perforado sus pulmones. Así fue la travesía por las montañas que duró quince días. De los cincuenta y ocho elefantes que partieron con el ejército desde Qart Hadasht, sólo veinte llegaron más allá de los Alpes, entre ellos Sirius.

Muy al norte de la península itálica, a un costado del río Tesino, se encontraron las caballerías cartaginesas y romanas en combate. Ésta apoyada por soldados de infantería armados con lanzas, conocidos como vélites y aquella por un elefante africano de nombre desconocido. La caballería cartaginesa, compuesta por jinetes iberos y baleares, cargó con auténtico estruendo aprovechando la ventaja del terreno alto. Los romanos, por su lado, posicionaron a los vélites como primera línea de combate; sus largas lanzas apuntaban al corazón de los caballos.

Entretanto, el resto de la caballería cartaginesa, la númida —la más rápida de todas y en la que cabalgaba Chenik— se escondió tras los árboles que rodeaban el campo de batalla; esperaban la señal de Aníbal para atacar los flancos de los desprevenidos romanos, quienes ignoraron sus alrededores por estar muy concentrados en la enorme bestia que se les venía encima a la misma velocidad que la de los caballos. Habían escuchado de ellas, pero jamás visto: cuatro metros de altura y siete de largo; cubierta por una gruesa piel grisácea acorazada con armadura; sus gruesas patas desplazaban a gran velocidad siete toneladas de masa corporal; entre sus grandes orejas se asomaban dos afilados colmillos de dos metros de largo, los que estaban cubiertos de objetos punzantes. Y si esto no fuera lo suficientemente aterrador, montados en su lomo, dos arqueros tensaban con fuerza las cuerdas de sus arcos, y un jinete —el mahout— golpeaba el lomo del animal con una vara en forma gancho llamada ankus.

Antes de que chocaran ambos ejércitos, los vélites colocados detrás de la primera línea de combate romana, arrojaron cientos de jabalinas que se concentraron con particular saña sobre el animal y no sobre los jinetes, lo que redujo sustancialmente los muertos entre los cartagineses, pero mató a los arqueros que montaban el lomo de la bestia e hirió gravemente al animal. Una decena de lanzas prendían de su lomo. Contraviniendo las instrucciones del mahout, desvió su curso de ataque a la izquierda, aplastando a varios jinetes aliados en el camino. Se dirigía sin control hacia los árboles donde los jinetes númidas —entre ellos Chenik— permanecían inmóviles, pero nerviosos por el elefante que se dirigía hacia ellos a gran velocidad y que atraía las miradas de los romanos a su escondite. Consciente de esto, el mahout no tuvo otra opción: atravesó la espina dorsal del elefante con el cincel. La bestia dobló las rodillas y cayó de bruces. Murió al instante.

Chenik observó la escena desconsolado, desmontó su caballo y corrió hacia el cuerpo del elefante para abrazarlo con un cariño casi paternal. Desde la retaguardia romana un joven decurión que comandaba un pequeño destacamento, observó la escena con atención, sobre todo aquel soldado africano que salió de entre los árboles. Pese a su juventud supo descifrar la trampa que planeaba Aníbal: atacar los flancos del ejército romano llevándolo a una aniquilación segura. Considerando que en el centro del ejército romano se encontraba el cónsul de Roma, quien también era su padre, giró su primera orden de guerra a sus diecisiete años.

A por el cónsul. Ataquen—, exclamó el joven decurión de nombre Publio Cornelio Escipión.

Este loco nos va matar—, murmuró un viejo soldado que a regañadientes desenfundaba su gladio.

Revelada la posición de la caballería ligera y con los refuerzos romanos desplazándose hacia el centro de la batalla, Aníbal no tuvo más opción que ordenar demasiado pronto el ataque a los flancos enemigos. Alzó ambos brazos y con la mirada postrada sobre el decurión que lideraba los refuerzos romanos, los dejó caer con fuerza. Los jinetes númidas azuzaron sus monturas con golpes de talón en sus vientres y salieron henchidos hacia la guerra; llegaron a los flancos romanos en cuestión de segundos. Entretanto, los liderados por Publio seguían a la distancia.

Fue una contundente victoria para los cartagineses, pero a Aníbal le sabía amarga: la imprudencia de Chenik y la valiente intervención del joven decurión impidieron la muerte o captura de un cónsul romano.

Ambos se las verán conmigo, pero empecemos por el amante de elefantes. Mátalo —, ordenó al comandante de la caballera númida, Maharbal. —Y averigua quién es ese romano. Estoy seguro lo volveremos a encontrar—.

Chenik fue muerto sin pena ni gloria. Una lanza númida lo atravesó mientras dormía, lo que bruscamente interrumpió no sólo un bonito sueño sobre su bella esposa Adama, sino el palpitar de su corazón. En ese momento, a unos diez kilómetros de ahí, donde se encontraba el campamento cartaginés, Sirius arrojó un inusual bramido mientras una lagrima escurría de la mejilla de Adama, quien no se explicaba porque lloraba.

Parte III

Tras la derrota del ejército romano en su propio territorio, los mercenarios que conformaban el ejercito cartaginés se paseaban por el norte de la península itálica a sus anchas, sin que nada ni nadie los pudiera detener, tal y como lo predijeron los augures en Qart Hadasht hacía casi un año. Los pueblos de la Galia Cisalpina —ubicados al norte y aliados de Roma— solicitaron ayuda al senado romano, pero el auxilio desde el sur no llegaba… Todavía. Entretanto, las tribus galas no tuvieron más remedio que unirse a Aníbal; era eso o su aniquilación, sin embargo, el precio de su alianza con los cartagineses era mucho más razonable que aquella con los romanos: sumarse al ejército de mercenarios para vencer a los romanos y si salieren victoriosos, volverían a ser pueblos autónomos.

A tres días de marchas forzadas, se encontraban las legiones sicilianas comandadas por el cónsul Tiberio Sempronio Longo, las que reforzarían las lideradas por el otro cónsul en turno, Publio Cornelio Escipión —mismo a quien su hijo del mismo nombre salvara de una inminente muerte o captura en el río Tesino—. Es decir, más de cuarenta y dos mil soldados romanos acechaban a Aníbal y a su ejército de mercenarios.

Una noche de diciembre, en medio del campamento cartaginés ubicado varios kilómetros del costado izquierdo del río Trebia, Adama se paseaba luciendo un atuendo de mendigo entre tiendas de campañas vacías y fogatas ahogadas. El campamento se percibía más callado que de costumbre; esto porque los jinetes númidas, sin explicación alguna e iluminados por nada más que un cielo estrellado, abandonaron el campamento en estrepitoso silencio acompañados de sus monturas. Los lideraba el hermano de Aníbal, Magón. Sólo unos cuantos se quedaron atrás, no más de doscientos, pero ni ellos se explicaban la razón de la partida de sus compatriotas a vísperas de la inminente batalla con el ejército romano que se había ubicado al otro lado del río.

De tal forma que dos días después, cuando Aníbal dio la orden de marchar en formación de batalla, sólo doscientos jinetes de la caballería ligera númida se unieron al resto del ejército; también lo hicieron los seis elefantes de guerra restantes: tres en el costado derecho y el mismo número en el izquierdo. Y por si esto no fuera lo suficientemente confuso, la reducida caballería númida fue posicionada a lo largo de la primera línea de batalla y no delante de los elefantes como los libros de estrategia señalaban. “Esto es un suicidio”, exclamó un galo, quien maldijo su suerte por haberse incorporado a un ejército liderado por un lunático. Fue en una planicie ubicada a dos kilómetros del borde del río y junto a un espeso cuerpo de árboles, arbustos y otras plantas, donde Aníbal detuvo el avance de sus tropas. En el punto exacto en el que una colina los cubría de la vista de los romanos.

Sirius, por su naturaleza poco violenta, no se unió a los demás elefantes. Fue pertrecho con camillas, ungüentos y demás efectos médicos y ubicado junto con Adama en la retaguardia del ejército. Ambos esperaban el desenlace de la batalla para auxiliar los heridos cartagineses.

Los doscientos jinetes númidas posicionados en la primera línea no se detuvieron, sino que continuaron su galopante marcha liderados por el hombre de confianza de Aníbal, Maharbal: primero a trote lento y al cruzar el río Trebia, a máxima velocidad en dirección al campamento romano. Ahí sufrieron más bajas de las que causaron; esto por las sólidas defensas romanas y por la caballería que no tardó en responder al ataque. En cuestión de minutos los jinetes númidas habían pasado de cazadores a cazados. La caballería romana, confiada de ver a sus presas en retirada, persiguió a los númidas más allá de río, a lo largo y ancho de la planicie hasta alcanzar el valle que ocultaba al ejército cartaginés dispuesto a la batalla. Los jinetes romanos pensaron que habían sido conducidos a una trampa mortal y de inmediato regresaron al campamento romano para dar aviso a los cónsules. No se percataron que los cartagineses nunca intentaron impedir su regreso.

Hemos encontrado a los cartagineses. Están pasando el valle, al otro lado del río—, dijo exaltado uno de los oficiales de la caballería—.

¿Qué tan profundo estaba el río? ¿Estaba frío?—, preguntó el cónsul Publio, pero antes de que el oficial pudiera contestarle, fue bruscamente interrumpido por el cónsul Tiberio.

Movilicen las tropas. Hoy acabamos con Aníbal—, dijo Tiberio confiado, mientras Publio dudaba. En aquel día Tiberio estaba al mando de las legiones romanas; él daba las órdenes, así que Publio se limitó a fruncir el ceño.

Era diciembre de 218 a.C. Los romanos avanzaban por el río Trebia: la caballería lo hizo con facilidad, pues el agua apenas mojaba los vientres de las monturas y los pies de los jinetes, sin embargo, el agua helada cubrió hasta los hombros de los más de treinta y seis mil soldados de infantería. Cuando terminaron de cruzarlo apenas tenían la fuerza para sostener sus armas. Así enfrentarían al ejército de Aníbal y así fue que murieron más de treinta mil romanos. El golpe letal lo propició la caballería ligera númida comandada por Magón —la misma que desapareció del campamento cartaginés dos días atrás— la que en el fulgor de la batalla se apareció entre la espesa maleza para rodear al ejército romano configurando una pinza mortal ingeniada por Aníbal. Todo esto ante la mirada de Sirius, que veía a los de su especie luchar por sus vidas.

Concluida la batalla del río Trebia, Adama descendió del valle para auxiliar a los caídos de Cartago: no eran más de seis mil. Entre los cadáveres que tapizaban la planicie, Adama buscó aliados heridos, pero entre tanto romano era difícil distinguir las armaduras de los africanos, galos e iberos que peleaban para Cartago. Apenas un puñado y los más con pocas probabilidades de sobrevivir. Sirius esperaba inmóvil las instrucciones de Adama, pero un estruendoso bramido a lo lejos le hizo abandonar su posición. Tan pronto Adama vio a Sirius corriendo, ella hizo lo mismo. Lo siguió hasta el río donde seis cuerpos de elefantes sobresalían del agua. Muertos.

Así fue que Sirius se convirtió en el único elefante sobreviviente de aquella cruel guerra de hombres.

Parte IV

Adama emprendió el viaje desde Numidia acompañada de su esposo Chenik y cinco elefantes. Tras dos años, sólo el elefante de nombre Sirius seguía a su lado; todos los demás habían muerto a causa de la guerra entre Roma y Cartago por el control del mar mediterráneo. Conflicto que Adama encontraba inecesario por no decir estúpido: mercenarios de todo el mundo —númidas, baleares, libios, galos e iberos— se batían codo a codo por Cartago, nación que ni siquiera los había visto nacer. Y ni siquiera era la paga, pues desde hacía unos meses que las arcas de monedas que llevaba el ejército cartaginés se agotaran y tuvieran que empezar a pagarles con notas de crédito. Tampoco era claro si vendrían provisiones desde Cartago, pues conforme la popularidad de Aníbal aumentaba por todo el mediterráneo, también lo hacían sus enemigos en el consejo de senadores de Cartago, quienes encontraron cualquier excusa para negar las peticiones del general cartaginés.

Sin embargo, los viejos políticos cartagineses no entendieron el diminuto rol que jugaba el dinero en esta guerra; ni todo el oro del mundo podía pagar la satisfacción de los mercenarios, el orgullo que sentían por ser los primeros en lograr lo que nadie hubiera tan siquiera imaginado: llevar la guerra a Roma, y ésta la llevaban desde el territorio donde los romanos se sentían impenetrables…, el norte, a través de las montañas que conformaban la cordillera de los Alpes, considerada hasta entonces como una muralla natural inexpugnable. Pero los de Cartago no sólo la cruzaron con soldados de naciones, culturas y lenguajes diversos, sino que los acompañaban elefantes asiáticos y africanos; bestias que protagonizaban las pesadillas de cualquier soldado enemigo. En la península itálica, el ejército de Cartago encontró y derrotó al ejército romano en su propio territorio no una, sino dos veces. No, estas hazañas no podían ser inspiradas por algo tan vano como los metales brillosos, el responsable de provocarlas era un hombre, el mismo hombre que ordenara la muerte del esposo de Adama: Aníbal Barca.

Los cartagineses continuaron su marcha por el territorio itálico sur adentro, esta vez con dirección a Etruria donde esperaban encontrar las provisiones que el consejo de senadores de Cartago tanto les negaba. El invierno había cedido a la primavera y con ello la nieve hizo lo mismo con la lluvia que caía a cántaros sobre la península. Los caminos de tierra se tornaron en una mezcla de tierra, agua y demás sedimentos orgánicos de la que sólo podía resultar un denso y maloliente fango en el que piernas, patas y ruedas se hundían con facilidad y profundidad. Como resultado de la prolongada exposición a la humedad y el frío que no cedía, los pies de los soldados empezaron a arder, era un escozor tan horrible e intenso que el único alivio que encontraron fue al sumergirlos en las malolientes aguas. Por supuesto que el alivió fue sólo transitorio, el agua no pudo detener la hinchazón, ni mucho menos las ulceras azules y rojas que se formaban a lo largo y ancho de las plantas de los pies. A lo que seguía un necrótico olor que anunciaba la muerte de los tejidos en el pie y una inminente gangrena. Esto no impidió que Aníbal caminara por los mismos terrenos fangosos que lo hacían sus hombres e hizo a todos sus oficiales hacer lo mismo.

Porque un general no se esconde tras los muros de una muralla mientras sus hombres se desangran y mueren en el campo de batalla. Porque un general no dirige con predicamentos que no vive. Porque un general no cena cuando sus hombres pasan hambre. Porque un general no duerme mientras sus hombres están en vela—, explicó Aníbal a sus oficiales, mientras se frotaba los ojos con inusual fuerza.

Lo que sus hombres padecían en los pies, Aníbal lo padeció en los ojos. Una infección producida por las bacterias de las aguas pantanosas dejó al general cartaginés ciego durante el tratamiento recomendado por los médicos: empastes de barro y manzanilla para calmar el ardor e hinchazón en ambos ojos. Cuando la infección avanzó hasta el punto de dejarlo inconsciente, los doctores recomendaron un cambio de ruta que los alejara de caminos pantanosos hasta encontrar terreno firme donde Aníbal debería guardar reposo.

Limítense al tratamiento de mis ojos que yo me encargo del de mi ejército—, advirtió Aníbal, quien no se caracterizaba por ser necio. Sabía que tenían que llegar a Etruria antes de que lo hiciera el nuevo ejército romano que comandaba el recién nombrado cónsul Cayo Flaminio. Una vez que el ejército cartaginés arrasara la ciudad, seguramente el orgulloso cónsul romano, henchido en soberbia y estupidez, no esperaría los refuerzos que comandaba el otro cónsul, sino que buscaría derrotar por su cuenta a Aníbal y a sus mercenarios. —El tiempo es clave en esta guerra señores—, agregó el general. Incluso convaleciente era implacable. Los doctores no insistieron, salvo uno de ojos saltones y orejas grandes, el más joven de todos.

Es que, si no se aleja de estas aguas, lo más seguro es que pierda la vista—, dijo el joven médico genuinamente preocupado, pues sospechaba que sólo Aníbal podría sacarlos a salvo de aquel hostil territorio. —En tierra firme al menos puedo garantizarle que no perderá el ojo derecho—, agregó el médico.

¿Y si monto a caballo?—, preguntó Aníbal. —Así estaría lejos de las aguas y podríamos continuar el avance—, concluyó el general. Moción que fue complementada por Maharbal.

¿Y por qué no un elefante? Así estaría todavía más lejos, dijo el hombre de confianza de Aníbal, Maharabal, con los ojos iluminados como lumbreras.

Recostado en una camilla sobre el lomo de Sirius y Adama jalando de la rienda que prendía del cuello del animal; fue así fue que los cartagineses continuaron su vertiginosa marcha hacia la ciudad de Etruria. De entre los más de cuarenta mil curtidos veteranos que morirían y matarían por él, Aníbal no tuvo más remedio que hacerse acompañar del único hombre que con gusto lo mataría. Sí, Aníbal creía que Adama era hombre. Su ceguera temporal, el tono de voz semi grave y el nombre de la africana lo engañaron. Además, no era común que las mujeres marchasen a la guerra.

Mientras Aníbal se batía entre la luz y penumbra, Adama, de tiempo en tiempo, profería una que otra maldición en contra de quien hacía no mucho ordenara la muerte de su esposo.

Semanas después recuperaría la vista sólo en el ojo derecho, tal y como lo predijo el joven médico. El izquierdo había muerto y tuvo que ser extirpado; procedimiento que dejó un enorme y profundo hueco en la cara del general. Deformidad que hizo de su físico todavía más impresionante: estirado alcanzaba más de metro ochenta (de los hombres más altos de la época); llevaba una armadura de bronce igual a la que portaban sus soldados africanos; sólo una túnica rojo tinto lo distinguía como máximo general de Cartago. Sus piernas eran largas en proporción a su torso, delgadas pero colmadas de músculos. Cabellera ondulada y de color castaño con mechones rojizos. Nariz aguileña; ojo negro; labios largos y sutilmente delgados rodeados por una cuidada barba más rojiza que castaña. Y su piel color ámbar estaba adornada por una veintena de cicatrices. Llamaba la atención que en el índice de su mano derecha llevara un anillo cuya piedra constantemente acariciaba; sólo él sabía que había dentro de ella.

Cuando recuperó la vista, lo primero que su ojo vio fue un edificio en forma semicircular con gradas alrededor de un espacio vacío donde, según las carteleras pegadas en las paredes, se había presentado la comedia de un tal Plauto llamada El Militar Fanfarrón. Aquel anfiteatro era el único edificio que quedaba en pie en Etruria, ciudad que fue arrasada por el ejército cartaginés bajo el mando de Maharbal, quien se aseguró de dejar suficientes sobrevivientes para llevar el mensaje de la llegada de Aníbal al cónsul Flaminio. Lo segundo que su ojo percibió fue una mujer que acariciaba la trompa de Sirius con cariño casi maternal.

Aléjate de él. ¿Quién eres? —, dijo Aníbal todavía convaleciente. Luego se dirigió a su hermano Magón —¿Quién es ella?—, le preguntó sin apartar la mirada sobre la mujer de piel obscura y ojos intensamente azules.

Es Adama hermano. Ha estado contigo desde tu enfermedad—, le explicó Magón, mientras Aníbal fruncía el ceño en señal de confusión.

Olvídalo. Busca a Maharbal que quiero hablarles a los dos—, le ordenó Aníbal a Magón. Por fin había dilucidado su confusión respecto a Adama.

Parte V

Montado sobre el lomo de Sirius, Aníbal y su ejército avanzaron en dirección al río Trasimeno, no muy lejos de la ciudad de Etruria. En el trayecto intercambió algunas palabras con Adama, no muchas, las suficientes para que respondiera los cuestionamientos que él le hacía sobre el sentir de las tropas desde su perspectiva y no desde la de sus oficiales quienes poco convivían con ellos. Tampoco lo hacía ella, pero eso no la detuvo de expresar su opinión: lo estúpido e inecesario que le parecía la guerra entre Roma y Cartago. En cada una de sus palabras se ocultaba rencor y dolor, acaso dejos de amenazas. Vacías, pero a fin de cuentas amenazas.

¿A quién se le ocurre llevar elefantes a los Alpes? Suponiendo que el frío no los matara, porque sí lo hizo, ¿cómo deberían cruzar por los desfiladeros? ¿Volando?—, le reclamó Adama cándidamente al mismísimo Aníbal. Mientras el mundo se rendía ante la genialidad militar del cartaginés, ella lo reprendía como madre a hijo. El general pudo haberla hecho callar por cualquiera de los fornidos guardias africanos que lo cuidaban, pero no lo hizo; escuchó con atención cada reclamo y protesta, desde las marchas forzadas, el ultraje de pueblos inocentes, hasta el maltrato animal. Y antes de achacarle la muerte de su esposo Chenik, Adama ahogó su voz en un silencio sepulcral que acompañó con una lagrima también ahogada.

En la vanguardia del ejército cartaginés, uno de los miles de galos que recientemente se alió a Cartago, marchaba con la mirada orgullosamente en alto. Su nombre era Cardogan y en sus brazos llevaba brazaletes dorados con grabados de serpientes y dragones. Lo acompañaban tres hombres desnudos hasta el torso y que sostenían un escudo circular hecho de mimbre; cabellos rubios largos y lacios, y que, a diferencia de los oriundos de otras tribus galas, no estaban en los huesos ni suplicando por algo de comer para ellos y sus familias. Todo lo contrario: cuerpos espigados y atléticos; brazos y piernas colmados de músculos; además, en los entrenamientos probaron ser bastante aptos en diversos tipos de combate, desde enfrentamiento con espadas de madera hasta lucha cuerpo a cuerpo en la que incluso Cardogan derribó al invencible Juba, un veterano de guerra de origen númida, quien fuera el capitán de la guardia personal de Aníbal. Eso y sus conocimientos del territorio itálico fueron los motivos por los que Magón los propusiera como refuerzos de la mismísima guardia personal de Aníbal, a lo que Maharbal y Juba se negaron por su lealtad todavía dudosa.

Para sorpresa de la domadora de elefantes, Aníbal no era como la mayoría de los mahout de guerra que atormentaban a los paquidermos con afilados ankus para señalarles la dirección. Él, por otro lado, se valía de su voz y una vara de bambú para hacerlo. Y de tiempo en tiempo reclinaba su cuerpo hasta el cuello del animal para susurrarle palabras; inaudibles para Adama, pero que la bestia parecía apreciar, pues movía la cola de lado a lado cual péndulo.

Me preocupa que pases tanto tiempo con ella—, le dijo Magón a Aníbal en un tono fraternal.

¿Qué es lo que te preocupa hermano?—, contestó Aníbal. Quien odiaba que no le dijeran lo que querían decirle.

Son dos cosas: primero, que el único motivo por el que la caballería ibera lucha con nosotros, es tu matrimonio con la princesa Imilce, y segundo, que la mirada y voz de Adama están llenas de odio y venganza. Más pronto que tarde atentará contra tu vida—, aclaró.

Por tu primera preocupación te equivocas hermano, pues los iberos me siguen a mí, por quien soy, por la grandeza de mi sueño, no por la mujer con la que me case, ni mucho menos por la que con la que paso el tiempo. Ahora hermano, respecto a tu segunda preocupación ¿por qué una domadora de elefantes quisiera matarme? —. Agregó Aníbal confiado.

¿Es que no lo sabes verdad?

¿Saber qué?—, preguntó Aníbal todavía confiado, pero con indicios de molestia y confusión. Entonces Magón le recordó aquel episodio de la batalla del río Tesino, en el que un soldado númida rompió la formación de batalla para auxiliar a un elefante, revelando con ello la posición de los jinetes númidas a los romanos.

Lo castigaste con la muerte hermano. Su nombre era Chenik y era esposo de Adama—, agregó Magón. Entonces la confianza de Aníbal cedió a una confusión total.

Aníbal tuvo que superar la confusión más por obligación que por deseo. Esto por el campo de batalla que se desdoblaba frente a su ojo. Era verano de 217 a.C. y treinta mil soldados romanos liderados por el cónsul Cayo Flaminio fueron sorprendidos mientras marchaban por la orilla del lago Trasimeno. Con éste a sus espaldas y cincuenta mil mercenarios cartagineses presentándoles batalla por los flancos y frente, los soldados romanos cayeron en pánico y desorden. Los de Cartago no sólo eran más, sino que tenían la ventaja del terreno alto; les bastó empujar y el peso de las armaduras romanas los llevó al fondo del río Tesino de donde nunca saldrían. En aquella batalla no fueron los númidas de Maharbal quienes sobresalieron por sus hazañas bélicas, sino los galos de Cardogan que, en la primera línea de combate, golpeaban con tal fuerza sobre los romanos, que resquebrajaron escudos y cuerpos por igual. Entre los cuatro habían dado muerte a una centuria de romanos y al concluir la batalla, Cardogan llevó el cuerpo inerte del cónsul Cayo Flaminio hasta los pies de Aníbal. Tales hazañas fueron de semejante magnitud y lealtad que Maharbal y Juba no tuvieron más remedio que cambiar de opinión e integrar a los cuatro galos a la guardia personal del general.

Recuérdame tu nombre—, le dijo Juba.

Es Cardogan señor—, le contestó mientras observaba la sangre que empapaban sus brazaletes dorados. —Significa honorable—, agregó con la mirada fija en la de Juba y llevándose el brazo a la boca. Saboreó la sangre como si se tratar de un elixir de vida ¿o de muerte?

Tras la nueva victoria, entre los cartagineses se respiraba un renovado aire de invencibilidad. Por otro lado, en Roma, el sólo pronunciar el nombre de Aníbal estremecía a cada uno de los romanos. Esto porque los pasos del ejército cartaginés se sentían cada vez más cerca de sus puertas; razón por la que el senado romano se viera obligado a hacer lo impensable: nombrar a un dictador. La figura del dictador implicaba conferir plena autoridad en una sola persona —lo que contravenía los principios republicanos de Roma— para que hiciera frente a una emergencia militar de carácter excepcional. Y como Aníbal era un ser excepcional, nombraron a Quinto Fabio Máximo como dictador de Roma.

Continuará…

[1] Actualmente Cartagena, España.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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