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martes, abril 23, 2024

La Guerra de México y del Mundo (parte I)

16 de enero de 1917

Oficina del Almirantazgo y Asuntos Marinos, cuarto número cuarenta

Londres, Inglaterra

El reloj marcaba las veintitrés horas con veinte minutos cuando Dilly Knox encontró sobre su escritorio un documento lleno de combinaciones numéricas. Lo miró con pereza.

Olive, te he dicho mil veces que los telegramas de guerra van en el escritorio del inútil – dijo frustrado y refiriéndose a su compañero Nigel de Grey, que ya se había ido a su casa desde hace más de una hora.

Dilly, el telegrama no es de guerra, lo mandaron desde Berlín a través de los cables americanos, iba en dirección a Washington – ella contestó con la seguridad de saber hacer su trabajo – por cierto, yo ya me voy y tú deberías hacer lo mismo. Hasta mañana– agregó la mujer con el mismo aplomo.

Tres años atrás cuando las potencias centrales declararon la guerra a los países aliados, la Marina Real inglesa, cuyos buques dominaban en el océano atlántico, cortó los cables de telégrafo transatlánticos que comunicaban al Imperio Alemán con los países del continente americano. Habiendo previsto ese escenario, el káiser Guillermo II, acordó con un país, en ese momento neutral al conflicto bélico, que le permitiera usar sus cables para transmitir mensajes diplomáticos. Ese país era Estados Unidos de América. Sin embargo, ni el Imperio Alemán ni mucho menos los estadounidenses previeron que los cables americanos habían sido saboteados por los ingleses, y en consecuencia, todos los telegramas que viajaban a través de ellos, hacían una pequeña parada en Londres, específicamente en un cuarto secreto del Departamento del Almirantazgo y Asuntos Marinos, el marcado con el número cuarenta.

En ese cuarto la tarea de Dilly no era la decodificación de mensajes interceptados, que de poco hubiera servido, pues su alemán era terrible. Su labor más bien consistía en encontrar patrones en el texto de tres copias de libros de códigos capturados: la primera, la número ciento cincuenta y uno de los códigos de la Marina Imperial (Signalbuch der Kaiserlichen Marine) que los rusos obtuvieron del SMS Magdeburg, barco que encalló en la isla de Osmussaar en Estonia; la segunda, la de un libro de códigos de embarcaciones mercantiles (Handelsverkehrbuch), que unos marineros australianos consiguieron al abordar una nave mercante, y por último, la del libro de códigos de banderas alemanas que los propios ingleses encontraron en los restos del destructor alemán SS119 tras la Batalla de Texel, en las costas holandesas. Una vez descifrado el código, sus compañeros William Montgomery y Nigel de Grey lo utilizarían para convertir las combinaciones numéricas en palabras y con ello descifrar el mensaje oculto en telegramas enemigos. El particular talento de Dilly era su capacidad para meterse en la mente de los operadores enemigos, por ejemplo, cuando los alemanes descubrieron que el libro de códigos de banderas había sido comprometido, se dieron a la tarea de crear uno nuevo. Ese nuevo código se enseñó en la Escuela de la Flota Imperial Alemana, de donde los ingleses interceptaron varios telegramas. Dilly descubrió que en los mensajes de un particular alumno, la terminación de series numéricas de los mensajes se repetían constantemente, como si fueran el ritmo y rima de un poema. Instintivamente, Dilly, sustituyó estas terminaciones con las letras “en”, la forma de hacer una palabra plural en alemán y con ello encontró no solo a un aficionado del poeta Friedrich Schiller, sino que también la combinación para descifrar el nuevo código de banderas que utilizaría la Marina Imperial alemana durante el resto de la Primera Guerra Mundial.

Dilly observó fugazmente el telegrama entre sus dedos, lo dejó caer sobre el escritorio de Nigel y se dispuso a seguir el consejo de Olive. En el camino a casa por la calle de Whitehall, escuchó unos pasos metálicos a su espalda, volteó pero no había nada más que la enorme estatua del Duque de Cambridge, George, montado sobre un caballo. “Debo estar volviéndome más loco”, pensó y siguió caminando, pero las pisadas detrás de él continuaron, cada una más fuerte que la otra. Al ritmo de cada misterioso pisoteo empezaron a resonar unos números en su cabeza: “seis” “siete” “ocho” “nueve” “tres”. Se movió más rápido, pensó que la velocidad borraría los números que transitaban por su cerebro como si su sinapsis funcionara con cables de telegramas en vez de neuronas, pero sin estar muy consciente de la dirección que sus pies seguían, volvió a encontrarse con esa estatua. Por un momento creyó que George y su caballo le habían regalado una sonrisa y que él se las había devuelto, de inmediato bajó la mirada a regañadientes y siguió su camino. Sus pasos lo llevaron de regreso al cuarto cuarenta de la oficina del Almirantazgo y Asuntos Marinos, a tan solo unos centímetros del escritorio de Nigel. “Hay algo en ese maldito telegrama”, se dijo en voz alta y con la mirada de alguien dispuesto a hacer historia.

Acostado sobre la tina que hizo instalar en un closet pequeñísimo del cuarto, arropado por el humo de su pipa, condiciones que él describía idóneas para el criptoanálisis, pasó toda la noche en vela, leyendo y releyendo esa combinación de números: “seis” “siete” “ocho” “nueve” “tres”. Revisó los libros de códigos, telegramas decodificados, apuntes, pero no hacía sentido, los alemanes habían utilizado un código nuevo.

Desde el armario escuchó el rechinar de las bisagras de una puerta que se abría en el cuarto, y tan pronto se volvió a cerrar, el azote de la madera activó un cable de telegrama en su cerebro, y esos números dejaron de serlo y se volvieron una palabra, esa palabra era un país y ese país era México.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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