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jueves, marzo 28, 2024

La Guerra de México y del Mundo (parte II)

2 de febrero de 1848

Basilica de Santa María Guadalupe,

Ciudad de México

Virginia Jefferson Randolph Trist observaba anonadada la mano trémula de su marido que luchaba por sostener el bolígrafo; no podía creer que fuera la misma que hace unos días escribiera más de setenta paginas al presidente de Estados Unidos de América, James K. Polk, justificando la importancia de que fuera él quien firmara ese documento, y ahora, esa mano no podía trazar más allá de la letra “h” de su nombre de pila, Nicholas. Por un momento pensó que lo estaban asaltando las dudas, que se cuestionaba si valía la pena terminar su carrera diplomática por desobedecer la orden presidencial, pero su marido no era ningún cobarde. Nicholas suspiró y alzó la mirada hacía la cúpula de la basílica; lo vio murmurar a los arcángeles que la adornaban, como si les estuviera rezando. Su mente divagó unos instantes lejos de la escena y recordó que en ese mismo lugar donde él estaba sentado, el quince de agosto de 1847, Antonio López de Santa Ana había firmado su renuncia como presidente del país que ella y su esposo habían aprendido a amar tanto, México. “¿Antonio también habrá murmurado a los arcángeles?”, se preguntó ella en sus adentros y antes de que pudiera contestarse, su mente regresó al presente. Ahora fue ella quien miró a los ángeles y estos le confesaron la suplica de su cónyuge, era obvio, él quería que lo ayudaran a esconder la vergüenza que sus ojos no podían, pero no lo hicieron y entre tanto Nicholas releía el maldito artículo quinto:

“…La línea divisoria entre las dos Repúblicas comenzará en el golfo de México, tres leguas fuera de tierra frente a la desembocadura del río Grande, llamado por otro nombre río Bravo del Norte, …hasta el punto en que dicho río corta el lindero meridional de Nuevo México…”

 Una lagrima cayó desde su mejilla hasta el papel, a un costado de la segunda letra t de su apellido, Trist.

– Este debe ser un momento de enorme satisfacción para usted, pero créame que es menos grande que el sentimiento de humillación que nos invade – dijo Bernardo Couto, representante de la comitiva mexicana designada por el presidente interino de México, Manuel de la Peña y Peña al plasmar su firma sobre el documento. Seguramente pensaba que la lagrima derramaba por Nicholas era de satisfacción y emoción.

Estamos haciendo la paz, que ese sea nuestro único pensamiento – contestó diplomáticamente Nicholas Trist con la voz entrecortada.

Hace unos meses, el siete de diciembre de 1847, el presidente de Estados Unidos de América, James K. Polk, se dirigió al Senado de ese país en su tercer mensaje anual. Abrió su discurso recordando la independencia de las trece colonias y segundos después, celebró la guerra iniciada hacía más de un año en contra de México con el fin de vindicar el honor e interés nacional. Justificó la declaración de guerra al afirmar que México había invadido Texas y que con ello derramó sangre estadounidense en territorio americano. Los senadores de los partidos demócratas y Whig movían su cabeza frenéticamente de arriba a abajo, como hechizados por las palabras Texas y territorio nacional en una misma oración. Por fin, tras años de disputas políticas entre partidos, ambos frentes habían encontrado un punto de común acuerdo: la creencia de que Estados Unidos de América estaba destinado a expandirse desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico y que México era lo único que lo impedía. Independiente de la emoción que les producía el cumplir el destino manifiesto de su país, en cada una de sus cabezas transitó la siguiente idea: “¿Acaso fuimos invadidos?”.De entre los senadores Whigs, uno convencido de que esa guerra no tenía nada que ver con la vindicación del honor nacional ni con el destino manifiesto, sino que más bien se trataba de una treta inmoral e injusta para justificar la expansión de los territorios que apoyaban la esclavitud al sur del país, demandó saber el lugar exacto en el que se derramó la sangre americana y si en efecto fue en territorio estadounidense. Ese senador era un tal Abraham Lincoln y Nicholas Trist su gran seguidor.

En la noche después de la firma, Nicholas no pudo conciliar el sueño, caminó por la habitación durante horas como un tigre buscando salir de su jaula y Victoria lo observó como espectadora en zoológico. Sin embargo, la prisión de Nicholas estaba solo en su mente y la pudo abrir hasta que el amanecer de la Ciudad de México la iluminó. Acercó una silla al costado de la cama en la que estaba su esposa y le confesó algo que ella ya sabía, pero que de cualquier modo ansiaba escuchar. “Si esos mexicanos hubieran podido leer mi corazón en aquel momento, se hubieran percatado que mi sentimiento de vergüenza como americano era más profundo que el suyo como mexicanos. Aunque no podía decirlo entonces, era una cosa de la que todo bien intencionado americano estaría avergonzado y yo lo estaba, intensamente. Este había sido mi sentimiento en todas nuestras conferencias, especialmente en momentos en que tuve que insistir en aspectos que detestaba. Si mi conducta en esos momentos hubiera estado gobernada por mi conciencia como hombre y mi sentido de justicia como americano, hubiera cedido en todas las instancias. Lo que me impidió hacerlo fue la convicción de que el tratado entonces no tendría la oportunidad de ser ratificado por nuestro gobierno. Mi objetivo no fue el de obtener todo lo que yo pudiera, sino por el contrario, firmar un tratado lo menos opresivo para México, que fuera compatible con ser aceptado en casa.

Nicholas Trist firmó el Tratado de Paz, Amistad, Límites y Arreglo Definitivo entre México y Estados Unidos de América, en el que México cedió en favor de Estados Unidos de América, los territorios de Texas, la alta California, Arizona, Nevada, Utah, parte de Colorado, Nuevo México y Wyoming, más de dos millones de kilómetros cuadrados a cambio de quince millones de dólares. Con ello desobedeciendo la orden del Presidente James K. Polk de anexar Sonora y sobre todo la península de baja California que llega hasta las costas del Pacífico. El Tratado fue ratificado por el Senado estadounidense el veintiséis de mayo de 1848 por una mayoría moderada. La indignación y vergüenza de los mexicanos fue unánime.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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