- Publicidad -
jueves, abril 18, 2024

La Guerra de México y del Mundo (parte III)

21 de abril de 1914

Puerto México en Coatzacoalcos, Veracruz

Escuela Naval

 

El bramido de los proyectiles surcando por el aire estremeció sus rodillas y vejigas, zumbaba como mosquito en las noches de un sueño irreconciliable hasta perforar los tímpanos, de la misma manera que perforó las paredes del edificio que sostenía el techo sobre sus cabezas. Los cadetes de la Escuela Naval no habían cumplido dieciocho años cuando el comodoro Manuel Azueta lanzó tres vibrantes “¡Viva México!” en el patio del precinto. Cada uno fue respondido por un cada vez más estruendoso ¡Viva! La exhibición de patriotismo culminó con un llamado a tomar las armas, y viniendo del antiguo director de la escuela y capitán del barco Insignia de la Marina Federal mexicana, el Zaragoza, los estudiantes se prepararon a defender a la madre patria del siempre beligerante Estados Unidos de América. En un puesto de batería, a tan solo unos metros de la entrada de la Escuela, un teniente de artillería del ejército federal escuchó el vitoreo patriótico de los cadetes. Él tan solo pensaba en reparar el corazón de su padre.

Un par de semanas atrás, una decena barcos acorazados y destructores de la marina estadounidenses se vislumbraron desde el Puerto de Veracruz. Los rumores de una invasión fueron silenciados por el secretario de Relaciones Exteriores, José López Portillo, quien informó a la población jarocha que los buques habían sido admitidos con base en relaciones amistosas con el gobierno estadounidense. El comandante militar de la plaza de Veracruz, Gustavo Maass, un ideático creyente de que los amigos no se apuntan con cañones de cinco pulgadas de diámetro, ordenó los preparativos de la defensa del Puerto: primero, el mayor Diego E. Zayas inhabilitaría el material rodante de los trenes; el teniente Manuel Contreras se encargaría del adiestramiento de los ochocientos voluntarios civiles que se autodenominaron la Sociedad de Defensores del Puerto de Veracruz, mientras que el general Luis B. Becerril se encargaría de organizarlos y armarlos con rifles Winchester y Mauser. El día de la batalla, el teniente Albino R. Cerrillo y el mismo Manuel Contreras se encargarían de la defensa de las calles Independencia y Cinco de Mayo respectivamente, y el general Francisco A. Figueroa defendería la Comandancia Militar. Sin embargo, los preparativos se vinieron abajo cuando el presidente de México, Victoriano Huerta, convencido de que llegaría a un acuerdo diplomático con su homologo estadounidense, Woodrow Wilson, ordenó a Gustavo Maass retirar al ejército federal al pueblo de Tejería. “Con el ejército federal fuera de la jugada, la ocupación del Puerto nos tomará una hora en lugar de dos”, pensó el comandante de la cuarta división de la flota del Atlántico de la marina de Estados Unidos de América, Frank Friday Fletcher, quien a las ocho de la mañana del veintiuno de abril de 1914 ordenó la invasión del Puerto de México, so pretexto de incautar un cargamento de armamento adquirido por el gobierno mexicano.

Cuando los soldados de infantería estadounidenses desembarcaron en las playas del Puerto, se dividieron en grupos de cincuenta, cada uno con objetivos distintos: muelles, aduana y ferrocarriles; ninguno de ellos era cuestión de azar. En alguno de los muelles del puerto desembarcaría el barco con las armas; en la aduana se registrarían y despacharían a los trenes, y en estos últimos, se trasladarían a la Ciudad de México. Sin embargo, el comandante estadounidense no contó con que las mil municiones que cargaba el barco alemán SS Ypiranga no habían llegado al Puerto y que no había cuarta mala para una heroica Ciudad de Veracruz que ya había repelido a invasores extranjeros en tres ocasiones distintas.

En el muelle número cuatro, el oficial de policía Aurelio Monfort, luciendo su uniforme de gala, se aproximó a un grupo soldados yanquis que avanzaba atléticamente sobre la playa con dirección a la calle Independencia. Alzó la voz, quizás para ordenar a los invasores regresar a sus lanchas, pero fue derribado antes de que pudiera terminar de articular una palabra, era un tiro casi imposible el que impactó en su torso desde la playa y que dejó al oficial suplicando por aire. En el suelo, con su última exhalación, Aurelio disparó su Revolver Piper al aire, el potente sonido del arma era la inconfundible señal. Desde puertas, ventanas y azoteas llovió una ráfaga de balas sobre los invasores, y aunque la mayoría de los proyectiles se perdieron en la arena, los yanquis tuvieron que replegarse por el muelle en busca de protección. Una vez que los experimentados soldados se sintieron protegidos, devolvieron el fuego sin cuartel, pero sus balas no se perdieron en ningún lado más que en los muslos, cabezas, corazones y ojos de los mexicanos. La batalla por la calle Independencia no duró mucho.

Por otro lado, en la calle Cinco de Mayo, los prisioneros de la cárcel San Juan de Ulúa que habían sido liberados por el teniente Manuel Contreras para que defendieran a la patria que alguna vez defraudaron con sus delitos, se enfrentaron valientemente a los yanquis antes de cumplir su sentencia de muerte de manera anticipada. La batalla por la calle Cinco de Mayo tampoco duró mucho.

A las trece horas con veintiocho minutos, por el lado sur del muelle fiscal, en el edificio de la Escuela Naval se libraría la última batalla por el Puerto. Los yanquis, confiados en que a la marina federal mexicana también le había llegado la orden de retirada, avanzaron confiados por el mercado de pescaderías. “Mírelos usted mi teniente, como pasan; desde aquí podemos hacerles fuego”, dijo el cadete Rendón con las ansias propias de su juventud. Treinta minutos antes de las catorce horas, el teniente Juan Bonilla ordenó abrir fuego, dando inicio así a la batalla por la Escuela Naval del Puerto.

En la Escuela, ciento veintiocho mexicanos se vieron con la tarea de repeler una fuerza de más de tres mil soldados entrenados, misión que el comodoro Azueta estimó imposible en sus adentros, pero exigió de todas formas a sus niños. Luego recordó la escasez de armamentos de sus tropas, se limitó a suspirar y a observar el techo, al que le murmuró una súplica: resistir la embestida que se avecinaba. Ordenó blindar todas las ventanas y puertas con tablas de huacales y muebles, y en las que usarían para abrir fuego, hizo poner colchonespara reforzar las paredes que las rodeaban. Entre tanto, el comandante Fletcher anhelaba instalar su oficina de mando en las instalaciones de la escuela, por lo que ignoró la recomendación de sus hombres de hacerla añicos con los cañones de los destructores. Las fuerzas yanquis se concentraron en ambos costados del recinto, mientras que decenas de botes armados con ametralladoras atacaron desde el lado sur, en el mar. Los cadetes estaban eufóricos al ver que los yanquis no avanzaban ni un solo metro, el comodoro Azueta miraba con sospecha.

En la calle de Manuel Arista, enfrente de la Escuela Naval, refuerzos estadounidenses provenientes de la Ciudad avanzaron cautelosamente hacia la entrada principal que parecía descobijada. En su camino había dos puestos de batería, sin cañones en ellos, avanzaron todavía más confiados, con una sonrisa de oreja a oreja. De repente, desde una uno de los puestos de batería, emergió un soldado mexicano que abrió fuego; la potencia de la arma lo trastabilló, lo que provocó que la mayoría de sus balas se estrellaran en tobillos y rodillas yanquis, cercenándolos y dejando a sus antiguos dueños desangrándose en la calle. No desperdició más municiones en acabar su sufrimiento. El soldado era un artillero del ejército federal de tan solo diecinueve años, quien se habría encargado de disparar uno de los cañones de no haber sido removido tras la orden de retirada del ejército federal, misma que él desobedeció al enterarse que su padre no la había recibido. Su nombre era José. Hacía unos meses que José había dejado la Escuela Naval, esto había ocasionado una profunda vergüenza en el corazón de su padre, un reconocido oficial de la marina, a quien se le dificultaba ocultar lo que su corazón padecía. José, convencido de que sus bajísimas notas en algebra y navegación no reflejaban el tamaño de su corazón, defendería su antigua escuela hasta el último latido.

El comodoro Manuel Azueta, convencido de que su contraparte estadounidense se traía algo entre manos, subió a la azotea para mirar el panorama de la batalla que parecía ir ganando. En ella se encontró a los cadetes Uribe y Castañón gritando y disparando como frenéticos “¡Eres un fregón!”, ¡Cúbrete! El comodoro, mesmerizado por la conducta tan poco castrense de los cadetes, se acercó a ver la escena en la calle de Manuel Arista y quedó pasmado al ver a José en la calle, a su alrededor había más de cincuenta cuerpos estadounidenses. “Señor, José ha defendido heroicamente la puerta de la Escuela, dijo el cadete Uribe recomponiendo la compostura, pero sin dejar de disparar. “Señor, José también ha recibido dos balazos, nos gustaría sacarlo de ahí cuanto antes”. Con la voz entrecortada, el comodoro Manuel Azueta ordenó el rescate del soldado con el corazón más grande del mundo, su hijo.

Con la caída del sol, en el horizonte, los acorazados Prairie y Chester se posicionaron a distancia de fuego de la Escuela Naval. La hicieron añicos. El día veintidós de abril, a las once horas la bandera de Estados Unidos de América se izó en el Puerto de Veracruz. El artillero José Azueta murió por las heridas causadas por el impacto de tres balas, pero sobre todo por rehusar la ayuda de los cirujanos estadounidenses que el comandante Fletcher puso a su disposición.

A varios kilómetros del Puerto, el barco alemán SS Ypiranga estaba siendo cateado por los marinos estadounidenses. La orden de compra que recogieron de la aduana en el Puerto ampara mil municiones, pero en el manifiesto del barco hay veintitrés mil. “¿Están planeando una guerra mundial o qué?”, dijeron los soldados yanquis burlándose.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

ÚLTIMAS NOTICIAS

ÚLTIMAS NOTICIAS

LO MÁS LEÍDO