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miércoles, abril 17, 2024

Los dos volcanes

Érase una vez una montaña tan alta, que al caer la noche, la luna descendía del cielo estrellado para descansar en su cima, mientras la luz de sol se deslizaba a través de su ladera e iluminaba el valle que la separaba de otra montaña amiga y amante. Entre ellas creció un hermoso y profundo bosque donde las plantas y animales que lo habitaban veneraban con una marcada reverencia a aquellos montes protectores. A estas muestras de gratitud también se unían los habitantes de una gran ciudad plagada de autos y edificios; ellos nunca se adentraban en ese bosque al que creían encantado, ni mucho menos se acercaban a las montañas que les parecían embrujadas.

De un tiempo acá y sin razón evidente, una de las montañas lloraba y la otra humeaba. Los ciudadanos, temerosos de una inundación o un incendio, o en su caso ambos, se reunieron en una gran asamblea de hombres para determinar las acciones que habían de tomar para remediar el descontento de los montes embrujados: primero, se determinó que cada uno de los ciudadanos aportaría una décima parte de su riqueza para formar un gran tesoro que se arrojaría desde helicópteros a los árboles, y también, acordaron el exilió de veinte prisioneros condenados a muerte, para que sirvieran de alimento a las tenebrosas criaturas que habitaban el bosque. Entre los prisioneros exiliados, una joven mujer de huesos largos y delgados, cuyo único crimen había sido amar a otra de su mismo sexo, caminó y escaló hasta la cima de la montaña que lloraba sin cesar.

En la cima y con la luna de testigo, la montaña le confesó la razón de su tristeza, que no era otra, más que el humo saliente de las fumarolas de la Ciudad, el que no le permitía ver a su amado Popocatépetl, como se llamaba la montaña asentada al otro lado del valle. La joven no podía entender como las piedras pudieran amar de esa manera. “Es que no siempre lo fuimos”, le dijo la montaña. Sorprendida, la mujer le prometió comunicar su mensaje en la asamblea de hombres bajo una condición.

– ¿Y cuál es tu condición pequeña amiga?– le preguntó la montaña con una voz rocosa.

– Que me cuentes cómo se convirtieron en piedra– respondió la mujer con firmeza.

Así que la mujer se acostó a un costado de la luna y la montaña le contó una vieja leyenda sobre una hermosa guerrera y un poderoso príncipe que estaban profundamente enamorados. Cuando la guerrera le pidió permiso al Rey para desposar a su hijo, este se lo concedió bajo una sola condición: traerle la cabeza de un viejo hechicero que vivía en el bosque encantado. La guerrera, quien no podía imaginar una vida lejos del príncipe, accedió sin dudarlo, así que se enfundó en su armadura y fue en busca de aquel temido mago en la hondura de ese bosque maldito, donde pocos habían entrado y ninguno salido. Se decía que entre las coníferas que tapizaban su oscuro paisaje se ocultaban animales embrujados que adoptaban la forma de aquello que más se amaba, por lo que la guerrera no se sorprendió al encontrar a una de esas bestias disfrazada de su amado príncipe, a la que abatió, para su sorpresa, con pasmosa sencillez. Después se adentró en una cueva y fue ahí donde encontró al hechicero sentado sobre una gran piedra, parecía estar esperándola. Cuando ella se dispuso a matarlo, este le hizo una oferta: “Ampárame la vida y te devolveré a quien más tú amas y a quien has matado por escuchar lo que la gente dice de mi bosque”. Desconfiada, ignoró la advertencia y cortó su cabeza de un solo tajo y con esta clavada en la punta de su lanza, regresó victoriosa a la ciudad. Sin embargo, al entrar en ella, notó con alarma que todo se veía diferente, que los ciudadanos estaban de luto. Aunque a ella le había parecido que solo pasaron unas pocas semanas desde su partida, a su regreso cayó en cuenta que en el pueblo habían pasado años y que el sucesor del rey, su amado príncipe, harto de la eterna espera, había ido tras ella al bosque encantado de donde nunca regresó.

Con el corazón desecho volvió a donde yacía el cuerpo de su amado. Se acostó a un costado de él y lloró hasta caer profundamente dormida. En lo recóndito de su sueño, una voz que le era conocida le hablaba con ternura, pero no era la del príncipe, sino la del hechicero.

Joven guerrera te haré una nueva oferta. Debo admitir no es tan buena como la primera, pero creo que puede ser de tu interés– dijo el mago.

¿De qué se trata? –  respondió ella.

Al haberme matado, dejaste al bosque encantado sin un guardián de su flora y fauna. Pocos años pasarán hasta que la codicia de los de tu raza lo destruya, te propongo que seas tú la nueva protectora. A cambio no te regresaré la vida de tu amado, pero los trasformaré a los dos para que juntos cuiden del bosque y puedan pasar la eternidad uno al lado de otro. – La guerrera aceptó, nuevamente, sin dudarlo.

Así fue que el mago convirtió a la guerrera de nombre Iztaccíhuatl en un enorme volcán postrado enfrente a su amado, el príncipe Popocatépetl.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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