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viernes, marzo 29, 2024

Memorias de una soldado roja (parte I)

Los proyectiles surcaron los fríos vientos de lado a lado: los que impactaban al oeste del río Volga lo hacían con precisión inaudita sobre cimientos de fábricas, escuelas y hogares, las que quedaron reducidas a polvo junto con todo y todos los que habían en ellas; hacia al este, fueron pocos los proyectiles que rebasaron los confines de aquel río y la mayoría terminaron ahogados en su profundidad. Lo bueno es que los alemanes pronto estarían al alcance de nuestros cañones; lo malo, es que cuando lo estuvieren, también estarían más cerca de conquistar mi ciudad. Así inició la batalla por Stalingrado.

El recuerdo de la firma del Tratado de no Agresión entre Alemania y la URSS se hacía cada vez más distante, me parecían siglos desde el verano de 1939 cuando Vyacheslav Molotov, ministro de asuntos exteriores, lo anunciara por la radio. Ahora, los alemanes habían inhabilitado las bases aéreas soviéticas y se hicieron beligerante paso a través de Bielorrusia, Estonia, Letonia, Lituania, Ucrania hasta las puertas de Rusia. En su avance tan sólo se encontraron con un endeble ejercito rojo que no dejaba de retroceder y con los escombros de pueblos incendiados por sus propios habitantes. Sólo quedaban las ciudades rusas al este de los ríos Volga y Don, que terminaron por albergar a todos los refugiados de guerra.

Ante el inminente avance alemán, fue que se nombró a Iosif Stalin como Comisario de la Defensa del Pueblo. Entre sus primeros mandatos, estaba la ordenanza doscientos veintisiete, también conocida como ni un paso atrás. Esto era porque todo soldado soviético que se retirase o rehusase el combate sería ejecutado por su oficial, al momento y sin juicio previo. La idea era simple: luchar hasta la muerte por la madre Rusia sin importar los hombres y mujeres que eso costase. Mandato que se antojaba complicado con la táctica relámpago de los alemanes. Esta era siempre igual, siempre letal y sobre todo incontenible: primero eran los bombarderos Heinkel He 111 —en su origen aviones civiles y de ahí que los conocieran como corderos disfrazados de lobos— que sobrevolaban las ciudades y en una sola pasada descargaban, cada uno, dos toneladas de explosivos sobre lugares predeterminados; luego seguía la artillería, que con balas de ochenta y ocho milímetros arropaban el camino para la llegada de los tanques Panzer IV y los soldados de infantería. Con ataques sucesivos desde aire y luego tierra, los alemanes se aseguraban de dos cosas: primero, en entorpecer el tiempo de respuesta enemiga, y segundo, en hacerse de sus preciados recursos para su propio beneficio. Era una guerra rápida y siniestra. Sin embargo, lo que más temíamos no eran los Heinkel o los Panzer, sino los Junkers Ju 87, unos aviones biplaza también conocidos como Stuka, que no eran perceptibles a la vista, pero demasiado al oído. Cuando descendían desde los cielos empicados, antes de arrojar su descarga mortal, hacían sonar una sirena revienta tímpanos. Sabías que estaban ahí, pero no dónde.

Aunque no los había visto cara a cara, de las cientos de fotos que circulaban en periódicos me daba la impresión que los soldados alemanes —con sus uniformes siempre impecables— eran de los que preferían hacerse de la vista gorda, mientras la fuerza aérea y artillería hacían el trabajo sucio; que preferían refugiarse en el blindaje de sus tanques y camiones, y más que por la protección que estos les brindaban, por temor a entender el alcance del daño causado.

Ahora, con el impuesto frenesí patriótico que imperaba en los soviéticos y entre las ruinas de Stalingrado por las que no podría avanzar ningún tanque, los alemanes tuvieron que pelear un tipo de guerra que hasta entonces desconocían: cuerpo a cuerpo.

Fue en este tipo de batalla que, entre las cenizas, surgió Natalia Peshkova.

Continuará…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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