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sábado, abril 20, 2024

Memorias de una soldado roja (parte III)

El oficio de enfermera desprovisto de gasas, jeringas, vendas y demás instrumentos para la curación se parece más al que ejerce un sacerdote que consuela al moribundo, que al de quien lo auxilia físicamente. Desde escuchar penas, calmar sollozos, hasta llevar mensajes de cariño a seres queridos, esa era la labor de las enfermeras soviéticas durante la guerra. Situación que fue identificada por los oficiales del ejército y más o menos remediada de la siguiente forma: «También hay que consolar a los vivos», instruyó el teniente, mientras se dibujaba una sonrisa en la comisura de sus labios. Así que, como obediente jefa de enfermeras, di indicaciones a las cuatro a mi cargo, de presentarse con el cabello recogido y ropa que cubriera la mayor parte posible de su piel, en los silos de grano donde se encontraban los rifleros de la décima séptima y nonagésima segunda división de infantería. «Por ningún motivo deben tener contacto con la piel de los soldados. ¿Entendieron?», advertí a todas. En esas circunstancias no se podía ser muy cuidadosa, en especial con el brote de tifus que pesaba sobre las filas del ejército rojo. Los piojos portadores de ella se incrustaban en la piel del huésped para beber de su sangre, causándole a este una comezón mortal y no en sentido figurado, pues al intentar arrancarlos, la mayoría de veces, sólo desprendían parte de sus cuerpos. El desmembramiento del insecto provocaba un regadero de su tubo digestivo en el torrente sanguíneo del huésped, donde se albergaba la tifus. Separar a los soldados afectados por ella se antojaba complicado, pues los síntomas no eran visibles, sino hasta dos semanas después de la infección, cuando aparecían máculas en la piel, fiebres, alucinaciones, a las que seguiría la muerte. También les di instrucciones respecto al trato que deberían de tener con los soldados: no pasar demasiado tiempo con el mismo, evitar comentarios de índole militar y por ningún motivo, cuestionar el régimen comunista. Es decir, bajo el lema de Freud de ser dueño de lo que se calla y esclavo de lo que se habla, les pedí no caer en la esclavitud. Sin embargo, eso era lo que éramos. Esclavas. Las primeras semanas habían ido bien, apenas unos roces de manos con los soldados de las enfermeras más mimosas y ninguna eventualidad de las más habladoras. Íbamos una hora antes del corte de luz y pasábamos quince minutos con quienes nos buscaban. Eran siempre los mismos, soldados viejos a quienes les recordábamos a sus hijas y que en más de una ocasión nos confundieron con ellas.

Las divisiones que atendíamos se habían atrincherado en los depósitos de grano de la ciudad: sus órdenes eran defenderlas. Ahí estaríamos a salvo de los ataques aéreos, pero tendríamos que enfrentar a la infantería alemana que, sin duda, buscaría hacerse del grano para su beneficio. Entre tanto, la sexta división de tanques alemana del general Fredrich Paulus aguardaba paciente al noroeste de Stalingrado, decían que esperaba refuerzos provenientes del Cáucaso de la cuarta división que dirigía Hermann Hoth o la llegada de una nueva arma, un gigantesco tanque capaz de disparar más de noventa proyectiles de ochenta y ocho milímetros y que su blindaje frontal lo hacía inmune a los proyectiles de nuestros tanques T-34; la llamaban Tiger. Fue hasta el veinte de agosto de 1942 cuando finalmente los alemanes iniciaron el ataque a la ciudad, desde el noroeste con la sexta división y desde el sur con la cuarta. Ambas reforzadas con el Tiger. Esa noche fueron pocos los soldados rusos que volvieron al depósito. El teniente me hizo llamar desde una bodega que hacía las veces de su oficina, el cabestrillo que sostenía su brazo izquierdo me había hecho pensar que requería alguna atención médica. Lo encontré parado, con la mirada fija en el techo, desabrochándose el pantalón, e ingenuamente le dije que no era necesario, pero él, con una voz rasposa e impregnada de alcohol, me dijo: «Acuéstate, ahora te explico cómo se consuela a los vivos». Una. Dos. Tres. Cuatro veces se adentró en mi antes de voltearme bocabajo cual saco de patatas y repetirlo. Un total de siete cuando ya se había escurrido. No derramé ninguna lágrima, ajena a las sensaciones de dolor e impotencia que me provocaba ser violada, estaba Natalia, su coraje, su lucha que, como la mía, tampoco habría sido sencilla. Abrí la puerta de la bodega y encontré el lugar en silencio. No se escuchaba ninguna voz, apenas un gemido y varios sollozos contenidos. Mis colegas también habían aprendido a consolar a los vivos.

De pronto entendí que en esta guerra no se podía escoger el campo de batalla en el que moriría, pero sí cómo lucharía. Algunos, como Natalia, lo hacían con rifles en las calles y otros, como nosotras, lo haríamos en las camas.

Continuará…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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