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martes, marzo 19, 2024

Memorias de una soldado roja (parte V)

Pensé que el ir y venir del tiempo me habrían hecho olvidar aquel idioma, que la destrucción y heridas provocadas por sus parlantes, lo habrían desterrado con saña de mis pensamientos, sin embargo, no fue así. Abrí el diario y entendí cada una de las palabras que ese soldado había escrito en alemán, idioma que aprendí hace varios años en casa. Mi padre, originario de Friburgo de Brisgovia, un pueblo al sur de Alemania, se había mudado Yekaterinoslav[1] en la URSS debido a un trabajo que consiguió en la planta metalúrgica de ese lugar. Un año después estalló la primera guerra mundial y con ello la extradición de letones, noruegos y alemanes a los campos de trabajo en Siberia, también llamabados Gulags. Lo que fue de ellos, a la fecha me es incierto, pero imagino que la travesía de cinco mil kilómetros, incluyendo el paso sobre el río congelado de Kolimá, no fue del interés de mi padre, quien cambió su apellido a Babich —ni muy ucraniano ni muy alemán— y se las ingenió para escaparse a Stalingrado, donde se casó con mi madre, curiosamente también de ascendencia teutona. Luego nació mi hermana Cristina y un año después lo hice yo. Cristina era la luz de los ojos de mi padre, de rasgos finísimos y cabellos largos y rubios, casi blancos. No obstante la delicadeza de su cuerpo delgado y largo, ella nunca rehusó una pelea, todo lo contrario, pues cuando los demás niños hacían burla de mi cuerpo regordete y chaparro —ambos rasgos cortesía de mi madre— siempre daba la cara por mi y en más de una ocasión terminó con varios moretones por defenderme. Odiaba encelar su belleza, su capacidad de hacer todo bien, a veces deseaba odiarla, pero siempre la amaba; así mi relación con ella.

Cuando estalló la segunda guerra mundial, mi padre estaba convencido que, al igual que la primera, sería una de trincheras en las tierras de nadie, como se conocían a los campos inhóspitos entre los confines de países beligerantes. Yo, por otro lado, había encontrado la oportunidad de demostrar mi valor, así que me enlisté al movimiento juvenil comunista Komsomol, que era lo mismo que unirse al ejército.

Los refugios antiaéreos en Stalingrado eran insuficientes para albergar al grueso de la población. Por ello, cuando chillaban las sirenas, anunciado un ataque aéreo, las familias preferían esconderse en sus casas debajo de mesas y camas, que quedar a la deriva tratando de ingresar a alguno de los albergues. Mi familia fue de las que prefirió quedarse y por ello murió aplastada por el techo de nuestra casa. Al menos lo hicieron juntos, me gusta pensar que abrazados. Todo esto mientras yo era la puta del ejército rojo. De tal forma que esta guerra me había dejado huérfana, violada, vagabunda y sin mi amada hermana. Desde entonces me aflige el no haber muerto a su lado, aflicción disfrazada de rabia que llevo conmigo a donde quiera que vaya.

Me senté debajo de un muro a medio caer, e iluminada con las llamas perennes de Stalingrado, leí el diario de un teniente de la vigesimocuarta división del ejército alemán, su nombre o apellido era Weiner:

 Hemos luchado durante quince días por una casa, con morteros, granadas, ametralladoras y bayonetas. Para el tercer día, cincuenta y cuatro cadáveres alemanes estaban esparcidos en la bodega, pórtico y escaleras. La entrada a la casa conduce a un pasillo entre habitaciones quemadas y este, a su vez, es el delgado techo del que se sostiene el segundo piso. La ayuda rusa viene desde las casas vecinas, por escaleras de emergencia y chimenea. Hay una lucha incesante desde el mediodía hasta la noche: caras negras cubiertas en sudor, bombardeos de granadas en medio de explosiones, nubes de polvo y humo, montones de morteros, inundaciones de sangre, fragmentos de muebles y seres humanos. Basta preguntarle a cualquier soldado lo que media hora de lucha cuerpo a cuerpo le hace. Ahora imagínala durante ochenta días y ochenta noches. Las calles ya no se miden por metros, sino por cadáveres. Stalingrado ya no es una ciudad. Durante el día es una enorme nube de humo ardiente y cegador: un gran horno iluminado por el reflejo de llamas. Y cuando llega la noche, una de esas abrasadoras y aullantes noches de sangrado, los perros se sumergen en el río Volga y nadan desesperadamente para alcanzar la otra orilla. Las noches de Stalingrado son un terror para ellos. Los animales huyen de este infierno; ni las piedras más duras lo soportan. Sólo los hombres aguantamos[2].

De pronto entendí que en esta guerra no habría vencedores ni vencidos, sólo muerte y destrucción; que el único motivo por el que yo aguantaba, no era venganza, ni mucho menos un deber patriótico, era Natalia Peshkova. Con sus facciones finas y delgadas, fuerza indomable; en ella había encontrado un pedacito de mi hermana, y a eso me iba a aferrar. Conforme seguía mi camino hacia la colina Mamáyev Kurgán, donde me encontraría con ella, pedazos de periódico con su imagen a medio quemar se paseaban por mis pies, los que me daban fuerzas para seguir. Pensé en sentarme a leer su nueva hazaña, pero no estaba segura de tener fuerzas para volver a levantarme. Así que seguí, hasta que me dieron nauseas otra vez.

 

Continuará…

[1] Hoy Dnipró.

[2] Clark, Alan; Barbarossa: The Russian-German Conflict 1941-45; 1965; página 265

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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