Hoy nieva en , pero la nieve se oculta en cenizas.
No sale, porque detesta el fuego; sólo acaricia la piel blanca descobijada,
que se entumece hasta hacerse trizas.
Y hecha trizas sobre cenizas, la piel blanca quiere la retirada,
mas la orden de hacerlo le es inexplicablemente negada por un político de gran soberbia y bigote recortado.
Ahincada en sus blancas mentes,
un rumor se propaga hasta el delirio.
Se trata de los rojos refuerzos que acechan desde varios frentes,
la razón
de su inminente martirio.
Mi camino hacía la colina —sin embargo— no termina,
rodeada de blancos y asustados alemanes, el cerco se antoja inexpugnable,
pero no lo es.
Oculta al ojo, pero fresca al sueño perenne,
ahí es donde está Natalia, reflejo de la sangre derramada por mi hermana,
elixir que me da fuerza a través de las líneas enemigas
y la que me ayuda a continuar con esta vida,
que tampoco se me termina.
La encuentro entre sábanas blancas manchadas de rojo,
quizás herida por un proyectil alemán,
pero era un camarada rojo, quien en contra de sus deseos, se adentra en ella una y otra vez.
Natalia solloza con cautela, un grito ahogado, pero malamente contenido.
De pronto nada, no ocurre nada, mas que una estruendosa luz,
y en su luminosa sustancia, nuestros ojos se encuentran antes de quedar eternamente cerrados.
La soldado roja fue alcanzada por una bala de artillería el treinta de enero de 1943, dos días antes de que el recién ascendido a mariscal de campo, Friedrich Paulus, desobedeciera las órdenes de Hitler y rindiera lo que quedaba del sexto ejército alemán. A partir de entonces iniciaría la brutal contraofensiva rusa que llegaría hasta el Reichstag en Berlín y concluiría la gran guerra. La soldado roja nunca reveló su nombre, no obstante sabemos que murió a lado de Natalia Peshkova.
Final.
