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jueves, abril 18, 2024

Saliendo con una estrella (partes I y II)

Parte I

Lo ocurrido a Federico Icaza en un hotel de la playa oaxaqueña de Zipolite fue una experiencia de la que todos hemos soñado o fantaseado, mas pocos realizado: pasar la noche con una superestrella.

Sensato sería asumir que Federico ya estaba inmiscuido en el mundo del espectáculo y por ende en frecuente contacto con actrices y cantantes, pero lo cierto es que él que también era una estrella de su propio mundo; claro que uno de otra galaxia donde los concursos de algebra equivalen a seguidores en la red social de Instagram. Durante sus estudios de bachiller, resaltó no sólo por sus extraordinarias notas, sino por su timidez, apoques y escasas habilidades comunicativas. Eso y su caricaturesco físico que se asemejaba al de Shaggy Rogers de la caricatura Scooby Doo fueron las razones por las que su adolescencia fuera difícil por no decir traumática, sobre todo en el trato con el sexo opuesto. Trauma que logró superar parcialmente cuando cumplió veinte y sus escuálidos huesos se alargaron de manera armoniosa con el resto de su cuerpo: piel blanca; cabello castaño, ondulado y tan largo que llegaba hasta sus hombros; ojos azules y los que a través de los cristales de sus anteojos, se engrandecían considerablemente. Haciendo de él un joven inteligente y relativamente guapo; virtudes codiciadas entre cualquier joven universitaria que prefiriera una noche de libros a una de clubes nocturnos. Estudiaba el segundo año de matemáticas aplicadas en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), y su mente y tiempo los ocupaba con números y fórmulas. Ocupación que lo hizo representante de México y la unam en la Olimpiada Iberoamericana de Matemática Universitaria. De ahí que fuera una celebridad entre los amantes de los números.

Provisto de su mejorado físico y con la confianza que le daba haber ganado dicha olimpiada, Federico se decidió a buscar las experiencias juveniles que como estudiante de bachiller nunca tuvo. Y en sus compañeros de carrera fue que las encontró, descubriendo con ello una nueva pasión: los videojuegos. Pero él no era el único que buscaba algo. Su padre, Claudio Icaza —a quien lo afligía un sentimiento de culpa por haber estado ausente durante la infancia de su único hijo—  constantemente intentaba comprar su amor con costosos objetos; prueba de ello era una Grand Cherokee de ocho cilindros que lo único que acumulaba en el odómetro era polvo y ningún kilometro. Gasto que el bienintencionado Claudio pudo haberse ahorrado si hubiera estado en casa el día en que Federico se escapó de ella para manifestarse en el Zócalo capitalino por los altos niveles de contaminantes registrados en el Valle de México. Ahora que Federico se había ido de casa, lo invitaba constantemente a pasar algún fin de semana juntos en cualquiera de los hoteles boutiques que él dirigía y que estaban regados a lo ancho y largo del país.

Puedes traer a tus amigos o una amiga si es que quieres—, ofreció Claudio, mientras que al otro lado del teléfono Federico fruncía el entrecejo.

Pa, la próxima semana tengo examen de cálculo. ¿Podríamos hacerlo en otra ocasión?—, se excusó Federico una vez más. La excusa del examen se repetía cada semana; lo único que cambiaba era la asignatura.

El tiempo que pasaba jugando videojuegos apenas repercutió una o dos décimas en las notas de Federico y mejoró notablemente su vida social. Se hizo amigo de dos muchachos de su clase con quienes competía por las mejores notas: los mellizos Luna de nombres Ulises y Tonatiuh. Competencia que se antojaba injusta considerando que ellos vivían en San Miguel Topilejo y que gran parte de su tiempo lo dedicaban en ir y venir a la unam, valiéndose del no tan eficiente transporte público de la Ciudad de México. Por otro lado, a tan sólo unos minutos de la universidad, en un departamento de lujo en la colonia Pedregal vivía Federico. The Pack (La Manada) —como los tres amigos se autodenominaron— pasaba las noches de viernes en vela jugando el videojuego Age of Empires en el departamento de Federico. El que equipado con tres pantallas de alta resolución hacían de éste el lugar predilecto para desahogar su pasatiempo. Los de San Miguel Topilejo eran de cuerpo relleno y huesos cortos; el cabello lacio de Ulises caía en forma de hongo hasta sus cejas, mientras que el de Tonatiuh llevaba un corte militar; era la única forma de diferenciarlos. Las dulces mieles de la camaradería hicieron a Federico recapacitar su negativa a las invitaciones de su padre.

¿Qué onda pa?—, saludó efusivamente Federico a través del teléfono, sorprendiendo gratamente a su padre, quien tras ponerse al día con su primogénito, lanzó su habitual invitación:

Oye mijo. Me imagino que vas a estar muy ocupado con tus exámenes, pero me gustaría invitarte la semana santa a la inauguración de un nuevo hotel en Oaxaca ¿Te animas? —, preguntó Claudio.

Va. ¿Puede venir The Pack?—, dijo Federico.

The what?—, preguntó Claudio confundido.

Mis amigos de la uni pa: Ulises y Tonatiuh—.

Encantado de conocerlos. Paso por ustedes el sábado en el ale de Toluca —, agregó Claudio refiriéndose a la sección de Aerolíneas Ejecutivas del Aeropuerto de aquella ciudad,  donde se ubican los aviones privados.

Así que en el día fijado, The Pack estaba a bordo del Pilatus PC 24 que volaba el mismísimo Claudio en dirección al aeropuerto de Oaxaca. Los de San Miguel Topilejo, lejos de estar impresionados por la aeronave de nueve millones de dólares en la que se estrenaban como pasajeros del cielo, centraron su atención en los audífonos de aviador que cancelaban el ruido externo en su totalidad.

¿Nos los llevamos pa echar la reta del Age en la playa o qué?—, preguntó Tonatiuh a través del micrófono y usando un tono burlón.

A ver: vamos a la playa, a disfrutar del sol, la arena y el mar. No a sentarnos frente a una pantalla y jugar, advirtió Federico con fiereza mientras pasaba la página de un ejemplar de la revista Vogue.

Parte II

Los otomanos me atacan de nuevo”, “necesito su ayuda de forma inmediata”, “resiste”, “los refuerzos van en camino” eran  la clase de comentarios que se podían escuchar desde la habitación marcada con el número siete del hotel Casa de los Icaza en Zipolite, Oaxaca. Los tres amigos jugaron videojuegos hasta el alba y despertaron hasta que sol alcanzó el cenit. Esa tarde, después de comer con Claudio, Federico les propuso a los mellizos algo que nunca hubieran imaginado: jugar futbol en la playa. 

¿Te refieres al videojuego de Fifa 20 verdad? Porque conozco una página donde lo puedo descargar gratis, dijo Ulises sarcásticamente y acto seguido chocó su puño con el de Tonatiuh, quien reía por lo elocuente del comentario de su hermano. Resignado al confinamiento voluntario de sus camaradas, Federico fue a caminar en la playa; lo hizo durante un par de horas y cuando finalmente se cansó, se sentó sobre la arena a observar la caída del sol. Esperaba ver el famoso destello verde del que tanto había escuchado, mas nunca visto. Se trata de un fenómeno óptico por el que un rayo verdoso aparece momentáneamente en el lugar donde se ha puesto el sol, sin embargo, cuando esto ocurrió sus ojos estaban distraídos en otro fenómeno óptico del mismo color: unos ojos.

Su dueña no podía ser menos enigmática: cabello teñido en tono azul; tez pálida; cejas largas y pobladas; nariz levemente ancha y respingada; labios exquisitamente voluptuosos. Llevaba un pareo holgado que envolvía el resto de su cuerpo, ocultándolo a la vista de los curiosos pero que con la ayuda del viento, el lino se pegó a su piel, revelando a Federico el contorno de unos grandes y redondeados senos; vientre plano y largas piernas en las que se marcaban sutilmente todos los grupos musculares. Hasta entonces, Federico jamás se había interesado de esa manera por el sexo opuesto, pues si bien es cierto que había salido con un par de chicas de la universidad, también lo era que sólo buscaba su amistad.

No volvió a ver a la joven de los cabellos azules hasta la tarde siguiente en la que The Pack cambió los videojuegos por una fogata en la playa. Mientras los mellizos discutían sobre qué sitio de internet ofrecía las mejores instrucciones para iniciar el fuego, Federico fue a conseguir cervezas en el bar del hotel. Ahí, sentada frente a una mesa que se ubicaba en el fondo del recinto, una comensal leía ávidamente las páginas de La Hija Prodiga de Jeffrey Archer. Llevaba sombrero y gafas de sol, ambas tan grandes que la mitad de su rostro permanecía cubierto. De no ser por unos rebeldes cabellos azules que se asomaban a la altura de su oreja, Federico no la habría reconocido. Suspiró, tomó las cervezas y se dispuso a salir, sin embargo, antes de hacerlo, experimentó una extraña sensación que unos identificarían como valentía, pero que realmente era un impulso inexplicable e incontrolable. Volvió a suspirar, dejó las cervezas sobre la barra y se aproximó a la dama.

Hola—, exclamó Federico todavía muy lejos, lo que llamó la atención de todos los comensales, menos la de ella. Un par de fornidos hombres que la custodiaban, levantaron la mirada y la dirigieron al joven que se aproximaba decidido a su protegida. —Hola, ¿qué tal?—, repitió esta vez lo suficientemente cerca y en consecuencia ella giró la cabeza hacia él. A la par, las sombras de los guardaespaldas se arremolinaron a los lados de Federico, quien pensó que una nube había cubierto lo que quedaba de sol.

Seguro. ¿Tienes pluma y papel?, contestó ella de forma instintiva y en su lengua materna, el inglés. Su voz era ríspida y grave; no obstante, hermosa y femenina. Eso y su acento que no era estadounidense, pero tampoco británico, enamoraron los oídos de Federico.

¿Qué? No. Perdón—, se disculpó él haciéndose valer del inglés que aprendió en el Colegio Americano. Mis amigos y yo hicimos una fogata en la playa y me preguntaba si te gustaría acompañarnos—.

¿Te refieres a esa fogata?—, dijo ella señalando a dos jóvenes en la playa: uno que prendía fuego a la leña apilada con un encendedor de cocina y el otro que se batía a duelo con un mosquito.

Plop—, fue lo único que Federico pensó y lo que dijo. Al menos las titánicas sombras que lo arropaban se habían desvanecido por instrucciones de la joven.

Hagámoslo—, dijo ella antes de sacarse las gafas, revelando las esmeraldas que llevaba por ojos y una sonrisa que iluminaba más que el mismo sol. Mas no era la única revelación, pues con la cara de la joven descubierta, las imágenes de la revista Vogue que había leído en el avión se apilaron en la cabeza de Federico estropeando su capacidad de respuesta. Para su fortuna, ella continuó la conversación con otra pregunta:

Por cierto, ¿cómo te llamas?—.

Federico, ¿y tú?—, preguntó él pese a saber la respuesta. Sin embargo, a ella, el cuestionamiento le trajo desconcierto, pero sobre todo emoción. No recordaba la última vez que tuvo que contestarla, así que lo hizo con esmero:

Baird O´Connor —. Nombre que causó desconcierto en él por no ser el que recordaba en la portada de Vogue. No obstante, la introdujo a sus amigos como tal.

El ascenso de Baird O´Connor en el mundo del espectáculo fue meteórico y afortunado. Su madre, Sonia, poeta de corazón, pero secretaria de profesión, se veía obligada a cubrir horas extra en el hospital de Auckland en Nueva Zelanda, a fin de asegurar que su única hija tuviera la educación universitaria que ella no tuvo. Razón por la que Baird pasará la mayor parte de su adolescencia en actividades extracurriculares, desde las Scout Girls, banda de música, hasta el equipo femenil de rugby. Se distinguía por sociable, comunicativa y por una capacidad de liderazgo inusual a su joven edad. Vivía en un departamento sobre la avenida Buckley con Sonia y su abuela paterna Maggie, quien asumió el rol de su hijo cuando una noche éste saliera a buscar una cajetilla de cigarros y la encontrara en Australia, de donde nunca volvió. Maggie padecía una terrible artritis que además de causarle dolorosos achaques, le costó su trabajo como chef en un no tan prestigiado restaurante albano. Por lo avanzado de su enfermedad, le fue imposible someterse nuevamente a las exigencias de un restaurante, mas esto no la detuvo para aplicar a la vacante de cocinera en el consulado de la República de Kosovo que se ubicaba a unas cuadras del departamento. De modo que cuando los kosovares probaron sus cazuelas de leche y pimientos rellenos, no tuvieron más elección que ofrecerle el puesto y someterse a todas sus exigencias laborales: jornada reducida y una pinche en la figura de su nieta Baird, quien se encargaría de servir, recoger y lavar platos. Labor con la que Baird, además de verse recompensada con el tiempo que pasaba con su abuela, le permitía tocar el piano que adornaba la sala de espera una vez que las oficinas cerraban y siempre que no estuviera el cónsul Berisha. Los jueves, saliendo del consulado, se reunía con su mejor amiga Dorothy para ver el entrenamiento de rugby de los varones. Prestaban especial atención al jugador que portaba la casaca número ocho. Se trataba de Kenny Cole de doceavo año, quien además de ser capitán del equipo, presidir el comité estudiantil, era el galán más codiciado del colegio Massey. En alguna ocasión, Baird lo encontró en el aula de música tocando al piano el éxito de Billy Joel, Piano Man. Desafinaba un poco, pero ella lo atribuyó al mal estado de las clavijas en el instrumento. Kenny era prácticamente inalcanzable para las de décimo año, pero eso no detuvo a Baird, quien cursaba el noveno. Una tarde se sentó en su computadora a teclear la que sería su primera carta de amor:

 

Querido Kenny,

 Desde que te vi por primera vez, supe que eras alguien especial. Creo que tocas muy bien el piano y juegas al rugby todavía mejor. Yo también hago ambas actividades ¿sabes? ¿Te gustaría que practicáramos juntos?

Sinceramente,

Baird O´Connor

 

El mensaje se apiló en la bandeja de entrada del perfil de Facebook de Kenny Cole junto con otra decena de mensajes de otras chicas que Kenny leyó, compartió con sus amigos, mas nunca se dignó en contestar. De eso se arrepentiría.

La suerte de Baird y de la familia O´Connor cambiaría drásticamente una tarde que el cónsul Berisha regresó de un viaje diplomático antes de lo previsto y encontró a Baird golpeando las teclas de su Steinway & Sons al son de la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner. Lo hacía con tanta fuerza y pasión que se vio obligado a apadrinar su carrera musical.

Continuará…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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