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jueves, abril 18, 2024

Segundas disertaciones laborales

Di media vuelta y regresé al cuarto donde seguí meditando, esta vez sobre lo qué había hecho con mi vida, quién era yo, quién era Raziel Ortiz y qué demonios había hecho tan mal para terminar vendiendo tiempos compartidos en Perú. Entonces recordé lo sucedido en noviembre de 2012 y todo se esclareció, o más bien se enredó. Abrí mi computadora portátil y en esa carpeta que juré haber borrado, repasé mis notas, informes forenses y grabaciones de informantes de dudosa confiabilidad. Antes de los tiempos compartidos y crisis existenciales, trabajaba como periodista en un periódico de nota roja en Coahuila, en mi natal México. Posición que me aferré a considerar temporal, entre tanto conseguía hacerme columnista en un periódico de más renombre o al menos de uno que no se valiera de cuerpos cercenados, encabezados gigantes y redacción regular, por no decir mediocre, para vender sus ediciones en puestos de revistas y limpiabotas. Para ello necesitaba de una nota, una de esas cuya trascendencia resonara por doquier y que me diera la oportunidad de ubicarme entre los prometedores periodistas chihuahuenses y en una de esas, hasta de mandarme a la capital.

En ese entonces, Baltazar Córdoba era el director de redacción y por lo tanto mi jefe. Un hombre alto, blanco y delgado; nariz aguileña; ya entrado en los sesenta, pero que aparentaba menos. En la oficina vestía siempre de traje, uno azul obscuro y otro gris ceniza; en ocasiones combinaba el pantalón de uno con el saco del otro y viceversa, pero eran los mismos. No obstante sus rasgos europeos y mirada bondadosa, Baltazar tenía una adicción por ver, sentir e ingerir sangre humana, incluso en alguna borrachera alardeó ser descendiente del mismísimo príncipe rumano Vlad Dracul. Desconozco si era verdad, pero en mi opinión no había mejor trabajo (salvo el de médico forense) para satisfacer su vampiresa parafilia sin ser tachado de demente.

Una tarde de finales de octubre, Baltazar, con un folder de papel manila prendiendo de su mano, se aproximó a mi cubículo con rampante alegría. “Carajo. Ahí viene otro reporte de accidentes de tráfico”, pensé en aquel entonces. Para mi fortuna, lo había mal pensado, se trataba de esa oportunidad que tanto añoraba: el asesinato de un joven de veinticinco años, a quien la muerte lo sorprendió la noche de tres de octubre en un ejido de Ciudad Acuña en Coahuila, para este reportaje Baltazar me dio carta en blanco, debería hacerlo tan profesional como pudiera. Siempre y cuando no olvidara incluir, al menos un par de fotos de la cabeza del joven perforada por dos balas.

Los sucesos entorno a la muerte fueron dilucidados con prontitud por autoridades y cubiertos por medios nacionales e internacionales. Todo apuntaba a la venganza de un cartel de narcotraficantes, cuyo sobrino del segundo al mando había sido abatido el mismo día por policías estatales en Piedras Negras, también en Coahuila. Suceso de tal trascendencia que en menos de seis días hubieron tres arrestos, todos policías; pronunciamientos de renombrados funcionarios respecto a la necesidad de una nueva estrategia de seguridad en el país, y el tránsito de vehículos militarizados en cada rincón del estado. No me malinterpreten, me dio gusto semejante reacción de nuestras autoridades. Lo sorprendente es que, en aquel entonces (y todavía), sesenta mil asesinatos seguían impunes tan sólo en el último sexenio. Esta inusitada atención fue el objeto de mi reportaje, del que concluí que la expedita atención sólo podía explicarse de una forma: la víctima era el hijo del expresidente del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y exgobernador de Coahuila y sobrino del gobernador en turno, cuyo nombre, por prudencia que en ese entonces carecía, omitiré.

En la madrugada, mientras se imprimía la edición con mi reportaje titulado ¿Todas las muertes son iguales? me llegó un mensaje de Baltazar: quería verme de inmediato en su oficina. Con el cabello alborotado y más sucio que de costumbre llegué a las instalaciones del periódico que estaban cerradas. Pensé en tocar, pero como conocía la entrada oculta a través del almacén no quise importunar a mi jefe, quien seguro estaría de mal humor por haber detectado algún error ortográfico en mi escrito. El ruido del silencio se había apoderado del cuarto de impresoras. Estas ya no bramaban, sólo dormían. Habían sido detenidas por completo. “Fue más que un error ortográfico”, pensé todavía más preocupado. La luz en su oficina vislumbraba la figura de Baltazar sentado frente a su escritorio, seguramente pensando como remediar mi cagada. Caminé cual perro regañado, mientras él seguía inmóvil, como cabizbajo. A unos metros de su oficina caí en cuenta que él no se movía a causa de los agujeros que atravesaban su cabeza y de los que escurría la sangre que manchaba sus pantalones azul obscuro. Todo esto mientras varias sombras se amontonaban como buitres en la entrada del inmueble. Como no iba a averiguar qué era lo querían, me fui. Me largué de ahí, de Coahuila, de México, del periodismo y de mí mismo.

Pese a lo confuso del ir y venir de mis pensamientos, ahora que recordaba las razones por las que había terminado como vendedor de tiempos compartidos, de pronto la convención en la que estaba, al lado de los presuntos corredores deseosos de agradar a Carlos Von, dejó de parecerme tan tediosa, hasta sentí cierta ternura por mi compañero de cuarto, Ricardo. Lo que fuera era mejor que el destino que esas sombras me deparaban, como el de Baltazar, de quien por cierto jamás se escribió una sola nota.

Fin.

 

 

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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