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lunes, marzo 18, 2024

Sin fronteras

La pala se hundía en el barro húmedo; hacia abajo empujaba y hacía arriba jalaba. Una y otra vez. Con cada pasada, un montón de tierra cedía su lugar a un largo hueco rectangular, el que pronto sería ocupado por un féretro café que reposaba a un costado de la tierra que se apilaba. El entierro era en una casa de la colonia Pedregal, la que resaltaba no por su moderna arquitectura, ni diseño minimalista, sino por quienes la habitaran: el director de cine Maximino Rebolledo y su esposa, la novelista Rebeca Pardo.

Ambos consortes eran reconocidos en sus respectivas artes, sin embargo, de un tiempo acá no compartían el mismo éxito, pues varios años habían pasado desde que Rebeca publicara un libro y apenas unos meses desde que Maximino estrenara su tercera película, Sin fronteras. La que por cierto fue nominada como mejor película del año por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Nominación que resultó sorprendente, sobre todo considerando que sus otras dos películas de ciencia ficción fueron un fiasco. La trama de Sin fronteras se desarrolla en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, en el que los bandos beligerantes, durante la nochebuena de 1914, cesaron hostilidades para celebrar la navidad cantando y jugando futbol. De ese encuentro, un soldado inglés y uno alemán terminarían profundamente enamorados y harían hasta lo imposible para que la batalla no reiniciara.

Maximino, de cincuenta altos, era de porte atractivo y varonil. Rozaba el metro noventa de estatura; cabello largo, negro y ondulado; nariz aguileña y ojos tan grandes y verdes que parecían esmeraldas. Además, con motivo de la popularidad de su película, ahora también lucía una blanca sonrisa que se extendía de oreja a oreja y que contrastaba con el color ámbar de su piel. También tenía una peculiar afición por los tés exóticos chinos, desde el verde tostado que se produce en Hangzhou, hasta el oscuro cultivado en las montañas de Wuyi. Por su parte, Rebeca era una mujer de figura esbelta y espigada; piel blanca como leche; nariz recta; labios estirados y exquisitamente anchos. Sus ojos eran azules como luceros; y aunque las arrugas propias de sus cuarenta y cinco se empezaban a hacer visibles en la comisura de sus ojos y frente, su belleza señorial era inmune al paso del tiempo.

Maximino había organizado una gran fiesta para celebrar el gran éxito de Sin fronteras; cientos de invitados se presentaron en su casa luciendo sus mejores prendas. Los anfitriones estrecharon sus manos e intercambiaron palmadas en los hombros al ritmo de cumplidos y felicitaciones, éstas últimas siempre dirigidas a Maximino. Entre los consortes, aunque siempre juntos, se percibía una distancia invisible, como si se repeliera uno al otro. Y de tiempo en tiempo, Maximino intercambiaba miradas largas con mujeres desconocidas para Rebeca, pero para él, quizás no tanto.

El tema de conversación entre los presentes, además de la película, era el hermoso jardín, que pese a no ir con el estilo minimalista de la casa, era de inegable abundancia y belleza. Parras y orquídeas se extendían a sus anchas, pero milagrosamente se detenían antes de invadir la acera; de los cedros y magnolias crecían plantas y flores respectivamente; hiedras brotaban del suelo y trepaban hasta cubrir los muros sin dejar piedra alguna al descubierto. Y de rama en rama, una florecilla rosa crecía; preciosas a la vista, pero mortales a la ingesta. Se llamaban adelfas. Sin embargo, el jardín no siempre había florecido de esa manera. Fue hasta hace poco que inexplicablemente empezara a crecer desordenadamente como una estampida verde y la familia Rebolledo Pardo se viera obligada a contratar los servicios de Taro, un viejo y experimentado jardinero.

Lautaro Ocampo, también conocido como Taro, era de cuerpo robusto, mas no gordo; metro setenta de altura; piel color bronce opaco; nariz chata y tabique desviado. Por el roce con la podadora, escoba y demás herramientas de jardinería, sus manos sufrieron lesiones que nunca curarían y que hicieron de sus palmas duras y ásperas como lija. Taro, pese a sus cuarenta años de experiencia, no se podía explicar el origen de tanta abundancia, sobre todo en un invierno inusualmente despiadado. Mientras los jardineros de casas vecinas barrían hojas secas o se picaban los ojos, él tenía que abonar el jardín, podar cedros y regar plantas. Pese al arduo trabajo, Taro lo hacía con alegría y profesionalismo; incluso, por las mañanas se le podía escuchar chiflando con extraordinario ritmo a la par de las aves reunidas en las copas de los cedros.

El noviazgo de Rebeca y Maximino había nacido hace veinticinco años cuando ambos dejaran la universidad para probar suerte como actores. Las carencias propias de la vida bohemia, al menos en su inicio, los hizo cuestionarse en varias ocasiones si dejar la licenciatura fue la decisión correcta, pero lo superaron cuando Rebeca empezó a escribir guiones de teatro que eran razonablemente bien pagados y que les ayudó a sobrellevar el inicio de sus carreras. Luego, cuando ella estaba más posicionada, consiguió que un director de teatro contratara a Maximino como asistente durante la temporada del musical de abba, Mamma Mia!. Una noche, al caer el telón del musical, Rebeca fue a buscarlo en los camerinos para anunciarle que una editorial publicaría su primer novela. Apenas podía contener la emoción, pero lo tuvo que hacer cuando encontró a Maximino con los dedos dentro del sexo de quien interpretara el rol de Donna en el musical. Él lo justificó como una oportunidad profesional; aseguró que la complacida actriz lo contactaría con diferentes productores y que a partir de ahí su carrera como director se catapultaría. Ingenuamente ella le creyó  y poco tiempo después accedió a casarse con él, cuando éste propuso matrimonio arrodillado desde un escenario con toda la producción como testigos. Rebeca tenía veintiséis y desconocía que no hay peor remedio para la infidelidad que un anillo.

Para calmar la tristeza de un matrimonio plagado de adulterios, Rebeca se refugiaba en libros y letras. Escribía sobre todo y nada a la vez, desde cuentos sobre héroes olvidados de alguna guerra, hasta sentimientos encontrados por su fallida relación. Textos que fueron publicados y vendidos con gran éxito y que terminaron por financiar la carrera de Maximino como director de cine.

Ahora, con la nueva fama de Maximino, el abundante jardín, la llegada de Taro, también llegó otro cambio a la familia Rebolledo Pardo…, la impotencia de Rebeca. Por las tardes, desde la ventana del estudio, observaba la caída del sol. Su mirada color océano se tornaba lentamente en color melancolía y de ella nacía una lagrima que se deslizaba a través de sus mejillas hasta caer al jardín. Entretanto, oculto debajo de las plantas puntiagudas de un cedro, Taro contemplaba a la bella mujer de quien poco a poco se enamoraba. Y eso no era lo único que Taro observaba u oía, también estaban las incesantes peleas de sus patrones que resonaban desde las habitaciones de la casa hasta el jardín. Al parecer no era la descarada infidelidad de Maximino lo que desgarraba el lastimado corazón de Rebeca, pues con ello había aprendido a vivir desde hace mucho años. Lo que la carcomía era algo más, algo que ningún libro ni cuento le devolvería… El robo. “¿Qué le habrá robado ese cabrón?”, se preguntaba Taro.

Hasta el hartazgo de ver a Rebeca llorar, una mañana Taro se metió a escondidas a la cocina y remplazó las hojas de un frasco de té. En su lugar puso unas preciosas flores rosas, que la cocinera confundiría con otro té chino del patrón. Maximino moriría un hora después bebiendo el té más exótico de todos, el de adelfas. Su cuerpo fue enterrado en un féretro café en el jardín de su casa.

Taro nunca pensó en confesarle a Rebeca su amor ni mucho menos lo que había pasado con Maximino: primero, porque un viejo jardinero jamás podría estar con una mujer como ella, y segundo, porque el homicidio era un delito y hasta donde él sabía, no había excluyentes de responsabilidad por matar patanes. En fin, desde entonces Rebeca ya no estaba triste y eso le bastó al buen Taro.

Con la muerte de Maximino, también se acabaron las lágrimas de Rebeca y con ello se acabó la abundancia del jardín que se marchitaba a la par del cuerpo de Maximino. Así que una tarde de verano, después de haber barrido hojas muertas durante el día, sentado frente al escritorio de Rebeca y con ella del otro lado, el viejo Taro fue despedido de sus labores como jardinero.

Sobre el escritorio, un bloc de notas rosa, cuya primera página se titulaba:

Sin fronteras

Por Rebeca Pardo

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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