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viernes, abril 19, 2024

Su forma de amar

El veintinueve de junio de 1756, María Antonieta Trebustos y Pedro Romero de Terreros firmaron ante el arzobispo de la Ciudad de México, Manuel José Rubio y Salinas, el acta de matrimonio que los uniría legal y religiosamente. El cura Bernardino Albares de Rebolledo, el presbítero Joseph Antonio Pinedo y don Joaquín Otero Bermudes atestiguaron la unión. La relevancia y distinción de los contrayentes, así como el prestigio de los testigos fueron suficientes para que el Arzobispo dispensara dos de las tres publicaciones dominicales que mandaba el concilio de Letrán de 1215, a fin de que se señalara cualquier impedimento en contra de los novios para casarse.

Dos años atrás, en las afueras de la hacienda de la Santa Catarina, en Jungapeo, Michoacán, cuatro jóvenes caminan en dirección a la Parroquia de Santiago Apóstol; de sus hombros cuelga una banda roja bordada con la leyenda “Quien como Dios” y entre ellos cargan a un muñeco, al que los cientos de feligreses a su alrededor identifican como San Miguel Arcángel. Dentro de la hacienda, los no tan devotos, celebran al mismo santo con un baile de máscaras. Ambas fiestas están siendo auspiciadas por la Condesa de Miravalle, quien se encuentra en un cuarto de la hacienda, jugando a adivinar la identidad de quien se esconde detrás de una máscara de vampiro y le chupa su sexo con vehemencia. Sin duda, el fraile Tomás de la mencionada parroquia, está haciendo honor a su disfraz.

Mientras tanto, en el salón de la hacienda, todos los invitados bailan las danzas europeas de moda: minueto, gavota y contradanza; todos, salvo uno que ha permanecido sentado toda la noche. Se trata del acaudalado minero de cuarenta y cuatro años de edad, Pedro Romero de Terreros, que hace tiempo dejó de intentar entender porqué los demás disfrutan esos bailes que a él le parecen ridículos; el prefiere la lectura y su autor favorito es un político, militar y escritor romano, llamado Marco Porcio Catón, a quién empezó a leer durante sus estudios eclesiásticos.

Es la hora de cenar y a él, como de costumbre, lo han sentado al lado de una mujer soltera, ansiosa por casarse con él y cazar su fortuna. La mujer en turno es Catalina, hija de la Condesa, y está protagonizando un monólogo sobre los peligros de bañarse, ella afirma qué, con la piel dilatada por el agua, es posible la entrada de los demonios al cuerpo. Aunado a eso, la creyente de los demonios higiénicos, posee una molestísima costumbre de utilizar diminutivos en cada una de las palabras que lo permiten. “Pues si Don Pedrito, con el demonio no hay que andarse con riesgos. ¿Ya probo la horchatita?, la preparo mi mamacita y le aseguro que está muy fresquita”, dice la mujer mientras Pedro escucha en silencio y ni se le ocurre mencionar su costumbre de bañarse todos los días de la semana, “de cualquier modo le cambié mi alma al diablo por mis riquezas”, piensa sarcásticamente mientras bebe guarapo de guayaba en un vaso de cristal. Hace más de una hora que había decidido marcharse, pero hay algo que lo detiene… unos hombros. Apenas los vio fugazmente mientras saludaba a otro invitado y desde entonces los acecha sin éxito. Esos hombros nacían por encima de los pequeños pero redondos senos de su portadora, desde la clavícula hasta por encima del acromion, dejando una pequeña cavidad cubierta por una tersa piel color leche con canela y manchada por unas sutiles pecas que rayan en lo sensual. Apenas terminan el postre cuando Catalina le extiende la mano y lo invita a bailar, pero en lugar de hacerlo, él simplemente se levanta y va en persecución de la portadora de esos hombros, la llama tres veces mientras la sigue, pero su voz se pierde con la música, por lo que se atreve a tocar uno de sus hombros, el derecho, y ella voltea. A diferencia de los demás, pero al igual que él, tampoco usa una máscara que oculte su cara. La mujer es muy joven, no más de veinte años, de huesos largos, gruesos labios, nariz grande pero recta, rodeada de unas discretas pecas y potentes ojos cafés coronados por unas pobladas cejas; sin duda la portadora de esos hombros hace honor a su disfraz natural.

¿Te gustaría venir a mi mesa a platicar?– le dice Pedro mientras señala la cabecera de la mesa central del salón – me sentaron a lado de una mujer aburridísima y creo que tú me podrías rescatar– dice esto con el aplomo digno del hombre que se cree el más rico del mundo.

¿Acaso mi hermana Catalina te parece aburrida?– dice la mujer divertida. De pronto surgen unas voces en la cabeza de Pedro, él no logra distinguir que tratan de decirle, pero sospecha que el mensaje es contundente: “eres un idiota”. Empieza a balbucear y antes de que vuelva a meter la pata, la mujer lo interrumpe.

Vengo en un momento ¿te parece?– Pedro asiente, mientras la mujer se aleja. Ahora las voces son claras, le aseguran a gritos que ella no va a volver. Jamás.

Derrotado, se sienta lejos de su lugar original, cubre su avergonzada cara con una máscara de burro que encuentra sobre una mesa; “sin duda hago honor a la máscara”, piensa avergonzado. Después de superar su aflicción, que duró aproximadamente cuarenta y cinco minutos, tira la máscara al piso y decide marcharse, pero cuando se despide de un invitado que lo reconoce y que está ansioso por proponerle un negocio, una voz grave, pero femenina, interrumpe la conversación.

Te fui a buscar a tu mesa, pero ya no estabas– Pedro reconoce esa voz y de inmediato da la espalda al inoportuno invitado, que estaba en medio de la narración de una terrible propuesta de negocio para atender la voz angelical.

Perdón. Pensé que después de lo que dije de tu hermana, no querrías volverme a ver– le responde Pedro mientras piensa para sus adentros, “es sorprendente que una descendiente de Moctezuma, que era horroroso, luzca así de bien”.

¿Es bromita? – le dice la joven con una voz sarcástica y una sonrisa de oreja a oreja. Pedro entiende la referencia a la molesta costumbre de Catalina y sus diminutivos; quien diría que ese chiste acabaría siendo una broma que sólo ellos dos entenderían. Pedro le devuelve la sonrisa.

Por cierto, me llamo María Antonieta, ¿y tú?– hace mucho tiempo que nadie le hace esa pregunta a Pedro, y él, sorprendido, se da cuenta que está disfrutando ser un desconocido para ella.

Soy Pedro– contestó firmemente.

Pedro, ¿te gustaría ver algo interesante y no a esta bola de ridículos?

Ambos se colocan unas máscaras para pasar inadvertidos entre la gente y María Antonieta lo conduce de la mano a un pasaje secreto dentro de la hacienda, este a su vez lleva a una biblioteca secreta. Dentro de ella, Pedro repara en un libro que yace sobre una mesa. ”No te distraigas con mis lecturas. Seguro las encontrarías muy aburridas”, dice María Antonieta mientras tanto desliza un panel del librero que esconde la entrada a unas grutas, son las grutas de Tziranda, que recorren todo el oriente de Michoacán. Demasiado interesado en la mano que tiene entre la suya, Pedro no se percata del título del libro que dejan atrás: “Orígenes”, escrito por un tal Marco Porcio Catón.

Tanto María Antonieta como Pedro, están acostumbrados a estar rodeados de pretendientes, su posición y fortuna lo garantizan, algunos de la realeza, otros simples jornaleros; la mayoría solo pensando en su riqueza, muy pocos realmente interesados en ellos, Ante la difícil tarea de elegir, ambos lo resolvieron de la manera más sencilla… Enamorándose.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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