- Publicidad -
viernes, marzo 29, 2024

Sucesos paranormales en la San Miguel Chapultepec (partes I a IX)

Lo platiqué con mi cliente y podemos ofrecer lo siguiente: contratar un seguro de responsabilidad civil que cubra los daños que se puedan causar a terceros por la construcción de la obra, mas no podemos constituir ninguna fianza—, dijo el abogado Iker Medina a sus homólogos de la contraparte, quienes tras varios segundos de susurros, el más grande de ellos contestó:

Tenemos un acuerdo— y extendió su mano al joven y petulante presidente de Construimos Casas, S.A. de C.V., Carl Koller, quien la estrechó con entusiasmo por saber que su empresa, que atravesaba por un momento difícil, ingresaría 500 millones de pesos por la construcción de un edificio y a la vez con confusión por no recordar la platica a la que su abogado refería. En el elevador, cuando ambos estaban a solas le advirtió: —Lo del seguro jamás lo platicaste conmigo. Lo voy a descontar de tus honorarios—.

Todo lo contrario, yo debería cobrarte más por recordarte que contratar un seguro de responsabilidad civil es una obligación que deviene de la ley; misma que tu padre ha cumplido religiosamente desde hacía treinta años cuando constituyera la empresa que tú pretendes dirigir—. Las puertas del elevador se abrieron e Iker descendió de él, mientras una sonrisa irónica se dibujaba en su rostro.

Haber concluido de forma exitosa dicha negociación, entre otras de similar cuantía, fueron las razones por la cuales Iker fuera ascendido al puesto de asociado en el prestigiado despacho Sanz & Sáez, S.C. Además del considerable incremento salarial, le significó un aumento de responsabilidades en la forma de tres constructoras internacionales, cada una más demandante que la otra, así como una nueva meta de horas mensuales facturables.

Iker era alto y delgado; tez morena y cabello lacio obscuro que peinaba de forma impoluta hacia atrás. Sus ojos eran negros y muy sensibles a la luz; motivo por el cual llevaba anteojos antireflejantes. Tenía veintiocho y pese a codearse con la crema y nata de la abogacía capitalina, vestía trajes sencillos de la marca jbe y calzaba diversos modelos de Flexi. No obstante la diferencia de precios entre sus prendas y las de sus colegas, jamás lucía desaliñado o fuera de lugar. Y a diferencia de ellos, él sí estaba a dispuesto a dar un esfuerzo adicional en beneficio de sus empleadores. Por ello que fuera tan apreciado entre los socios del despacho, quienes lo describían como un abogado inmobiliario de alto rendimiento cada vez que lo encontraban a deshoras golpeando armoniosamente el teclado de su máquina y la tenue imagen de la pantalla se reflejaba en los cristales de sus gafas.

Su padre había muerto a causa de un cáncer de colón que había tardado tres años en quitarle la vida y a su madre las ganas de vivir la suya; razón por la cual Iker viviera con ella en un pequeño departamento de la colonia Toriello Guerra. Pese a la cercanía y cuidados de su único primogénito, ella se encontraría con su esposo ocho meses después de que él partiera. Cardiopatía fue la causa que se asentó en el acta de defunción, pero Iker estaba convencido de que su madre había muerto por amor. Habían pasado dos años desde entonces.

Iker tuvo suerte en poder vender el departamento al mismo tiempo en que se adjudicara a título de herencia la propiedad del mismo. Lo hizo a un vecino que quería ampliar el suyo. Y a fin de restar a las largas jornadas laborales, el tiempo de trayecto entre el departamento y el despacho que se ubicaba en la avenida Presidente Masaryk, se dispuso a hacer lo que todo soltero empoderado y con ganas de olvidar haría: mudarse. E inocentemente pensó que el precio de la venta del departamento aunado a sus ahorros serían suficientes para comprar un pequeño departamento en la colonia Polanco o las Lomas, pero lo cierto es que su millón y medio de pesos no bastaban ni para el enganche de un flat, como los agentes inmobiliarios llaman a los espacios de cuarenta metros cuadrados en los que la cama se ubica entre la estufa y el escusado. Ignoró las recomendaciones de colegas, familiares y amigos de buscar un crédito hipotecario, pues creía que destinar mensualmente cualquier cantidad al pago de intereses, sería un desperdicio de sus recursos. Y no se diga de rentar, que era capaz de escupirle a quien se atreviera a sugerirlo.

La búsqueda fue larga y tortuosa, y para sorpresa de nadie, sin éxito. Antes de la media noche de un particularmente tedioso martes, mientras su Nissan Versa se encontraba detenido en el tráfico de los carriles laterales del boulevard Manuel Ávila Camacho —cortesía de las obras nocturnas en los carriles centrales— una notificación en su celular proveniente de un sitio de bienes raíces llamó su atención:

Departamento en la San Miguel Chapultepec en venta

220 m2 – 3 habitaciones – 2 estacionamientos

$1,500,000 MXN

Accedió a la publicación y encontró una extensa galería de fotos que mostraban un viejo departamento de techos altos y pasillos anchos; piso de loseta blanca que combinaba con elegantes muebles de tipo colonial hechos de madera obscura mismos que según el clasificado, venían incluidos con la compra del inmueble. Ningún espacio de éste fue dejado sin fotografiar, incluso las imperfecciones propias de su uso y el paso del tiempo eran explícitamente mostradas: una pared levemente agrietada, algunas losetas rotas y una cocina con estufa y refrigerador antiquísimos. También había una carpeta adjunta en la que se encontraba la copia del certificado de libertad de gravámenes, boletas de predial y agua, y demás documentos oficiales que legitimaban la increíble oferta. Sin embargo, Iker, que no se confiaba de nada ni de nadie, pensó que se trataba de un edificio con daños estructurales a causa del terremoto de 2017 o de una estafa. En fin, cualesquiera que fueran los motivos para una oferta tan buena, él no iba a dejarse llevar, así que la ignoró.

La segunda vez que el clasificado se apareció en su teléfono, lo hizo acompañando de su despertador que como todos los días sonaba a las 05:45 horas recordándole que si no salía del departamento dentro de veinticinco minutos, el trayecto a Polanco sería una hora más largo y que por lo tanto no llegaría a su clase de spinning. Igual que la primera vez, lo ignoró y continuó haciéndolo cada vez que éste se aparecía curiosa y sorpresivamente en los momentos más estresantes de su día, que últimamente eran los más. Desactivó las notificaciones provenientes del sitio, pero éstas inexplicablemente se le seguían apareciendo. Un día, agobiado por la curiosidad de saber que había detrás de ese clasificado, tomó su teléfono y se dispuso a marcar el número. Esperaba escuchar al otro lado de la línea, una voz rasposa y varonil de quien debiera ser el autor intelectual de la estafa, sin embargo, una voz femenina educada y señorial respondió:

¿Bueno?—.

Buenas tardes señora. Mi nombre es Iker. Hablo para pedir informes sobre el departamento en venta—, respondió él con un tono menos agresivo en comparación al que había ensayado en sus pensamientos.

Hola joven Iker. Con gusto, aunque considerando lo detallado del clasificado, creo que lo que usted desea saber es la razón del precio. ¿O me equivoco?—, dijo ella con seguridad. Fue entonces que Iker notó en la voz de la señora un acento de tonos graves que le anunciaba que ella era extranjera, aunque no estaba seguro de dónde.

Tiene razón señora. Una disculpa. Lo que pasa es…—, balbuceó antes de ser interrumpido por la mujer.

No perdamos tiempo con disculpas joven. El valor comercial del inmueble, según avalúo, es de cinco millones de pesos. Y cómo usted se imaginará yo no voy andar regalando tres millones y medio a extraños—.

Por supuesto que no—, estuvo Iker de acuerdo.

Entonces lo que a mi me gustaría saber es porque debería considerarlo a usted y no a cualquiera de los cientos de interesados que me han marcado—. Ahora Iker se sentía confundido y por primera vez en muchos años experimentó la extraña sensación de no saber qué decir. Para su fortuna ella sí lo sabía: —Entonces lo veré el próximo lunes a las diecisiete horas en el departamento—, dijo ella no como una propuesta, sino como una orden y le dictó la dirección seguido de su nombre.

Ahí la veré señora Ingrid—, concluyó Iker y con ello el clasificado dejó de aparecerse en su teléfono, mas la enigmática voz de la mujer se repetía de forma constante en su mente. Llegado el día y diez minutos antes de las horas, él se encontró en la calle General Juan Cano en la que predominan casas y edificios vecinales antiguos, todos de colores y alturas dispares; no obstante, la unión de éstos con los cientos de árboles que brotan a lo largo y ancho de las banquetas, hacen que la calle sea simplemente divina. Un joven de elegante apariencia y mirada extraviada lo recibió en la puerta del edificio marcado con el número setenta y dos; Iker pensó que se trataba de algún residente, pero cuando aquel tomó asiento frente al escrito sobre el que había un libro de registros abierto de par en par y le pidiera su nombre y luego su identificación, cayó en cuenta que era el conserje del edificio. Subió por el elevador hasta el tercer piso y ahí encontró un pasillo perpendicular, cuyos extremos conducían a dos departamentos: el 301 y el 302. Éste era el de su interés, sin embargo, fue de aquel que salió una señora de edad avanzada y cabellos grises.

Su tez era blanca como el marfil y arrugada como el pergamino. Llevaba la cabeza leventemente por delante y sobre su lomo se observaba una pequeña protuberancia que cubría con una pashmina aflorada que caía sobre lo espigado y delgado de su cuerpo. Arrastraba sus pies con ayuda de un bastón y unos zapatos cuyas suelas eran notoriamente dispares. Sus ojos eran grandes y grisáceos. Vestía una falda de color vino que la cubría desde la cintura hasta por debajo de las espinillas y un suéter gris de lana con botones. La temblorina de sus manos y la decena de cerrojos en la puerta hicieron que la introducción entre ambos se demorara más de lo que Iker hubiera deseado.

Buenas tardes. Estoy buscando a la señora Ingrid—, la interrumpió haciéndose valer de un alto volumen de voz por miedo de que la audición de la mujer estuviera igual de deteriorada que el resto de su cuerpo.

Estaré vieja, pero no sorda—, dijo ella molesta. A Iker le resultaba conocida la voz rasposa y el acento foráneo, así que no tuvo más elección que decir:

Hola señora Ingrid—.

Lo imaginaba más joven, contestó ella —…y blanco—, agregó en un susurro imperceptible. A diferencia del departamento contiguo, sólo una cerradura impedía el acceso al 302 y cuando ella la abrió, se reveló ante sus ojos un pasillo de tres metros de largo que conducía a la cocina, y luego a la sala-comedor. Un segundo pasillo daba acceso a un baño de visitas; a dos habitaciones secundarias, y a la principal en la que había un vestidor y otro baño completo; todo tal cual se apreciaba en las fotos del clasificado. Lo que éstas no revelaban era una colección de grabados que colgaban del pasillo y que representaban diversos pasajes bíblicos del libro del Apocalipsis: La prostituta de Babilonia, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y El dragón de siete cabezas; todos obra de Albrecht Dürer

Eran del antiguo inquilino, un religioso alemán que estaba obsesionado con el arte del Renacimiento—, se justificó la mujer, —pero no te preocupes, que si te quedas con el departamento te los cambio—. Además de las imágenes, un peculiar olor se percibía en el ambiente, uno muy similar al que se encuentra en casas de ancianos y el que sólo puede atribuirse a la oxidación en la piel humana.

Ahora que pudiste ver el departamento. ¿Sigues interesado?—, preguntó ella.

Muy interesado, contestó él.

Entonces sentémonos a charlar que quiero saber si yo lo estoy en ti— y la mujer señaló hacia el comedor en forma rectangular de caoba. Él tomó asiento en una silla, mientras ella se quedó inmóvil frente a otra. —Una disculpa—, dijo él antes de pararse raudo y recorrer la de la cabecera para que la señora pudiera sentarse.

¿Antes de que te sientes podrías servirme agua?—, pidió ella de forma amable. —En la cocina encontrarás una jarra y un par de vasos—. Iker llenó ambos recipientes y luego tomó asiento a un costado de ella. Sin más preámbulo y por razones desconocidas, tuvo un incontrolable e inexplicable deseo de hablar, mismo que no contuvo, así que abrió la boca y no la cerró durante una hora. Destacó aquellas cualidades que lo harían el mejor postor para lo que sea que la misteriosa mujer quisiera, pero también habló de su vida personal; no se explayó con relatos de su infancia, ni de relaciones amorosas, pero sí lo hizo con la muerte de sus progenitores, sobre todo con la de su padre.

Cuando los médicos le detectaron cáncer dijeron que no viviría más de dos meses, pero él era tan terco y necio que tuvieron que pasar dos años—, explicó Iker, mientras la mujer lo miraba y escuchaba con atención. Quizá piense que soy un monstruo por lo que voy a decir, pero lo mejor hubiera sido que el diagnóstico médico se cumpliera. No me malinterprete, amaba mi padre en la salud y en la enfermedad; lo que me llenaba de tristeza y confusión era el ver como su cuerpo se aferraba a una vida que él ya no toleraba, ni deseaba. Apenas comía y si lo hacía minutos después vomitaba. Perdió el habla y luego la capacidad de oír. Y aunque todavía veía, la luz de sus ojos se difuminaba día con día. Ni las quimioterapias, ni la medicina alternativa funcionaron, entonces recurrimos a los analgésicos para hacer de su lecho de muerte algo más llevadero y fue entonces que cayó en depresión por su incapacidad de morir. En más de una ocasión intentó quitarse la vida y en otras tantas yo dudé en impedírselo—, suspiró Iker antes de disculparse por abrumarla con sus pesares.

No tienes porque disculparte. Eres todavía muy joven para llevar tanto dolor en tu corazón—, explicó Ingrid antes de tomar su mano.

Le agradezco haberme escuchado. Debo admitir que es la primera vez que hablo de esto. Jamás pensé en hacerlo con…—, se detuvo unos segundos.

Una extraña—, concluyó ella y él asintió en señal de confirmación. —Ahora que te he conocido, me doy cuenta que eres una buena persona y que por ello no deberías aceptar la oferta que de todas formas te haré—.

Como habrás notado a mi no me falta mucho para tocar las puertas del reino de la muerte, y no por un devastador cáncer como el que sufrió tu padre, sino por algo más natural: el Ättestupa—, pronunció Ingrid con la fluidez de su lengua nata. Iker frunció el ceño en señal de confusión, así que ella se explicó: —Todo por servir se acaba y eso aplica a la vida misma. El Ättestupa es el nombre que los pueblos nórdicos dieron a los precipicios de donde los ancianos brincaban de forma voluntaria cuando dejaban de servir algún propósito—. Luego agregó —Durante setenta y un años yo he servido diferentes roles: hija y esposa; alumna y maestra; empleada y empleadora, y hasta amante y amada, pero eso se acabará el día de mi septuagésimo segundo cumpleaños. Entretanto, he decidido que no voy a malvivir mis últimos días de vida; es ahí donde entras tú muchacho: a cambio del departamento, tú deberás cuidar de mí de la misma forma que lo hiciste con tus padres, lo que te resultará mucho más sencillo, pues todavía puedo valerme por mí misma para la mayoría de cosas, como lo es mi higiene y la de mi departamento, pero para muchas otras no, tales como ir al supermercado, hacer reparaciones, ir a pagar servicios de cable y de luz, y demás de similar envergadura que un joven como tú no debería de tener inconveniente en realizar. Además, considerando tus profesión, quisiera que me transmitieras todos tus conocimientos para redactar mi testamento, explicó la mujer antes de concluir: —Para mí eso vale tres millones y medio de pesos—. Iker ahogó un grito de emoción y se limitó a decir de forma mesurada y pausada: —Acepto—. Sin preguntarse cuál sería su rol en la muerte anunciada de la mujer.

Excelente. Confío en qué harás todos los arreglos para documentar nuestro acuerdo por escrito—, concluyó ella. Se despidieron de forma afectuosa y antes de salir del inmueble, él se detuvo en el pasillo para observar una vez más los siniestros grabados de ese tal Albrecht Dürer.

Una pregunta adicional: ¿tienes alguna pasión distinta a la abogacía?—, preguntó ella súbitamente cuando él abordaba el viejo elevador.

Me gustan las plantas y los animales—, y de inmediato se cerraron las puertas del elevador. “Muy bien. Plantas y animales serán”, pensó ella.

Esa misma noche, una extraña sensación de angustia pesó sobre los hombros de Iker mientras redactaba el contrato de promesa por el que se obligarían a celebrar la compraventa a más tardar el día del cumpleaños número setenta y dos de Ingrid; por supuesto que condicionado a que él cumpliera con la prestación de servicios domésticos que se enlistaban de forma limitativa en el anexo del mismo. Para el caso en que llegado el día, ella incumpliere con la obligación de celebrar dicho contrato, entonces él ejercería un poder irrevocable que lo facultaría única y exclusivamente a la venta y compra de dicho departamento. Y si ella muriera antes del término, también escribió una disposición testamentaria por el que ella lo nombraba como único legatario del inmueble. Una vez que tuvo los documentos en sus manos, su pecho se hinchó de orgullo, confiaba en su estrategia jurídica y en que la señora no tendría inconveniente alguno en firmarlos. Sin embargo, era a su propia intuición a la que tenía que convencer de hacerlo.

Tomó el teléfono para marcarle a Ingrid y explicarle el contenido de los documentos que había preparado, así como para preguntarle por unos papeles que le permitirían a ella exentar el Impuesto Sobre la Renta por la venta del departamento y a él evitar el pago del mismo, pero por adquirir a un valor considerablemente inferior al señalado en el avalúo.

Los temas legales o fiscales no me interesan. Tú eres mi abogado y sé que te encargarás de ellos—, sentenció la mujer antes de colgar el teléfono. Firmaron los documentos dos días después ante notario público e Iker realizó el pago del millón y medio de pesos contraentrega de dos juegos de llaves del departamento marcado con el número 302.

Así que Iker colmó el Versa de tantas cajas como le fue posible para mudarse a lo que sería su nuevo hogar. Cuando llegó al edificio hizo sonar el claxon frente a la cochera y un hombre de cabellos rubios y ojos verdes abrió las puertas, para luego señalarle los dos cajones de estacionamiento asignados a su unidad privativa.

Gracias vecino—, dijo Iker.

¿Ayudo con cajas?—, preguntó el hombre de aspecto teutón valiéndose de un atropellado español y de torpes movimientos corporales que denotaban alguna discapacidad motriz o mental. O en su caso ambas.

No quiero importunarte. Seguro tienes otras cosas que hacer—, respondió Iker de forma educada.

Para eso estamos—, le contestó previo a reportar por un intercomunicador que estaría ausente de su puesto de trabajo. Tras varias idas y vueltas terminaron de apilar cajas en la sala del departamento y en agradecimiento, Iker le ofreció agua o alguna bebida energética, pero el hombre ni se inmutó. Su atención, de por si dispersa, estaba en los muebles y acabados del departamento, los que acariciaba como si alguna vez le hubieran pertenecido y luego arrebatados. “El personal de servicio de este edificio es bastante peculiar”, pensó Iker mientras lo acompañaba a la puerta. Fue entonces que Iker estuvo por primera vez sólo en su hogar. Respecto a la última ocasión que estuvo ahí todo seguía igual, salvo por los grabados religiosos que habían sido remplazados por los de un conejo, un ramillete de violetas, y un rinoceronte, todos de una secuencia titulada Los estudios de animales y plantas, también obra de Albrecht Dürer.

El cansancio acumulado entre la mudanza y el trabajo hicieron que la noche de domingo, su primera en el departamento, fuera más larga de lo que su despertador recomendara, durmió diez horas, cuatro más de las que acostumbraba y aun así se sentía irremediablemente cansado. Llegó tarde a la oficina y uno de los socios se lo echó en cara, no sin antes felicitarlo por su nuevo hogar y luego encomendarle una importante consigna. Resulta que un grupo hotelero de los Emiratos Árabes invertiría millones de dólares en la construcción de un extravagante hotel en una playa de la Riviera Maya. El meollo era que en el terreno elegido, una mujer había descubierto los vestigios de un templo prehispánico y buscaba a toda costa la protección de organismos nacionales e internacionales para prevenir lo que ella llamaba un sacrilegio al patrimonio de la humanidad. El grupo hotelero, temeroso de perder su inversión, licitaría entre tres firmas de abogados la prestación de los servicios legales para asegurar la viabilidad del proyecto en las condiciones ya proyectadas. Para ello, cada firma presentaría ante el consejo de administración un plan de acción legal, de forma que la firma con la mejor propuesta, además de hacerse acreedor a una contraprestación de seis dígitos y en dólares estadounidenses, se encargaría de cualesquier gestión legal adicional del grupo hotelero en el país. A fin de lograr tal cometido, Iker fue elegido para elaborar el plan de acción de la firma Sanz & Sáez, S.C., mismo que los socios, los licenciados Sanz y Saez, presentarían en dos semanas.

Esa noche y las que le siguieron, Iker se pasaría en vela sumergido en el estudio de leyes, acuerdos y demás documentos relacionados con el descubrimiento de los vestigios prehispánicos. Como resultado de ello no sólo ideó una estrategia jurídica que permitiría al grupo hotelero continuar con la construcción del hotel, sino que también se dio el tiempo para estudiar la civilización que construyera los vestigios hace miles de años. Entendió que para la mayoría de los mayas, en la muerte, algunos componentes del cuerpo viajaban al inframundo donde eran limpiados de transgresiones e historias personales y reinsertados en una entidad diferente para el inicio de una nueva vida. Sin embargo, había otros pocos que afirmaban que después de la muerte no había nada más que un abismo de donde nada ni nadie regresaba, e incurrieran en rituales de resurrección para traer a sus seres amados de regreso. Éstos eran considerados un sacrilegio y por ende sus practicantes castigados con la muerte. En aquel sitio era donde se llevaban a cabo los rituales prohibidos.

Sus obligaciones laborales lo hicieron olvidarse de aquellas para con Ingrid, pero ella no se las reclamó; todo lo contrario. Una noche, preocupada porque a los desvelos de su vecino se le uniera el malcomer, dejó frente a su puerta un plato de camarones acompañados de setas para que cenara, los que devoró con singular alegría y devolvió el recipiente limpio a la mañana siguiente con una nota disculpándose por no haber cumplido con sus quehaceres. Asimismo, se comprometía a compensarla tan pronto concluyera con un encargo en la oficina que tanto tiempo le absorbía, refiriéndose, por supuesto, a la propuesta de servicios legales.

A dos días de la licitación entregó a los socios del despacho la propuesta, misma que le fue devuelta con observaciones mínimas y todas de forma. Motivo por el cual ellos, no sólo le felicitaron, sino que lo eligieron para presentarla ante los jeques árabes y sus respectivos asesores. Aunque no era una tarea particularmente difícil, ensayó una y otra vez frente al espejo, asegurándose de utilizar los términos en inglés más apropiados para prominentes hombres de negocios.

La presentación tuvo lugar un viernes por la tarde en la sala de exposiciones de un lujoso hotel en la colonia Santa Fe. Contrario a sus expectativas, ninguno de los jeques que integraban el consejo de administración pasaba de los cuarenta años, ni llevaban túnicas holgadas hasta sus tobillos. Vestían trajes de manufactura italiana y confeccionados a la medida de sus delgados y alargados cuerpos; su piel era morena y sus rostros estaban cubiertos por barbas perfectamente delineadas. Las delegaciones de las tres firmas de abogados esperaban a ser llamadas una por una en la sala de espera. Mientras que los socios aprovecharon el espacio y el tiempo para charlar con viejos colegas de otros despachos, los asociados permanecieron arrinconados repasando sus apuntes, entre ellos Iker.

Pese a los nervios y el cansancio acumulado, la presentación de Iker se desarrolló de forma puntual y atinada: con cada diapositiva que pasaba tanto los jeques como sus asesores asentían en señal de entendimiento y aprobación. Una vez concluida era sólo cuestión de esperar al veredicto por el que anunciaran la firma que sería contratada, lo que ocurriría dentro de algunos días. Entretanto, determinado a recuperar sus fuerzas, Iker se dispuso a descansar durante todo el fin de semana, sólo se haría tiempo para desempacar cajas, pero nada más. Esa noche, cuando regresó al departamento, encontró nuevamente comida frente a su puerta; después de devorarla, cayó en un profundo y extraño sueño del que despertaría hasta la tarde del día siguiente.

Cuando despertó el sábado por la tarde se dio cuenta que las cajas ya habían sido vaciadas y su contenido almacenado y puesto de forma armoniosa en repisas, cajones y closets. Las partículas de polvo en pisos y superficies habían sido removidas por completo y el olor a asilo reemplazado por el de lavanda; también brotaban flores y plantas de jarrones y macetas que no recordaba fueran de su propiedad. Le trajo singular alegría ver sobre la mesa de la sala un retrato de su padre y él sosteniendo una ave; añoranza de un viaje a Hidalgo en el que él rescató a un pichón que había sido introducido en un cañón de aire y propulsado hacia el cielo donde debió de haber sido abatido por un proyectil. Para fortuna del ave, quien sostenía el rifle era un tirador inexperto e Iker un imprudente por cruzarse en la línea de fuego para rescatar al animal herido. De ahí su amor por las aves. Al sentimiento de alegría se le unió el de alivio al darse cuenta que la tediosa tarea de desempacar ya había sido realizada por él, pero a la vez experimentó el de zozobra al saber que alguien entraba y salía de su hogar a sus anchas. Había llegado el momento de hablar con la señora Ingrid.

Se presentó en su departamento sosteniendo el recipiente de comida de la última noche perfectamente limpio. Ella abrió la puerta y observó al joven de arriba a abajo.

Estoy segura que ni con una mujerzuela te presentarías en esas fachas—, le recriminó ella por la ropa de dormir holgada y las chanclas que él vestía.  —Te ruego vayas a cambiarte y luego regresas—, concluyó ella antes de cerrar la puerta en su cara. Después de asearse, cambió sus pijamas por un pantalón de mezclilla y una polo roja. Y con ese atuendo sí fue recibido por la señora Ingrid, quien hasta lo invitó a comer un suculento coq au vin, un platillo francés que combina pollo con una gran cantidad de vino y que resalta por su exquisitez y por lo complejo de su preparación.

Pensé que me había entregado todas las llaves de mi departamento—, dijo Iker tras un par de bocados.

¿Es tu forma de agradecer que haya desempacado y hecho la limpieza?—, preguntó ella.

Tiene razón. Una disculpa, se lo agra…—, intentó decir torpemente cuando fue interrumpido por la voz autoritaria de la mujer.

Pero es cierto. Te entregué las llaves del departamento y aun así decides no usarlas para cerrar la puerta. ¿No es lo más prudente o sí?—, agregó ella y él agachó la mirada como niño regañado. —Mejor ayúdame a lavar los platos mientras yo te cuento una historia sobre este cuadro—. El jabón y el agua escurría de los platos que él tallaba con delicadeza; entretanto, ella pasaba delicadamente las yemas de sus dedos sobre la pintura de una mujer que yacía en una cama con el pecho a medio descubrir. Entonces comenzó a narrar con soltura la técnica utilizada por Wilhelm Ferdinand Souchon en 1872  cuando pintara el cuadro.

Se trata la segunda escena del segundo acto de la obra de Shakespeare, Cimbelina—, dijo ella orgullosa. —Pone al espectador en el rol de Iachimo, quien perpetró los aposentos de Imogen para tomar nota de los detalles del cuerpo de la mujer y así convencer a Póstumo de haber yacido con ella.

Además de de de…—, se trabó Iker —cocinar, ¿también sabe de arte y literatura?—, concluyó finalmente.

Lo de la literatura es reciente—, explicó ella. —Es hora de que te retires a tus aposentos joven Iker—. Y él obedeció.

El lunes sonó su despertador con suficiente tiempo para ir a clases de spinning y luego llegar puntual al despacho; no obstante, el cuerpo de Iker permaneció inmóvil en su cama. Sus ojos abiertos de par en par miraban al techo sin que ningún pensamiento recorriera su mente. Pararse le parecía una tarea imposible, como si llevara lastres por brazos y anclas por piernas. Así pasaron los segundos y los minutos hasta que se convirtieron en dos horas y fue entonces que encontró la fuerza para incorporarse de la cama. Su tez había palidecido y sus ojeras se extendieron hasta sus pómulos. Su desmejorado estado físico sólo era equiparable al de su paupérrimo desempeño en la oficina: no tomaba llamadas de los clientes, ni respondía a los correos que se acumulaban frente a su mirada indiferente. Y cuando un pasante se atrevió hacerle una consulta, Iker quedó paralizado intentando pronunciar una idea que simplemente ya no estaba en su mente.

Ese tal abogado Iker no me está tomando las llamadas—, dijo el mismísimo Carl Koller a uno de los socios de la firma por teléfono. Resulta que el empresario intentó localizar a Iker en múltiples ocasiones para demandar a los accionistas de la empresa que fundara su padre, quienes lo acaban de destituir de su puesto como director general. Esto tras una auditoria, cuyo dictamen arrojaba no sólo un pésimo desempeño comercial, sino que también lo vinculaba con un desvío de recursos. El socio se negó a seguir escuchando los pormenores del asunto por un evidente conflicto de intereses, pues la firma de abogados representaba a la empresa y no a Carl como persona física. Sin embargo, lo que no cayó en oídos sordos fue la queja respecto al desempeño de uno de sus más prometedores abogados, Iker Medina, así que tan pronto colgó el teléfono, fue a buscarlo en su oficina, pero él no estaba ahí.

Está en una cita—, explicó un joven pasante de aspecto regordete cuando el socio preguntó por él. Insatisfecho con la respuesta frunció el entrecejo y continuó su marcha, pero lo cierto es que el pasante no mentía. Iker se encontraba en el consultorio del doctor Arguelles en el Hospital Español, quien, tras hacerle una serie de pruebas, no encontró indicio alguno de haber algo mal con su salud; al contrario, Iker era fuerte como un buey, pero eso no explicaba porque de un tiempo acá también se sentía como uno.

Esa tarde regresó al departamento exhausto; oprimió el botón del elevador, pero éste no atendió el llamado por estar fuera de servicio, así que subió por las escaleras. Pasando por el segundo piso, una voz murmurante proveniente del departamento 202 —el ubicado abajo del suyo— llamó su atención. El cansancio y la prudencia casi lo obligan a ignorarla, pero su curiosidad pudo más. Caminó de forma sigilosa hacia ella y la voz se hizo cada vez más fuerte en sus oídos, no obstante, su mensaje le era todavía imperceptible. La puerta del departamento estaba entreabierta, por lo que un leve empujón bastó para que ésta cediera. Un pasillo obscuro de tres metros de largo con loseta blanca y tapizado en polvo se desdobló frente a sus pies; éste conducía a una cocina, cuyo refrigerador y estufa estaban cubiertos en grasa y otras sustancias de consistencia pegajosa. Un olor a putrefacción combinado con el de oxidación en la piel entró por sus fosas nasales y lo hizo nauseabundo. Sus pasos continuaron hasta la sala donde pese al deteriorado estado de los muebles pudo notar que la mesa, sillas y demás muebles eran caoba y de estilo colonial. Cada uno de ellos ubicados en la misma posición que los de su departamento. Pero no era sólo la estructura arquitectónica y los muebles que eran iguales, sino que cada ornato, maceta y jarrón había sido siniestramente replicado; sin embargo, en las jarras no había flores, ni en las macetas plantas, ni en los portarretratos fotos. Asustado, volvió sobre sus pasos sin darle la espalda al departamento. Iba por el pasillo cuando de reojo vio tres marcos que colgaban sobre el muro, todos vacíos salvo uno. El de en medio era la hoja de firmas del contrato que él firmara en unión de la señora Ingrid para la adquisición del departamento. Sumergido en la profundidad de su confusión, en la superficie y al final del pasillo, encontró los ojos grisáceos de ella observándolo.

Parte IX

Siéntate que es hora de otra lección—, dijo ella y él obedeció. Entonces le contó la historia de una joven princesa que hace 500 años se enamoró del hijo de un simple orfebre en la ciudad alemana de Núremberg. Pese a la sangre real que fluía por las venas de la mujer y su gran influencia, fue él quien despreció su amor; esto porque la tachaba de banal, superficial y de tan pocas ideas que en lugar de impulsar sus sueños de pintor, los truncaría. Ella, convencida en cambiar la mente de su amado, hizo traer a su palacio a los mejores maestros del reino para que la aleccionaran en matemáticas, física, arte y demás materias. Hecho que de inmediato puso en conocimiento del joven.

Quod natura non dat, Salmantica non præstat—, dijo él en un latín perfecto después de despedirla no tan cortésmente. Ella no entendió el significado de esas palabras.

Tras varios meses de estudios, clases y tareas, la princesa aprendería en carne propia el significado del latinajo, mismo que explica que la universidad no puede dar a nadie lo que la naturaleza le ha negado: inteligencia. De forma que no tuvo más elección que recurrir a la brujería que practicaba una vieja druida de nombre Shayla.

Es una deseo por otro. A cambio de su inteligencia tienes que darles algo a cambio, algo que ellos deseen y el acuerdo tiene que quedar por escrito—, le advirtió Shayla respecto a la permuta que tendría que celebrar con los poseedores del conocimiento que ella deseaba obtener. —Debes ser clara respecto a tu intención de adquirir su sabiduría, de otra forma su consentimiento estará viciado y el contrato será inexistente—.

¿Viciado?—, preguntó la princesa.

Sugiero que tu primer acuerdo sea con un lingüista o un escritor joven princesa—, dijo la bruja exacerbada.

La princesa siguió el consejo de la bruja y mandó a llamar a Ludwig von Walter, un lingüista reconocido por sus profundos conocimientos del alto alemán medio y por sus dificultades financieras causadas por su adicción al vino de fina elaboración.

Tres barricas de vino por tus conocimientos—, ofreció ella y el hombre, todavía borracho, firmó el contrato pensando que se obligaba a dar clases particulares. Al destino de Ludwig se le unieron una decena de catedráticos y profesionistas, quienes sin chistar cambiaron su capacidad cognitiva por objetos materiales de aprovechamiento efímero. Habiendo ella adquirido un vasto conocimiento y a la vez despilfarrado su patrimonio, fue en busca de su amado para alardear de sus nueva inteligencia y convencerle de tomarla como esposa; sólo para enterarse que éste ya se había comprometido con la hija de un herrero.

Contrario a lo esperado de una princesa conocida por sus berrinches y arrebatos, ella tomó la noticia del compromiso con delicadeza y mesura, casi con indiferencia. Había aprendido que amar también implica respetar las decisiones del amado, y si bien es cierto que el sentimiento que profesaba por aquel hombre de huesos enclenques y cabello largo jamás disminuyó, también lo es que encontró la fuerza para vivir sin él. Desde entonces dedicó su tiempo y conocimiento en asumir el rol de princesa: resolvió desacuerdos milenarios entre naciones e iglesia, y aseguró el porvenir económico de sus tierras. Eso y una serie de bien pensadas maniobras políticas hicieron que al poco tiempo fuera coronada como reina con apenas veinticinco años. Su gobierno se caracterizó por la abundancia, pero también por un extraño padecimiento que afectaba sólo a los más ilustres del reino, dejándolos en un estado catatónico, paralizados mentalmente y subsistiendo únicamente sus funciones motrices más elementales. Cada uno de los afectados por esta misteriosa enfermedad había sido resarcido con costosos objetos materiales a cuenta de la corona, tales como caballos, carrozas, tierras o joyas. Lo que la mayoría de los súbditos interpretó como un gesto de generosidad de la reina, muchos otros lo hicieron como un sinsentido. ¿Qué va a hacer un parapléjico con un caballo purasangre?, se preguntaban los más suspicaces.

 

Continuara…

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

ÚLTIMAS NOTICIAS

ÚLTIMAS NOTICIAS

LO MÁS LEÍDO