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miércoles, abril 24, 2024

The Oné(simo) Who Got Away

Mi romance con él inició un miércoles por la noche cuando yo llegué totalmente abrumado del trabajo a la casa de Betty para ver el partido del León. Entré por la cocina, pues ahí estaba la única tele, que para cuando entré, ya estaba encendida y transmitiendo el partido del maldito América. Aunado a eso, mi milanesa, que era el platillo más esperado de la semana, estaba siendo devorado por quien era mi nuevo “roomie”, un tal Onésimo que rentó el segundo de tres cuartos disponibles en la casa de asistencia ubicada en la colonia San Jerónimo. De inmediato comprendí que mis prerrogativas de arrendatario consentido iban a desaparecer o al menos dividirse. Lo saludé amablemente, fingí indiferencia respecto al partido que estaba en la pantalla e inmediatamente me despedí, no sin antes aclararle que iba a hacer una hora de bicicleta fija; para que supiera que su “roomie” no solo estudiaba y trabajaba, sino que también hacía ejercicio. “No te preocupes, de hecho yo también ya me voy”, me dijo mientras se empezaba a dibujar una sonrisa en su cara. No lucía nada impresionado con mis proezas.

Me giré para empujar la puerta de la cocina y salir de ahí, pero la puerta me empujó a mí directito al abismo de los soberbios. Entró una mujer de aproximadamente un metro ochenta de altura, cuerpo delgado y muy mal cubierto por un vestido entallado de color azul; el tono dorado de su cabello era tan intenso que parecía casi blanco y se deslizaba hasta su espalda baja, que anunciaba unas nalgas preciosas. Estaba tan guapa que sus ojos color cielo, pasaban a segundo plano.
– ¡Ah! Mein Schatz – exclamó Onésimo – ella es Klara, una amiga que viene de Alemania. Por favor no le digas a Betty que va a pasar la noche conmigo – me la presentó con la sonrisa completamente dibujada en su rostro.
– No te preocupes, no diré nada. – le contesté con un tono tranquilizador. Yo no podía esperar a acusarlo con Betty.

Onésimo no tuvo que decir nada más, pero sus ojos lo dijeron todo: mientras yo iba a restregar mis nalgas en un sillín de bicicleta anti prostático, a él se las iba a restregar un ángel de Victoria Secret. Con razón no estaba impresionado. No hice ejercicio esa noche, ellos sí.

La siguiente vez que lo encontré cenando frente al televisor, él estaba viendo el programa deportivo, “La Última Palabra” y decidí acompañarlo. Intercambiamos algunas opiniones futboleras y después de unos minutos me di cuenta que él y yo compartíamos dos grandes pasiones en la vida: las mujeres y el fútbol, claro que yo no compartía su éxito con las primeras, pero él no sabía ni la mitad de lo que yo de la segunda. ¿Vaya consuelo no? Así fue como inició una de las hermandades más bonitas, desde entonces pasábamos el mayor tiempo posible juntos, y digo posible porque los dos teníamos que ir a la universidad, y yo no podía descuidar el trabajo, ni él a sus mujeres. Aun así, nos hacíamos tiempo para ver el fútbol, no discriminábamos a ningún equipo de la liga mexicana, desde los partidos de nuestros equipos favoritos, hasta los de los Tiburones del Veracruz, que eran terribles. También nos ejercitábamos juntos, mientras yo hacía bicicleta fija, él levantaba pesas y hacía abdominales, todo al ritmo de las últimas novedades del reggaetón. A veces salíamos de fiesta o de “cacería”, como nos gustaba llamarlo y pretendíamos ser extranjeros, pues hablábamos alemán bastante bien y según nuestros cálculos, en las trajineras de Xochimilco, las mujeres prefieren a los foráneos. Incluso, cuando alguna de sus mujeres le rompía el corazón, yo estaba ahí para consolarlo hasta quedarnos dormidos en su cama. Sí, dormíamos juntos y hasta abrazados. Éramos tan heterosexuales que no nos importaba no parecerlo. Y como dice la canción “lo que opinen los demás está de más”

En Onésimo encontré el mejor compañero para asesinar al tiempo y una de las mejores maneras de matarlo era yendo al supermercado, así que todos los domingos íbamos al Superama de la avenida Luis Cabrera, a comprar lo esencial para pasar la semana. Para lo que nos alcanzaba, no debía de tomarnos más de quince minutos, pero de algún modo u otro lográbamos comprar latas de atún y plátanos en una hora y media. Todo se debía a nuestras ridículas peleas. Una vez discutimos veinte minutos en el pasillo de enlatados sobre comprar atún de la marca Great Value o de la marca Dolores. Él argumentaba que por el precio de siete latas de la marca “Dolores”, podríamos tener ocho de “Great Value”, mientras que yo le explicaba que en el proceso de recolección utilizado por los distribuidores de la marca “Dolores” no se lastimaban a los cetáceos1. Al final gané yo y optamos por ser amigos de los delfines. Otro domingo nos peleamos en la entrada del supermercado, porque no podíamos ponernos de acuerdo sobre quien iba a conducir el carrito del súper; hasta ese día jamás habíamos discutido por eso, sin embargo, ese día Onésimo mostró un interés bastante sospechoso por el maltrecho vehículo y yo no iba a esperar a que mis tobillos averiguaran qué era lo que planeaba, por lo que lo condujimos juntos: cuatro manos, dos hermanos, un carrito; súper gay. Las miradas que recolectamos ese día no eran precisamente de lujuria y deseo, eran más bien de rechazo y hasta algo de morbo. Me pregunto si en el año 110 d.C. los romanos miraron de esa forma a Marco Ulpio Trajano, a quien la historia recuerda no por la dimensión del territorio conquistado por Roma bajo su mando, que fue mucho más de lo que un tal Julio César soñó, sino porque era gay. Nos pareció tan divertida la situación que no hicimos nada para desmentir a quienes nos miraban, por lo que improvisamos un diálogo pretendiendo tener discusiones de pareja.
– Gordo, no se te olvide comprar linaza, porque el amaranto me está irritando el colón – dije yo con un tono de voz moderadamente femenino.
– Ya sabes que no me gusta que me digas así ¿Te gustaría que te llamara campamocha2? – le fascinaba burlarse de mis piernas flacas y largas.
– Cuando lleguemos a la casa, platicamos de eso. No quiero que armes otra escena de esas que tanto te gustan hacer… gordo – concluí sin esperar una venganza de su parte. Que tonto fui. Minutos después, mientras yo pedía doscientos cincuenta gramos de pechuga de pavo de la marca “Sabori” en el mostrador de carnes frías, a Onésimo le dio por chulearme las piernas. “Oye campamocha, con esos shorts apretados las piernas se te ven marcadísimas. Te dije que el spinning te iba a ayudar”, dijo con una voz exageradamente femenina. En mis entrañas estaba muriendo de risa, pero no me podía salir del rol. Justo cuando me voltee para regresarle el piropo, quizás con uno más provocador, caí en cuenta de que mi jefe y su esposa estaban detrás de mí, ambos con un ceño demasiado fruncido para ser domingo. No sabía cuál era su posición frente a la homosexualidad, pero sus miradas no eran muy esperanzadoras y como no se me ocurrió nada mejor que decir, balbucí algo cómo “les presento a Onésimo, es mi roomie”. Me miraron todavía más confundidos y de inmediato recordé que mi jefe no hablaba inglés y la mejor traducción que se me ocurrió fue “el que vive conmigo”.

Mi supuesta homosexualidad, no trajo en mi trabajo más consecuencia, que los denodados esfuerzos de mi jefe para demostrar su tolerancia hacía mis presuntas preferencias. En cada oportunidad que tenía, aprovechaba para recalcar que él no era homofóbico, por ejemplo, en ese entonces estaba en boga un tema entre la Federación Internacional de Futbol Asociado (FIFA) y la Federación Mexicana de Futbol (FMF). La primera sancionaba constantemente a la segunda por no impedir el grito de “puto” en los estadios cada vez que un portero despejaba el balón, por lo que expresaba constantemente su apoyo a la FIFA y su rechazo a la FMF. Nunca sospechó que yo gritaba puto con todas mis fuerzas cada vez que despejaba el portero del Club América, Agustín Marchesín.

Unos meses después pasaron dos eventos relevantes en nuestras vidas: primero, yo me hice novio de Regina, una niña guapísima, con una piel color ámbar y una sonrisa por la que quemaría hasta la última esquina del imperio de Trajano, y segundo, llegó una nueva roomie a la casa de Betty a ocupar el último cuarto disponible. Ella era todo lo contrario a Regina; sangrona, chaparra y tan gorda que se comería hasta la última esquina del mencionado imperio, además tenía una extraña obsesión por decirle cariño a todo el mundo con un tono tosco y sumamente molesto, creo que era su manera de disimular que no se sabía el nombre de nadie. En fin, del primer evento ansiaba que mi jefe se enterara, por lo que aproveché que los papas de Regina organizaron una cena de presentación, para pedir permiso de salir temprano y de explicarle toda mi situación sentimental. Me hizo toda clase de preguntas sobre ella, y yo las respondí asegurándome de incluir una descripción de lo que era, una Venus, una diosa mujer del amor y de la belleza. Creo que nunca lo había visto tan emocionado por dejar que alguno de sus empleados se fuera temprano.

El siguiente domingo Onésimo no pudo acompañarme al supermercado, pues tenía que hacer un trabajo de la escuela, creo que era de la asignatura Circuitos Hidráulicos y Neumáticos, por lo que me dispuse a ir solo, pero cuando estaba abriendo la cochera, la nueva “roomie” se acercó para pedirme u ordenarme (no pude distinguir) que la llevará conmigo, pues tenía unas cosas que comprar. Era nueva en la capital y por más odiosa que me resultara, no podía negarle un aventón. Nótese que en el trayecto estuvo en su celular todo el tiempo. En el supermercado no pasaron más de quince minutos cuando yo ya había terminado de hacer mis compras; sin Onésimo, ir al supermercado era un suplicio que deseaba que pasara rápido, pero de pronto escuché una voz desde el pasillo de higiénicos que no solo lo alargó, sino que lo agravó. “Cariño, olvidé unas cositas”, gritó mientras sacudía con su mano levantada una caja de toallitas femeninas. Ella pudo no haberlo dicho y todo hubiera estado bien; pudo haberlo comentado en el coche y no hubiera tenido ningún problema; pudo haberme llamado por teléfono y habría tomado la llamada con gusto; pudo haberme mandado un mensaje de texto y lo hubiera contestado de inmediato; ¡pero no!, decidió pregonar su adquisición a todo volumen utilizando la palabra cariño de por medio.

En la fila de a lado, mi jefe observaba la escena confundido. Estoy seguro que lo que pensaba en sus adentros era, “¿Y esta es la diosa del amor y la belleza?”

Onésimo y yo no estuvimos juntos por mucho más tiempo. Resulta que además de ser bueno con el sexo opuesto, era bastante bueno jugando con las calculadoras ¿Eso es lo que hacen los ingenieros mecatrónicos no? Ni siquiera pudo acabar sus estudios en México, cuando ya había sido contratado por la automotriz alemana de cuatro aros3 que lo becó en una de las universidades más prestigiosas de Alemania. Hoy vive en Augsburgo, Alemania .

Lo extraño.


  1. La Organización Mundial del Comercio falló recientemente en favor de Grupo Pinsa, distribuidora de la marca Dolores, respecto a las reglas del etiquetado “Dolphin Safe”, en el que prevenían a las empresas mexicana de poner este sello en sus latas y por lo tanto de competir en en igualdad de circunstancias en el mercado de Estados Unidos, a pesar de no sólo acoger, sino superar la normativa internacional en materia de cuidado del delfín.
  2. Es un sinónimo de mantis religiosa.
  3. Los cuatro aros hacen referencia a las cuatro empresas que formaban parte de Autos Unión: Audi, DKW, Horch y Wanderer. La primera absorbió a las demás.
Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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