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viernes, abril 26, 2024

Tres Evas

En más de una ocasión encontré a Valentina hablándole a una planta en forma de capullo cual confidentes; como si en ella almacenara la historia de su misteriosa vida, que yo ansiaba conocer, pero que sus espinas me impedían hacerlo. Eso y muchas otras cosas de ella me eran inexplicables, como su vigor. No eran las seis de la mañana y la mujer ya estaba haciendo quien sabe qué en el campo.

Habían pasado nueve meses desde que acepté hacerme cargo de su hija. Valentina me había informado del cáncer que tarde o temprano tomaría su vida. “Solamente confío en ti para cuidar de Lucía”, me dijo aquella tarde. Desde entonces yo vivía de lunes a jueves en un cuarto de visitas en su huerta a las afueras de Huasca de Ocampo en Hidalgo. El nombre de la granja me era desconocido, pues el letrero en la entrada había sido removido. Valentina se dedicaba al cultivo de especias que vendía a restaurantes de alta cocina en el estado. Aunque le iba bien, no era suficiente para pagar el costoso tratamiento contra su enfermedad, y además el colegio privado de Lucía. Pese a mis constantes intentos de asumir los costos médicos, ella siempre se rehusaba, so pretexto de no desperdiciar mis recursos en una causa inútil. “Guárdalos para la universidad de Lucía” o “Mejor ahorra para el primer coche de Lucy”, me decía. Yo me sentía impotente y frustrada cada vez que salía con esa clase de respuestas ¿De qué me servía todo el dinero que había ganado, si no lo podía gastar en las personas que me importaban? La terquedad que siempre la caracterizó no había disminuido con el paso del tiempo, así que me callaba y la observaba, era como si Valentina cargara una pesada loza sobre su espalda que solo se atrevía a soltar en presencia de Lucía, se notaba que era su razón de vivir.

Con Lucía las cosas tampoco estaban siendo sencillas, la niña había tenido que sufrir abandono y falta de amor hasta que Valentina se apareció en su vida. No era de extrañarse que me viera con miedo y enojo, para ella yo era una intrusa. De tal suerte que Valentina y yo tuvimos que trabajar en serio para cambiar la percepción de la niña. Alguna vez armamos un sketch en el que Valentina nos obligaba a comer un estofado de verduras y yo de repente me aparecía con una pizza de salami. ¡La niña salió con que prefería el estofado! Luego organicé un viaje a Disney y Lucía aborreció el parque de atracciones, porque el aburrimiento que le causaba la fila de cuarenta y cinco minutos no era equiparable con el minuto y medio de atracción. En eso tenía razón la escuincla, no era nada tonta.

Un domingo por la tarde me llamó la señora que trabajaba en mi casa, se había enfermado su madre y tendría que ausentarse inmediatamente a su natal Oaxaca, ella era la encargada de cuidar a Chester, mi gato, durante mis ausencias semanales. Como no tenía alternativa decidí llevar al animal conmigo a Hidalgo. “Un poco de rancho no te caerá mal, ya estabas muy fifí”, le dije al felino mientras maullaba inconforme en su caja transportadora. Cerramos puertas y ventanas en la casa y tan pronto solté al animal, fue a esconderse en el cuarto de Lucía. Después de unas horas fui a buscarlo, estaba segura qué estaría escondido en el closet o debajo de la cama, sin embargo, a través de la puerta entreabierta, encontré a Lucía riendo a carcajadas mientras jugaba con el gato. Hasta entonces me di cuenta lo hermosa que era la chamaca con esa sonrisa de oreja a oreja, cabello castaño y ondulado que bañaba su piel color ámbar; eso sí era altísima para su edad. Bueno, aproveché la ocasión para presentarlos uno con el otro. “Es Chester, un gato suizo que se cree perro, ¿quieres saber su historia?”, le pregunté un poco temerosa y para mi sorpresa me dijo que sí. Así que le platiqué un poquito de mi vida: de la Academia de Artes Culinarias; de mis épocas como pinche en Le Chat-Botté; de cómo abrí mi primer restaurante en la calle Rue de Vermont al que nombré Les Dix en honor al equipo que su madre y yo formamos durante la prepa. Lucía me miraba interesada, hasta quiso saber más de la adolescencia de su madre, así que me arranqué con algunas historias buenísimas de nosotras; de porque nos decían las diez, de cómo hacíamos trampa en los exámenes, de cómo me defendía de las bravuconas de tercer año y cuando le conté de la pira de mochilas que hizo para defenderme, quedó simplemente anonadada. Hablamos durante horas, mientras Chester ronroneaba sobre la cama. Al terminar nuestra plática, Lucía tomó de mi mano y me llevó hasta un almacén de dónde sacó un letrero que decía “Rancho Las Diez”. “Mi mamá lo quitó cuando llegaste, dijo no quería abrumarte con viejas historias. Ya entendí que significa, ¿me ayudas a ponerlo regreso?”, me dijo. A mi se me salieron las lágrimas y así fue como Lucy y yo nos hicimos amigas.

Entre tanto Valentina empezó a usar atuendos que cubrían gran parte de su piel, pero cuando las manchitas empezaron a aparecer hasta en su cuello y manos, sus energías decayeron. Cada vez estaba más cansada, se despertaba tarde por las mañanas y dormía temprano en las noches; apenas pasaba tiempo con sus plantas. Yo, harta de verla morir, hice que la mejor dermatóloga del país nos visitara, una tal doctora Barragán, cuyo diagnóstico no fue distinto al de los demás médicos. Sin embargo, antes de irse, la doctora me sugirió enviar los resultados de los análisis a un doctor mexicano, cuyos estudios en la Universidad de Harvard para desarrollar una cura contra cáncer de piel tipo melanoma, habían sido asombrosos. “Es milagroso. Empezó su aprendizaje en Michoacán con su abuela que curaba solo con plantas. Valdría la pena enviarle el caso de Valentina”, agregó no sin antes advertirme lo difícil que sería para él atender su caso por la enorme lista de espera de pacientes que tenía. Claro que eso no iba a detenerme, y yo sabía que no nos quedaba mucho tiempo.

Como era de esperarse no recibimos respuesta y Valentina se moría. Una noche de insomnio para ella, entró a mi cuarto y me despertó. Me invitó a dar una caminata. En cualquier otro escenario la hubiera matado por despertarme a las cuatro de la mañana, pero me puse una chamarra y la seguí. Sentadas una frente a la otra, pensé me daría algunas instrucciones finales para Lucía, pero esta vez no fue así. “Llegó la hora de darte las explicaciones que tanto mereces y que agradezco no me hayas exigido”, me dijo y entonces me confesó porque se había ido, me platicó sobre la violación; el aborto que casi la mata; el origen de su obsesión con esa planta en forma de capullo con espinas; el asesinato de Tololo. A modo de conclusión me dijo que durante su vida había contraído dos deudas con el destino: la muerte de su hijo y la del padre de este. La primera la pagó con la adopción de Lucía, pero la segunda había vencido sin pago. “Por eso muero amiga mía”, me dijo con una lágrima en la mejilla. Jamás la había visto llorar.

Esa noche no pude volver a conciliar el sueño, la historia de Valentina me había conmovido y desgarrado. ¿Cuán distinto hubieran sido nuestras vidas si hubiéramos permanecido juntas? Habría cambiado todo mi dinero y fama por haber aliviado tan siquiera un poco el dolor y sufrimiento que Valentina guardaba en esa planta. A pesar de lo triste que me sentía, descubrí con asombro, que el tiempo con ella y con Lucía había sido lo mejor de mi vida. Ellas le habían dado sentido a mi existencia que hasta entonces me parecía vacía y superflua. Creo que en ese momento entendí que Valentina me estaba haciendo un regalo de vida.

Algunos días después me llegó un correo electrónico de un dominio de la Universidad de Harvard, el asunto leía “Tratamiento para una vieja amiga” y el remitente era un tal doctor Jehsu López. Cuando se lo enseñé a Valentina, ella lucía sorprendida. Resulta que el doctor Jehsu era el mismo niño que la había visto agonizar hace veinticinco años en la clínica clandestina en la que le mal practicaron el aborto y el mismo que había avisado a Doña Rosa, la abuela del chamaco, para que salvara a Vale. “Ya me había salvado una vez, ¿por qué no otra?”, dijo Vale con optimismo, mientras su ojos brillaban y su expresión volvía a ser la de una guerrera.

FIN.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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