Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento.
Johann Wolfgang von Goethe, Fausto
Soy el olvido de todos los deberes, la incertidumbre de todas las intenciones. Los tristes y los cansados de la vida, tras despertar de la ilusión, alzan la mirada hacia mí, porque yo también, a mi modo, soy la Estrella Brillante de la Mañana. ¡Y hace tanto tiempo que lo soy!
Fernando Pessoa, La hora del Diablo
Javier Eduardo González Guzmán
Aunque la creencia en el Diablo parezca anticuada, su presencia sigue todavía vigente. Una presencia que se asoma en incontables relatos y que, no en pocas ocasiones, ha protagonizado diversas obras de teatro y filmes. Si bien sus primeras tribulaciones nos remontan al Antiguo Testamento, sus incursiones a lo largo de la historia no han sido menos notorias. Tentador, usurpador, castigador, burlador, libertador. Rey de este mundo cuyas distintas facetas estarían relacionadas con aquello que vagamente denominamos como mal. Pero ¿quién es el Diablo?
Si limitamos nuestra visión al espectro filosófico, el Diablo aparece en un primer momento como una figura mítico-religiosa que explicaría la incidencia del mal en el mundo. Ya sea que se trate de un asesinato o de una enfermedad, el Diablo serviría como una forma de justificar lo que en principio carecería de sentido. O, en su defecto, como un recurso para salvaguardar la omnibondad de Dios. De cualquier manera, la irrupción del Diablo en la creación apuntaría hacia el problema del mal. Es decir, hacia el cuestionamiento sobre su origen y su propósito en el orden de todas las cosas.
Pero cabría advertir que el mal y el Diablo no estarían siempre vinculados. Al menos no todas las religiones recurren a este último para dar cuenta del primero. Tal como sucede con la ambivalencia de los dioses grecorromanos o la ingente cantidad de demonios que plagan el politeísmo mesopotámico. Aún así, dentro los límites que supone la tradición judeocristiana, la figura del Diablo nos remite indefectiblemente a la noción del mal. Una noción que apela a lo amenazador y que implica la propia ruina si no es oportunamente combatido.
Dado lo anterior, el Diablo representaría los más profundos temores de la humanidad. Enemigo por excelencia que vendría a corromper lo que una vez fue bueno. Y que frecuentemente estaría asociado con lo pasional, lo animal, lo material y, sobre todo, lo femenino. Una asociación habitual que daría pauta a la infame persecución de brujas durante el Renacimiento. Figura demoníaca que sintetiza los temores masculinos hacia la mujer y hacia su propia sexualidad.
Sin embargo, lejos de reducirse a su carácter terrorífico, el Diablo también suscita cierta fascinación. Espíritu ambivalente que ocasionalmente funge como estandarte de la libertad y la crítica. Como aquel ángel rebelde que habría cuestionado el poder tiránico de su padre y, en consecuencia, sería expulsado de la corte celestial. Una expulsión que le valdría el título como Señor del infierno y que encontraría un eco en la caída de Adán y Eva. Por ello, el Diablo sería concebido como un personaje trágico que padecería el castigo injusto de un Dios soberano. Un Dios cuyos avatares mundanos no suelen dudar en ejercer su mismo poder despótico.
La imagen del Diablo quedaría dispuesta entre la compasión y el terror. Una imagen especialmente explorada por la literatura gótica en obras como Frankenstein (1818) de Mary Shelley, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde(1886) de Robert Louis Stevenson o El gran dios Pan (1894) de Arthur Machen. Pero no todo sería miedo ni tragedia, sino que también cabe la posibilidad de una representación cómica del Diablo. Un Diablo que estaría todavía más próximo a la condición humana, resaltando aquellos defectos considerados como risibles y, en cierta medida, inofensivos.
Quizás, uno de los ejemplos más llamativos sea aquel diablo que aparece en Los hermanos Karamazov (1880) de Dostoievsky. Cuando Iván se encuentra convaleciente en su habitación y, en su delirio, se le aparece un ‘hombre’ de una curiosa fisionomía. Un hombre con una vestimenta humilde que se antoja más como un parásito bien educado. Figura débil, pobre y lastimera que no representa ninguna amenaza. Un diablo vulgar que dista mucho de aquel terrible Satanás con alas de fuego. Tanto así que “si se desnudase -nos advierte Iván-, se le vería, ciertamente, una cola larga, lisa, como la de los perros daneses” (Dostoievski, p. 318). Diablo ridiculizado que, no en pocas ocasiones, resultaría doblegado tanto por la voluntad divina como por la astucia humana.
Y es que, en lugar de confrontarnos con una visión unitaria del Diablo, convendría advertir sus múltiples facetas. Facetas que en cierto modo responderían a los no pocos nombres que ha recibido en la historia. Satanás, Lucifer, Asmodeo, Belial, Belcebú, Leviatán, Rey del Averno, Príncipe de las tinieblas, Pícaro, Dragón, Gran macho, Cornudo, Cuerno verde, Ángel azul, Adversario, Pecador desde el principio, Maligno, Colilargo, Desvergonzado, Patas de cabra, Mala bestia, Casco hendido, Señor de la noche, Caído del cielo…Remisión nominal que resiste cualquier pretensión de un carácter irreductible. De algo así como una esencia sobre lo que significa en última instancia su efigie.
Aún así, hay una insistencia en vincular al Diablo con el mal. Ya sea que se trate de las inclinaciones consideradas como demasiado perversas, de la presencia amenazante que encarna el otro, de la rebeldía que cuestiona la autoridad o, en su defecto, de la miseria y del sufrimiento que constituyen la propia existencia; la figura del Diablo estaría atravesada por presupuestos que determinarían en gran medida su concepción. Presupuestos que en última instancia delatan modos específicos de pensar y de confrontarnos con el mal.
REFERENCIAS:
Dostoievsky, F. (1879) Los hermanos Karamazov (trad., 2018). Ciudad de México.