*Por Jonathan Palafox
Poco había cambiado en todos esos años de ausencia, y sin embargo todo le resultaba diferente. Aun antes de caminar por aquel largo pasillo, aquel que conducía al comedor primero y luego a la sala, la ciudad ya le había recibido con un balde de nostalgia que se le escurrió por la espina dorsal, causándole un escalofrío y una sonrisa que el espejo le reveló. El aroma de un pueblo pequeño, bien distinto del de la gran ciudad, impregnado de fresnos y eucaliptos, caña, tierra húmeda y garbanzos, lo depositaron de inmediato en aquella lejana infancia, de hacía más de treinta años. La distancia entre su casa y la de su abuela no era de cuatro horas, era de treinta años.
Anunciado por los perros de la casa, sintió ese temor que se siente por ver algo que seguramente ya no existe como se recuerda… pero el pasillo estaba igual, y la tía que le dio la bienvenida bien podría haber pasado por su prima. El cariñoso abrazo también acortó la distancia, como si hubiera sido apenas el día anterior cuando aquella mujer lo llevaba a la tienda, tomado de la mano solo en tanto su madre los veía, pero dejándole luego el espacio que un hombre necesita para enfrentar el mundo. Su voz era igual también, e incluso su manera de vestir; solo le sobresaltó su aroma, de cobija de invierno, acaso porque el que resultaba el más aguzado de sus sentidos, el olfato, no era acompañado por la memoria.
Los cuadros, las sillas, el techo de madera…todo era como lo recordaba, exactamente como lo recordaba. Tan familiar era la atmósfera que pudo adivinar dónde se encontraba su abuela, y hacia ella dirigió sus pasos. Al cruzar el umbral de la terraza, flanqueada por pájaros y plantas, cantando la melodía que él silbó durante el camino, encontró a la mujer de su memoria, y el corazón le dio un salto. Cuándo la vieja atendió su saludo, girando para verlo, notó que si a la tía no le había pasado un lustro, a la matriarca no le había pasado un solo año. De pronto se sintió mareado, desguanzado, y la abuela lo asistió para sentarse. Las manos que le echó encima eran unas manos fuertes, improbables para los ochenta que la señora debía tener. La abuela le ofreció un sorbo de té que ahí cerca tenía, con la esperanza de que el azúcar lo reanimara, pero su malestar se agudizó y con la familiaridad sentida, se excusó para recostarse en una de las habitaciones.
Sin pensarlo, eligió la habitación más alejada de la terraza, como queriendo alejarse de aquella mujer que era su abuela, de ochenta, que no era anciana. Nadie le impidió la entrada, y encontró la cama sola y fría, en el frío de aquella habitación también, a la que no le daba el sol nunca por encontrarse rodeada de otras estancias. Cuando apoyó su cabeza en la almohada, pudo ver de soslayo la cómoda ocre que antes estuvo en la habitación del abuelo, y pronto se dio cuenta que era justamente esa habitación en la que estaba. Aunque quiso rectificar, un cansancio antiguo se le depositó en la espalda y se le colgó de los párpados, haciéndolo dormir. El sueño que tuvo fue extraño.
Soñó con la familia reunida, sin precisar los rostros, platicando animosamente los eventos del año. Unos bebían y luego soltaban risotadas que se oían a lo largo del pasillo grande; otros se mantenían más bien cuchicheando, en pares, atentos de medir hasta dónde llegaban sus palabras. Él mantenía una panorámica central, adecuada para verlo todo y a todos. Luego miró su mano y observó que cargaba una llave, una llave ocre. Con la confianza que brinda la propiedad, caminó por el pasillo que llevaba al cuarto donde dormía, y se vio ahí recostado. Sin reparar en ello, usó la llave para abrir la cómoda a la que en su infancia le atribuyó capacidades mágicas de almacenamiento debido a que toda cosa relevante de aquella casa estaba ahí guardada. Pero en el sueño no había nada, nada más que una jarra delgada y un vaso de cristal elegante y pesado. Y luego tuvo sed, y la jarra luego tuvo agua; o algo parecido. Y la tomó en el vaso, ceremoniosamente, y luego cerró el mueble para evitar que cualquiera otro pudiera beber de aquel elíxir que le había calmado el ansia, que súbitamente se había vuelto insoportable. Cuando echó la llave, volvió al sitio de la vista absoluta, y se sintió contento de la alegría de los demás. Y todos los asistentes fueron despidiéndose de él con un apretón de manos cada vez más débil, y pudo verlos caminar hacia la salida cada vez con mayor dificultad. Y entonces despertó.
Le sorprendió la pesadez del cuerpo, pero aun más el frío en las piernas; no atinó a decir cuánto tiempo habría pasado, y para cuando casi lo sabía un toc toc en la puerta, retórico, sonó y lo sacó del trance. La mujer bajo el marco, sin embargo, no le pareció conocida de primera, y tuvo que esforzarse por recordar su nombre. Ella se acercó, pero la mirada modorra le ponía una silueta nada más en la cabeza. Mas el frío que en las piernas había experimentado fue poco comparado con el hielo que le anegó el alma al escucharla decir “hueles como a cobija guardada, mijo”, mientras lo colocaba en una silla de ruedas sin que este pudiera presentar resistencia, pues sus brazos lánguidos no podían siquiera soportar su propio peso. Luego lo condujeron hasta el pasillo, bajo el bodegón que antes había estado en el cuarto de su abuelo, para que tomara el sol un momento. Y luego pudo ver con terror cómo salían de la casa, animadas y enérgicas, dos mujeres jóvenes tomando agua; o algo parecido.
* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.
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