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lunes, diciembre 2, 2024

El casero

*Por Jonathan Palafox

Esa mañana el casero por fin se decidió a asistir a la casa de Clarita, tan joven como él. Hacía tres noches que le había marcado muy angustiada, diciéndole que había hormigas por todos lados, que le estaban acabando la casa y las cosas que en ella había. El casero, acostumbrado a sus exageraciones, la tranquilizó escuchándola primero y diciéndole después que era normal que hubiera hormigas, hasta deseable, que eran señal de buena suerte; solo debía encargarse de no dejar alimentos abiertos en zonas accesibles. A Clarita, frustrada y temerosa, ya no le bastaban sin embargo las palabras dulces y la paciencia del casero. Esa no era la primera llamada y tampoco era cuestión de unos pocos bichos. Le contó que aquellas alimañas ya habían vuelto loco a brincos, su perro, quizá al metérsele por las orejas. El casero enmudeció un momento, pero con la experiencia de un matrimonio de más de cuarenta años optó nuevamente por la calma y prometió su asistencia para el día siguiente, miércoles, y aprovecharía para llevarle uno de esos chocolates que sabía que le gustaban. Clarita no tenía ya la energía de una muchacha, y no pudo insistir en la urgencia de la situación, por lo que solo colgó el teléfono.

“¿Han vuelto loco al perro, dijo?”, exhaló apenas terminando la conversación. Recordó el momento, hacía ya 13 años, en que mostraba la casa a Clarita y su marido, desembarazados al fin de la crianza de sus dos hijas, quienes ahora vivían fuera de la ciudad. Buscaban una casa más práctica, más pequeña, de una sola planta, que no les pasara factura a las rodillas con el subir de escaleras, ni les socavara tanto el bolsillo con el mantenimiento. Y con un pequeño jardín, también, para el pequeño brincos, la píldora que les anestesiaba la separación de las crías. “Tiene ya 15 años, Clarita. Es normal que esté loco”, pensó el casero, después del recuerdo.

El miércoles fue extenuante para el casero, pues las vacaciones estaban próximas y todos se preparaban para salir a disfrutarlas revisando sus coches, por lo que la refaccionaria que atendía desde hace años no le dio un respiro en todo día. Cuando entró a casa, ya muy avanzada la tarde, se echó en el sillón gris con el peso del mundo, y se quedó dormido. Pensó un instante en Clarita, y le apenó no resolver su tema ese día, como había dicho. El hombre seguía teniendo voluntad, pero pronto tendría que empezar a ajustar sus promesas, a la medida de su cuerpo. El jueves ocurrió lo mismo.

El viernes, por la mañana, antes de salir al trabajo, el casero pensó en Clarita como antes pensaba en su esposa. No es que tuviera un interés romántico por ella, sino que más bien la veía vulnerable, frágil, expuesta, como su esposa estuvo toda la vida, dependiendo de su protección. A veces daba gracias al cielo por haberla reclamado antes, pensando en que no habría podido sobrevivir sin él, y Clarita era un ejemplo perfecto de la situación. Viuda también desde hacía cinco años, no pasaba una semana en que no le hablara para reportarle algún desperfecto que al principio él atendía con celeridad, con esa empatía y respeto que en su momento sintió por su esposa; pero luego, con los más de sesenta que cargaba en el cuerpo, que le reclamaba cada vez más frecuentemente la cama o el sillón al menos, donde caía dormido sin esperanza de levantarse sino hasta el día siguiente, luego entonces no podía sino postergar sus auxilios, por más que le pesara en la palabra. Para el viernes, sin embargo, la pena ya era tanta que decidió no asistir a casa después del trabajo sino ir directamente con la sra. Juarez, Clarita pues, como le había pedido hacía tiempo que le llamara, para atender su súplica.

El día se hacía largo, pero el casero lo disfrutaba en tanto sabía que habría cada vez menos. Al salir se dirigió hacia la casa de Clarita, como se había propuesto. El recorrido sería de unos treinta minutos a esa hora, y solo llevaría a cabo una parada, para comprar el chocolate prometido, y que ella tendría que comerse a escondidas del médico que la veía. No eran amigos, pero no hacía falta que lo fueran para ser gentiles. Un chocolate, ni siquiera ese, lo haría más pobre, ni a ella la enfermaría más.

Al estar pagando en caja, pudo notar un camión de bomberos y dos patrullas yendo raudos a su destino, y pensó nuevamente en la fugacidad de las cosas, por lo que con una gran sonrisa agradeció a la cajera y se retiró del sitio. Al tomar camino nuevamente, sin embargo, percibió que las sirenas no dejaban de escucharse; a veces un poco más cerca, a veces un poco más lejos, presentes siempre. Y luego, después de un rato, comenzaron solamente a escucharse más y más cerca. Cuando llegó al 510 de la calle Ruiz Cortinez de la colonia Presidentes, ya no sólo escuchó las sirenas, sino que sus ojos fueron violentados por los colores azules, rojos y naranjas de las torretas, de los autos de emergencia que ocupaban los espacios de la calle, los de Clarita y los de sus vecinos también. El lugar donde antes había estado la casa de Clarita, ergo la del casero, ahora solo tenía escombros y madera roída, resquebrajada en miles de astillas y pedazos. En el ambiente flotaba todavía un aserrín espeso, que hacía difícil la respiración a los presentes. Algunos hombres jóvenes sacaban un cuerpo viejo de entre los materiales, cubierto por una sábana, y otro hombre cargaba con un perro viejo que tenía una pata visiblemente quebrada, que le impediría saltar. Al casero le dió un escalofrío pensar que tendría que cuidar a brincos, loco ahora, pero seguro sería más fácil que seguir cuidando a Clarita, y dio gracias nuevamente por no dejar a personas frágiles detrás.

Al retirarse de la escena, después de todas las preguntas, observó una hilera de hormigas rodeando su auto.

* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.

jonathan.palafox.lopez@gmail.com

twitter @jpalafoxlopez

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