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viernes, mayo 9, 2025

El milagro doble

*Por Jonathan Palafox

Tras las primeras notas, mientras su hermano repartía el ponche entre los familiares asistentes, sus nervios no hicieron sino crecer, avivados por las miradas incrédulas a veces, burlonas otras, lanzadas desde el silencio que obligaba el momento que les había pedido como atención y que solo era posible porque resultaba forastero, en su propia familia, por haber vivido tanto tiempo lejos, y por ello no sabían realmente cómo tratarlo. Los acordes iniciales, ejecutados con dedos tartamudos, hacían evidentes los fallos aun en los oídos menos entendidos de esa música que les ofrecía, ajena también, lejana, extranjera aunque universal, en la que confiaba para devolverle a la casa de la abuela algo de la armonía que recordaba de sus años mozos, cuando convivían todos con cordialidad.

La ejecución de la pieza, sin embargo, no ayudaba. Los rostros de los asistentes, primos y tíos, estaban dejando de ser neutrales, abandonando el silencio que el respeto supone para comenzar a convertirse en cuchicheo que por desconocido resultaba doblemente hiriente. Él, el pianista, sabía que los estaba perdiendo, que no habría de retenerlos mucho más, que no habrían de durar siquiera lo que el ponche les duraría en las manos y que pronto habrían de empezar a hablar nuevamente entre ellos, ignorándolo, volviendo a los grupos que los últimos años se habían venido gestando para atacarse los unos a los otros en pos de mejorar la posición propia y la opinión que de sí mismos tenían con tal de sentirse más dignos de la herencia que los abuelos estaban por dejar. Esto le causó un temblorcillo en el ojo que le hizo pisar nuevamente notas erradas, acumulando los fallos en aquel malogrado concierto.

En la pausa que hubo entre el primer movimiento de la pieza, originalmente triste, y el segundo, más bien ligero y trivial, tuvo tiempo para dar un sorbo más a su ponche, que también le había dejado su hermano sobre el piano, sorprendiéndolo, antes de retomar la empresa. Pasado el trago, caliente y dulce, colocó el blanco vaso nuevamente sobre el negro del instrumento, movió los dedos como rascándole al viento una comezón sin origen, inclinó su cabeza hacia su costado izquierdo para relajarse, y prosiguió. Y entonces ocurrió un milagro. Los dedos le fluían no sólo hacía las teclas correctas, sino con la suavidad o intensidad precisas que el autor había querido imprimirles, lejos de los torpes martilleos que alguien con su poca experiencia solía dar por concentrarse solamente en conseguir la nota esperada. Corriendo los dedos le iban de un lado a otro, suavemente, casi autómatas, logrando una experiencia que parecía un masaje dado a las sienes y al alma, tranquilizando a todo aquel que pudiera escucharle. ¡Y pudo comprobarlo! porque además de la agilidad y precisión con la que estaba construyendo aquella pieza, podía distraer la mirada del aparato sin el riesgo de perder algún compás o acorde, y ver entonces las caras de los asistentes, que lo miraban embelesados, atrapados genuinamente por la maestría de aquella ejecución y seducidos por la dulzura de la música que les estaba regalando. No tuvo que preguntar a nadie para saber que cada uno estaba experimentando un éxtasis que les había hecho olvidar las diferencias arrastradas y crecidas con el paso de los años, llevándolos a todos a aquellas épocas donde las navidades se nutrían con las risas de los niños, el calor de los innumerables abrazos, los sonidos de los cohetes y las piñatas, y por supuesto la voz de los abuelos, más jóvenes entonces, más llenos de energía, capaces de mantenerlos no ignorantes de la fortuna que poseían y que habrían de heredarles sino tranquilos por la lejanía de ese momento; tan lejano que parecía improbable.

Entre lágrimas, acompañando las notas que el piano seguía lanzando por voluntad del pianista, los asistentes ahora viejos o adultos se abrazaban y dedicábanse unos a otros los mejores deseos que uno puede tener para alguien a quien quiere de verdad. Y todos se querían, aunque lo hubieran olvidado. El esfuerzo y dedicación puesto en aprender a tocar para acercar a la familia, había resultado bien. La pieza terminó y todos aplaudieron al pianista novel que les había regalado aquel reencuentro.

Nadie reparó en el hermano, que se había colocado en la esquina de la sala, en un sillón individual, que observaba la escena, visiblemente emocionado también, completamente en silencio. Cuando meses atrás se había burlado de la intención de su hermano pianista, sobre todo después de haber escuchado sus avances, inició un distanciamiento que no habían experimentado y que no habían podido resolver, impedidos ambos por la cotidianidad de la vida; el corazón le advirtió, sin embargo, la vergüenza que le había causado, y supo que algo debía hacer para enmendar la falta, pues de no hacerlo perdería al mejor aliado que la vida le había traído y lo condenaría a ese juego descorazonador de las fiestas hipócritas e incómodas. Y por ello preparó el ponche aquella noche; y por ello lo aderezó con algún estupefaciente, de tal forma que todos pudieran disfrutar de aquella cacofonía que su hermano habría de impartir, para acercarlos a todos, y para acercarse de vueltas a él. Y viendo el resultado del evento, bebió también, y se unió al júbilo familiar deseando que les durara más de una noche.

* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.

jonathan.palafox.lopez@gmail.com

twitter @jpalafoxlopez

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