*Por Jonathan Palafox
He pensado mucho últimamente, más de lo habitual. Tengo la fortuna de tener buenos genes capilares, pues adivino que sin ellos ya me estaría quedando calvo. Tal vez cada uno de los cabellos que debían caerse, solo mueren, y palidecen. De esos tengo ya bastantes.
Resulta que no hace mucho volví a ver “Her”, de Spike Jonze. Los ojos con los que la vi ahora no son los mismos que aquellos con los que la ví en 2014, en su estreno, y en alguna que otra ocasión durante el metraje dejé que el cuerpo hiciera su trabajo y los lavara. “Her” parece transcurrir en una sociedad apenas unos años más adelantada que la nuestra (ya en 2014 prefiguraba con precisión inquietante la omnipresencia de la tecnología), con humanos que todavía experimentan los miedos y ansiedades que nos envuelven en esta.
La película tiene muchas capas de reflexión, pero quiero concentrarme en dos, uno meramente tecnológico y utilitario, y otro puramente emocional.
¿Qué pasará cuando no sea necesario trabajar debido a que, efectivamente, esté todo resuelto? En 2014, esa realidad estaba más cercana a la ficción de lo que está ahora. Tecnología como GPT-4 o sus rivales comerciales, cómo Bard, ya facilitan muchas de las labores que se hacen en una computadora hoy en día y, con el avance de los sensores y la robótica, no tardarán en facilitar también labores de campo. Claro que este escenario es uno de entre los tantos posibles que el futuro puede traernos, pues no podemos dejar de ver los riesgos de la tendencia autodestructiva del hombre. En cualquier momento los niños que gobiernan el mundo pueden tomar su balón y, sin poder llevárselo, poncharlo.
Si ese escenario sucediera, sin embargo, ¿cómo viviríamos? ¿sería eso una utopía? ¿qué pasa con todas esas personas que han hecho de su trabajo realmente su propósito? La sociedad se ha configurado durante tanto tiempo alrededor del capital y del trabajo que, presumo, costaría algunas generaciones adaptarse al calibre de este cambio. El tiempo dirá, incluso, si la crisis actual del plano laboral (un reclamo generalizado por mejores condiciones de trabajo, mejores sueldos, mayor tiempo libre, mayor flexibilidad, mayor rotación, entre otros aspectos), es parte justamente de este reacomodo.
Por otro lado, ¿qué necesitamos como humanos? Es difícil no sentir empatía por Theo, un hombre común con un trabajo poco común, que pasa por una crisis de vida cerca de sus cuarenta años. Theo vive entre recuerdos una vida que ya se le ha escurrido y que se resiste a dejar ir, aunque nada de ella le quede en las manos. Llevado solamente por la inercia, mantiene una rutina que nada le ayuda para dejar atrás el evento que lo ha llevado ahí.
En 2014, el giro que plantea la película definitivamente parecía inverosímil; pero bastó un encierro lo suficientemente largo, en 2020, para poner esa incredulidad en entredicho. Aprendimos a relacionarnos a través de una pantalla, despersonalizando una actividad que no había sido modificada desde el inicio del hombre como lo conocemos. Y, sin embargo, esa no fue sino la cereza que adornó el pastel que había comenzado a cocinarse desde la salida de las redes sociales. Aunque la televisión ya antes suponía un medio de alienación, no fue sino hasta la aparición de aquellas que se masificó la disociación de la personalidad que el anonimato de estas permitía.
Seguramente, a estas alturas te estarás preguntando a dónde voy con todo esto. Bien, es sencillo. Hay indicadores que nos dicen que las relaciones humanas están y seguirán cambiando. Aspectos sociales tales cómo el número de matrimonios/divorcios; el alargamiento de la adolescencia; el retraso en la formalización de las parejas y el número de hijos en las mismas; pero también aspectos biológicos cómo la reducción en el conteo de espermatozoides en la población mundial*; todo ello nos dice que, consciente o inconscientemente, no estamos buscando la supervivencia, estamos buscando entretenernos mientras pasa nuestro tiempo en esta tierra. Theo, de hecho, sólo buscaba conectar.
Pero no me gusta ese futuro, para ser honesto. No me gusta pensar que ahí donde termina mi mano no haya otra que pueda sentir frío o miedo ante determinadas circunstancias; no haya unos ojos que puedan soñar despiertos y, de cuando en cuando, su boca pueda decir incoherencias que resulten graciosas, de manera espontánea. No haya unas piernas que puedan rasparse al caer; pero erizarse también, cuando las acaricie.
Entiendo a Theo, cayendo inerme a los inexistentes brazos de Samantha, buscando desde la soledad y el ansia, huyendo de la incertidumbre. Pero no creo que haya nada más hermoso que dos personas que se encuentran y deciden aventurarse a vivir. Porque no es sobrevivir lo que necesitamos las personas: es vivir.
* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.
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