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viernes, mayo 9, 2025

La pausa

*Por Jonathan Palafox

Todavía con el coche andando, Adán frunció el ceño. El embotellamiento que suele hacerse en el cruce de la calle Esparza Hernández con Loma Bonita, particularmente entre tres y cinco treinta de la tarde, cuando la mayoría de las personas vuelven a la periferia de la ciudad, lo había sorprendido. El calor ya no era lo que había sido dos semanas antes, pero todavía calaba. A Adán siempre le había parecido ser algo así como un pollo, de esos que giran sobre dos ejes, cuando el tráfico le obligaba a detenerse, expuesto a los rayos del sol desde arriba, y al calor del smog que llegaba desde abajo y el frente y los lados del coche. Está de más decir que, Adán, no era precisamente amante del calor.

Haciendo un esfuerzo para serenarse, tomó su lugar en la interminable cola. Todavía tuvo algunos segundos en los que pudo arrepentirse y salir hacia el flujo que lleva a la calle de Balbuena, unos tres o cuatro kilómetros más adelante que luego le obligaría a tomar la Buenos Aires, no tan linda como la ciudad. Cortó de tajo el pensamiento cuando un coche gris le arrebató la posibilidad, encerrándolo por detrás, y uno amarillo, cuyos mejores años ya habían pasado, por el costado. Apretó un poco más el entrecejo pero al mismo tiempo quitó tensión al pie, que apenas se estaba enterando de que la alternativa había desaparecido.

De un pensamiento pasó a otro, y el recuerdo de Cortázar y su autopista le horrorizó y causó gracia al mismo tiempo. Con él en mente buscó alguna chica que estuviera atrapada igual, anticipándose a otros que no hubieran leído el cuento. Pero no halló a ninguna. Le dolió la soledad de pronto, más como duelen los huesos con el frío que como duele la carne al acercarla al fuego. Curioso el cuadro que pintaba: aterido bajo el sol incandescente y rodeado de autos que en marcha le estaban cocinando.

De pronto, como cuando una mosca nos arranca de nuestros pensamientos, Adán notó a unos treinta metros a un organillero. Con las ventanas arriba, puesto el aire, no pudo percibir la melodía y entonces racionalizó la imagen y comenzó su crítica: “¿A quién le benefician estos hombres?” “¿Quién alguna vez ha aprovechado tal actividad?” “No es esto sino trabajo de verdad lo que nos hace falta”, y con cada cuestionamiento le subía de nuevo la temperatura, pues cada pregunta confirmaba su manera de vivir, la suya, la de Adán, como la única y verdadera y correcta. Con el carro detenido, el calor creciente y la falla lógica del organillero, Adán sentía cómo la rabia comenzaba a poblarle, y le hacía deducir que nada tenía sentido y, peor aun, que a nadie le importaba.

En su agitación, sin embargo, pudo notar a un niño a unos tres coches adelante de distancia, en el carril derecho respecto al suyo, mirando fijamente el instrumento. Adán ya no apartó su mirada de él, como el niño no la apartaba del músico. El niño sonreía, embelesado seguramente por la canción que aquel aparato estaba produciendo, imaginando tal vez la orquesta de humanos diminutos que la causaban. Adán luego miró, por vez primera, al hombre que tocaba, que seguro rondaba ya los ochenta años aunque era probable que una vida dura le haya adelantado alguna década a la cuenta. Y sin embargo sonreía también, con el niño, y con la madre del niño, y con el resto de los autos. Y de la misma manera que se propaga una onda en un lago, alcanzando cuanta barca lo navegue, notó Adán llevando su mirada de coche en coche que las sonrisas se iban multiplicando. Y él sonrió también cuando se miró en el espejo y ya no tenía el entrecejo fruncido, y entonces supo que alguien o algo, desde algún lado, le estaba regalando una pausa.

 

* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.

jonathan.palafox.lopez@gmail.com

twitter @jpalafoxlopez

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