*Por Jonathan Palafox
Esa tarde no sería una tarde cualquiera.
Carmen, o Carmelita, como algunos allegados le decían, había llegado temprano, como todos los días desde hacía más de 20 años. Entonces llegaba a pie, acompañada por su hija, Carmen también, la primera de los tres hijos que tuvo y la única que ahora le sobrevivía. Ya no le brotaban lágrimas al recordar eso, pero le había cubierto un aura sombría desde la primera pérdida que solo se acentuó con la segunda de manera irrevocable. Los años le habían traído resignación y serenidad, aunque felicidad ya no le ofrecieron. Ya no la buscaba de cualquier forma. Desde el día uno, apenas tuvo tiempo de pensar después de la muerte de Eulalio, el menor, supo que no sería feliz nunca más. Carlos murió apenas un año después, a ambos se los había llevado un débil corazón, herencia del padre que había muerto años, muchos años atrás, del mismo mal. “Pobre mujer”, decía el pueblo en susurros, “qué pesada carga”, “qué cruz”, y otras cosas similares eran las voces que continuamente le llegaban a los oídos y que nunca sirvieron para animarle en lo más mínimo. Carmen, la madre, y Carmen, la hija, se abandonaron a la soledad, acompañándose, convencidas de que nadie más que ellas conocían su propio dolor.
Ahora llegaba en coche conducido por ella misma, contra todo pronóstico. Llevaba ya algunos años haciéndolo y aunque era realmente un logro, nunca lo sintió como tal. El señor Octavio, dueño de la empresa en que ella trabajaba, le facilitó un automóvil que resultó suficiente para su aprendizaje. Y suficiente también para ella, pues terminó por comprárselo. El señor Octavio no quiso herir su dignidad y recibió el dinero, aunque definió un precio simbólico apenas, para que ambos salieran ganando.
Ese día, el señor Octavio no estaría presente, había tomado unas vacaciones, las de todos los años, pero con una semana de anticipación. Ahora sin su esposa, había decidido explorar un poco más el mundo, algo a lo que la difunta no había accedido nunca por su miedo a las alturas y la imposibilidad entonces de abordar un avión. No sería lo mismo, desde luego, pues no tenía ya a nadie con quien compartir sus descubrimientos, por lo que sus viajes terminaban por ser encierros largos en los hoteles, donde se dedicaba a dormir. Luego habría de contarle a Carmelita como a él también le había resultado pavoroso el viaje, pero después de lo que a ella le sucedería esa tarde eso ya no iba a sorprenderle.
El día transcurría normal, como todos, en un letargo permanente, alimentado por una falta de nuevas ideas y poco interés por encontrarlas. No se les podía culpar, el mercado tampoco era exigente. La última idea innovadora, nacida de un terror profundo de la propia Carmen, no había dado resultados económicos favorables. Vender una forma en la que el muerto pueda comunicarse con alguien en caso de despertar no fue tomada con agrado por el público. “Esperen a que uno de los suyos muera, querrán asegurarse de no haberlo enterrado vivo”, pensaba ella, y la sensación de haberlo hecho así con alguno de sus hijos le mantuvo despierta durante mucho tiempo, hasta que se le ocurrió la idea. Y aunque no tuvo éxito vendiéndola, Carmen siguió ofreciéndola sin costo para todos los que se acercaban por un paquete funerario, convencida no de aliviar al muerto, que no se podía, sino de aliviar la preocupación al vivo. La implementación era sencilla: apenas una nota donde el muerto, ahora vivo, pudiera verla, con instrucciones precisas de cómo proceder y usar el aparato para comunicarse a una línea que estaría vigilada siempre por alguien más. Esto último era sumamente importante, pues despiertos consumimos mucho más oxígeno que dormidos, y los cálculos efectuados por Carmen demostraban en el papel que el sobresalto y el susto consumirían tiempo vital al recién renacido, por lo que una demora en la contestación podría significarle la muerte otra vez.
Ese teléfono nunca sonó, sin embargo, en 10 años. Y aunque eso no la desaminaba, había incorporado el cuidado de la línea como algo utilitario, como algo que se hace sin consciencia del por qué, como tantas cosas. Hasta que sonó esa tarde.
-“¿Hola?” atinó a decir. El proceso completo lo sabía de memoria, pero no había reparado en lo que debía decir al descolgar el teléfono. Un “hola”, tembloroso, dudoso, fue lo que surgió naturalmente.
-“Hola”, se escuchó del otro lado, sereno.
Recobrando el control, aunque sumamente sorprendida, que no feliz, continuó la conversación siguiendo el procedimiento hace tanto tiempo definido.
-“¿Cuál es su nombre?” preguntó, para identificar luego el lugar al que había que acudir al rescate.
-“Solía llamarme Manuel, Manuel Hernández.” replicó la voz del otro lado. Como si tuvieran todo el tiempo del mundo, ocurrían silencios. A Carmelita, que se le había ocurrido la idea como descargo de consciencia, se le iba helando la sangre. Conforme más lo pensaba, más extraño era. Y su sorpresa fue mayor aun al darse cuenta que Manuel Hernández había sido enterrado hacía más de 2 años. Pálida, Carmen intentaba seguir el protocolo. “Manténgase tranquilo, señor Manuel. No demoraremos”. Temblorosa, llena de curiosidad, tomó las llaves de su auto y se dirigió al cementerio. Bastaría que presentará el convenio que había hecho con las autoridades para comenzar el proceso, diseñado así por obvias razones de tiempo. Hasta entonces no había pensado mucho en lo que estaba pasando, pero en el camino le comenzaron a inquietar un par de cosas “¿Cómo que _solía llamarme_?” ese primer pensamiento la estaba asustando cada vez más, pensando que el Manuel que llamaba no era el mismo Manuel que había muerto. “Con el tiempo, nadie es el mismo, claro, pero esto…esto…” Carmen seguía atormentándose con suposiciones, mismas que habían nacido de su grandiosa idea.
“¿Cómo lo tomará la familia?”, los recordó a todos, en el entierro, con esa memoria maldita de Funes, centímetro a centímetro. Su esposa, la más desconsolada, con el corazón roto, con apenas fuerzas para mantenerse en pie, sostenida por sus cuñados, que también lloraban. Su padre, herido pero estoico, temblando debajo del traje negro, viejo, por el primero de los hijos que se le escapaba. Su hija mayor, Carmen también por casualidad, de apenas 10 años, entre triste y confundida, refugiada en la esperanza de la ingenuidad, donde lo que es definitivo no lo parece así, acaso teniendo razón, demostrándolo ahora. Y los niños que no podía recordar, porque no estaban, pero de cuya existencia se enteró por los rumores que le llegaron con el mismo desagrado que le llegaban los que hablaban de ella, “pobres pequeños”… al parecer eran dos más, que entonces no tenían consciencia, ahora tenían un padre que los había dejado en contra de su voluntad. ¿Cómo iban a tomarlo todos ellos?
Al llegar al cementerio, asustada pero decidida, bajó del auto y presentó el convenio al enterrador. Este llevaba apenas meses en el puesto, por lo que no estaba enterado del proceso, a diferencia de su antecesor, por lo que le tomó algún tiempo creerlo. Después de examinarlo con cuidado y, sobre todo, ver el rictus serio de Carmen, no tuvo más remedio que tomar la pala y asistir a la tumba con el número que ella le señalaba. El lugar no mostraba aspecto extraño, todo estaba en orden. Las flores, dejadas hacía tiempo si se les juzgaba por su aspecto, estaban intactas. Con sumo cuidado, como si comenzaran un ritual en el que su destino estuviera en juego, retiraron todos los floreros antes de comenzar a cavar. Y luego cavaron. Palada a palada se acercaban a conocer a Manuel, a quien ella tal vez no reconociera, porque eso también comenzó a inquietarla después: “¿Qué voy a encontrarme?”. Después de una larga hora, cuando el pobre muchacho nuevo estuvo a punto de desfallecer, la pala tocó madera. Llenos de tierra ambos, se organizaron para lograr abrir el féretro, antes de lo cual se lanzaron una larga mirada. Era extraño que no hubiera indicios de vida dentro. Ni un sonido, ni una vibración que revelara movimiento. Nada. Aunque podría haberse pensando que alguien pudo haber llamado para hacer una mala broma, Carmen sabía que el mecanismo había sido diseñado para evitar cosas de ese tipo. El señor Octavio, de hecho, le había reclamado en algún momento todos los recursos que había destinado para desarrollarlo…cuando ya era evidente que nadie pagaría por ello. Carmen no lo juzgó por eso, como no lo había juzgado cuando le permitió pagar el auto; comprendía bien que la gente es como es, y es diferente para cada uno, porque cada uno la ve como uno es. Eso le había servido, al menos, para vivir serena su vida, alejada de problemas, cuando ya lo más doloroso le había ocurrido. Entonces no pudo ser nadie más que Manuel. Y para no demorar más, tomó la tapa del ataúd y procedió a abrirla. Estaba vacía. Extrañados, aunque aún muy asustados ambos, se miraron nuevamente por largo rato. No se explicaban que había sucedido. Salieron del agujero que habían cavado solo para tomar un respiro. Tenían que encontrarle una explicación a todo eso, y el ejercicio físico les había drenado toda la energía. Necesitaban un momento. De espaldas al chico, Carmen de pronto escuchó que este le agradecía a un extraño una botella de agua. “Por nada”, escucho luego, y reconoció a Manuel con la misma nitidez que lo habrían reconocido sus ojos. Giro su cabeza para verlo y efectivamente, encontró al Manuel de hacía dos años, ahora despierto. Un rápido escalofrío la recorrió, pero no dijo nada. Todo era cada vez más confuso, por lo que tuvo que preguntar “¿Quién es usted?” a lo que él respondió “Solía llamarme Manuel, Manuel Hernández”.
-“Fue usted quien llamó, entonces.” dijo ella.
-“Me parece que sí”, replicó él. Aunque no recuerdo nada.
-“Pero, ¿cómo lo hizo?” ella insistió.
-“Lamento no poder ayudarla, Carmen”, dijo él, y eso no hizo sino erizarle la piel, pues no había mencionado su nombre antes.
-“¿Cómo sabe mi nombre?”, casi gritó.
-“Tampoco lo sé, Carmen. Es como si la hubiera visto venir hacía acá y la hubiera conocido en el camino”.
El silencio los abrazó a los tres. En Carmen el miedo fue disminuyendo, gracias en gran parte a la paz que Manuel irradiaba. El chico nuevo no entendía muy bien que estaba pasando, todo le parecía tan extraño que no lo consideraba real, si acaso una broma de mal gusto, muy bien ejecutada. Aun en silencio, Manuel se incorporó de pronto y volteó a verlos. “Debo irme”, dijo él, con una sonrisa en el rostro. Carmen no dijo nada, pues eran tantas preguntas que no atinó a elegir ninguna. El chico dijo “que le vaya bien”, pues estaba bien educado. Ambos se aterrorizaron, sin embargo, cuando Manuel comenzó a descender al féretro. “¿Qué…qué estás haciendo, Manuel?” preguntó Carmen.
-“Yo ya había terminado aquí, en realidad. Solo tuve curiosidad por usar el servicio” dijo con una genuina candidez. Y luego cerró la tapa. Carmen se levantó y comenzó a andar el camino largo que llevaba a la salida principal del cementerio. Una felicidad indescriptible la inundó, y aunque hacía muchos años que no había experimentado ese sentimiento, segura estaba de que ese que estaba sintiendo nadie más, nunca antes, lo había vivido. El sentimiento de pensar que esa paz, la de Manuel, la sentían todos los que alguna vez estuvieron vivos.
Esa tarde, al volver a la funeraria, Carmen desconectó su invento.
* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.
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