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sábado, mayo 10, 2025

Otoño

*Por Jonathan Palafox

Sonaba All Along The Watchtower, y la estridencia combinaba con la actitud soberbia que ese día le estaba cubriendo. Era el fin de semana, el fin de semana de una que había resultado particularmente buena, en muchos sentidos. Si pensaba en los beneficios laborales, en el futuro podría voltear a ver esos días como el momento en que su organización había variado la inercia apacible que había mantenido durante los últimos dos años, y aunque le gustaba pensar en la metáfora del bambú, los beneficios que se comenzaban a vislumbrar, en forma de grandes colaboraciones empresariales, eran un respiro para todas las voces que comenzaban a sonar más y más fuerte en su cabeza, las de todos aquellos que le habían advertido que “la idea no es mala, pero…” y siempre después de ese “pero” venían otros pensamientos que no hacían sino arruinarle el día. Si pensaba en su cuestión familiar, justo esa semana también había disfrutado de una reunión que llevaba postergándose tanto tiempo que ya no recordaba el momento en que se había propuesto. Y no es que ver a sus padres juntos fuera el sueño de su vida: hacía tiempo, mucho tiempo, que había entendido que las parejas, aunque se amen, a veces resultan incompatibles. No, no era verlos separados lo que le dolía, no era que esperara un reencuentro donde se hubiesen mirado a los ojos y hubieran descubierto que solo así su vida tenía sentido; no era que uno sufriera indeciblemente la ausencia del otro; no. Era algo mucho más sencillo, mucho más básico, mucho más accesible: era la posibilidad real de no haber vuelto a escuchar los chistes que su padre hacía y que solo su madre sabía disfrutar de forma que les resultaban graciosos a todos. Una inefable alegría que, de no haberla vivido, le habría resultado imposible de creer, como lo era siempre de explicar.

Y luego pensaba en él mismo, quizá el aspecto menos visible pero no por eso menos gratificante; esa semana había terminado por fin el cuarto cuento que, si bien era por encargo, resultaba la finalización de una obra que sería pagada, lo que en estricto sentido lo convertía en un escritor profesional. Esa aventura, que le venía persiguiendo desde la adolescencia, y que no había atendido, esencialmente, por miedo, por fin estaba cumplida. Faltaba, claro, la revisión del editor, pero los tres trabajos dados previamente le hacían sentir confianza en este.

“There must be some kind of way out of here…”, gritó Hendrix, y Héctor sonrío mientras cantaba, como ufanándose de que él sí que había encontrado el camino. Toda la confusión de los meses pasados no sólo había cedido, se había evaporado. “…there’s too much confusion…”, y la sonrisa le seguía, porque esa semana, y las semanas previas, le habían ido nutriendo de forma tal que la tormenta que se adivinaba en el horizonte, le resultaba poca para su cuerpo desnudo: estaba listo para recibirla, para combatirla, para retarla. El bote esperaba en el muelle, la cámara estaba lista y había cargado suficiente ginebra como para desinfectar a todos los botes del sitio, de haber sido necesario. Un lengüetazo le recordó la hermosa compañía que llevaba, además: Guildo, su perro, su perro sin raza, que parecía haberle lanzado ese cariño como por celo, como si hubiera sido capaz de leerle el pensamiento y haber notado que su nombre no le había cruzado a Héctor durante todo el trayecto. Pero ahí estaban los dos, una relación que parecía de toda la vida, que de Guildo lo era, y cuyo cariño estaba cimentado en ahora tantas vivencias pero que había comenzado con un simple haberse visto a los ojos y saber que la que les comenzaba era una aventura impresionante, que ahí estaba y era su deber descubrirla.

El bote los recibió ruidoso, celebrando cada paso que daban, incluidos los de Guildo. La algarabía ya a bordo estaba maximizada por la energía incontenible del perro, quien en todo momento parecía sonreír.

El suelo era frío, Héctor lo notó cuando se quitaba los zapatos para cambiarlos por unos que fueran propicios para nadar en caso de que el tiempo y las ganas se alinearan, y eso casi lo hace arrepentirse de la decisión. El clima seguía siendo bueno, aunque ahora, al horizonte, unas nubes se habían tornado amenazantes en un parpadeo. Aun así, el muelle estaba calmo y no había razones para pensar que esa tarde la lluvia sí llegaría, pues durante toda la semana había presentado un comportamiento similar sin llegar a derramar ni una sola gota. Ajeno a los pensamientos de Héctor, del clima y probablemente de sí mismo, Guildo solo atinaba a seguir sonriendo, y era bueno ayudando a no estorbar durante la descarga (o carga) de los víveres al bote. Guildo resultaba un perro extraño, pues a pesar de ser mestizo y, sobre todo, haber sido recogido de la calle ya a unos 5 meses de edad (calculados por el veterinario) no demostraba nunca comportamientos propios de los perros que han tenido que luchar, defender y, primero, buscar sus alimentos entre los desperdicios de los hombres. Tranquilo, seguramente influenciado por el propio carácter de Héctor, Guildo podía pasar horas y horas sin comer, en compañía de su amigo, sin que esto le implicara un esfuerzo; y a veces esto resultaba ridículo, pues Héctor tampoco era alguien que se preocupara mucho por su alimentación, y estando concentrado en sus actividades, a ambos podía alcanzarlos la noche y recién darse cuenta de la falta total de alimento. Resultaban, pues, una buena pareja, la única que le había durado a Héctor más de 1 año hasta entonces.

Con la última botella a bordo, con Guildo ya acostumbrado a la cubierta, y con un deseo enorme por llevar a cabo el experimento que comenzaban, Héctor aseguró el auto, colocó un chaleco, no por útil menos ridículo, al perro, se colocó el propio, y partieron del muelle. Un golpe fuerte en la proa les dio la bienvenida, provocado por una ola venida de quién sabe dónde, como anticipando resistencia. Guildo, con su ventaja de cuatro patas y un bajo centro de gravedad, ayudó a Héctor a incorporarse, que no contaba con dicha ingeniería y había caído al suelo del bote. De vuelta en pie, notó en su mano una herida, no grave pero no pequeña, que sangraba de manera escandalosa, producto de una botella rota que también había cedido ante el embate. Héctor no era creyente de las coincidencias, ni de las señales, ni de un sentido escrito o dirigido por nadie que no fuera él mismo; estaba convencido, incluso, de que esta visión realista e inmediata le había arrebatado la oportunidad de emparejarse antes con algunas de las mujeres por las que había sentido atracción pero que no habían podido superar su visión franca de las cosas que en la vida pasan y que el amor intenta maquillar. Esto le había dejado heridas, claro, pero con el tiempo la mayoría se habían revelado solo tan escandalosas como la que llevaba ahora en la mano, igualmente poco graves. El tiempo, lo tenía comprobado, era el bálsamo más efectivo e importante para curarlas. Pero la mano sí sangraba, y ponerse una venda, improvisándosela, fue lo que le arrancó de comenzar a creer que la herida era algún tipo de señal para la tarde. Guildo permanecía quieto, extrañamente, como atento a alguna indicación de Héctor, tal vez asustado tras de su sonrisa, acaso el único gesto que realmente podía expresar. Cuando Héctor hubo terminado de amarrarse un trapo para contener la hemorragia, y aun estando muy cerca del muelle, Héctor mantuvo la decisión de zarpar.

¿Cuándo comienza uno a caminar el camino de lo irreversible?

No pasó una hora antes de que el primer trueno les recordara que las nubes se seguían acercando, cada vez más negras, cada vez más grandes. El muelle ahora ya no se veía, apenas se atisbaba la costa. Guildo no había recobrado el ánimo desde el incidente, y se mantenía quieto, como procesando una súbita consciencia que le había abrumado. Héctor, sorprendido por la paz de su compañero, uso ese tiempo de sobra que creyó invertiría en jugar con él para leer un libro, uno de esos que llevaban ya años en el estante, comprado en un momento de arrebato o de optimismo, y que se había vuelto viejo en la espera. El tema ya no era actual, Héctor no dejaba de encontrar contradicciones expresadas no solo por otros escritores, sino del autor mismo, en otros de sus textos; esto le resultó aun más interesante, sin embargo, pues se sentía espectador de un proceso de crecimiento a la inversa, como alguien que ha visto el fruto de un vegetal y que, al invertir el tiempo, observa de donde viene y como se forma. Su carácter crítico y minucioso, detallista, le permitía conectar las consecuencias (es decir, las ideas vigentes del autor) con las causas (es decir, las ideas primeras), y esto, lejos de crearle estupor o enfado, le permitió ver la obra completa no solo en él texto, sino en la persona que la escribió, provocándole una admiración aun más grande.

Llegó un segundo trueno. Y un tercero. Y un cuarto.

La nube ya estaba encima de ellos, otra vez sin haberse percatado. Guildo seguía inmerso en su nueva consciencia, y apenas si se movía. “Está mareado, seguro” pensó Héctor, y trató de animarlo con un premio, que también había cargado. Pero Guildo no respondió. Sin preocuparse demasiado por él, Héctor decidió hacerle una caricia en señal de empatía hacía su estado, que Guildo respondió con un lengüetazo a la mano, en una correspondencia que describe una relación sana. Y luego un relámpago iluminó la tarde y el horizonte. El primero del concierto que habría de desatarse unos minutos adelante. Guildo comenzaba a ponerse nervioso, como la mayoría de los perros con los truenos y los rayos. Recobró el movimiento para comenzar a andar de allá hacia acá y hacia allá otra vez, con la angustia que por vez primera en el día le arrancaba la sonrisa. Una nueva caricia, esta vez más prolongada, lo detuvo un instante, y otra vez la contestó con un lengüetazo, pero el temor ya estaba presente. Héctor comenzó a considerar el regreso, pues si bien había pasado por otras situaciones de cierto riesgo, lo había hecho en solitario; aunque siempre había invitado a amigos y familiares, nunca insistía tanto, pensando en cómo reaccionaría él mismo ante una reiterada invitación a algo que no le placiera o que llanamente no le interesara. Por eso los amigos que tenía pensaban que podría no considerarles como tales, aunque era justamente lo contrario: “la gente no está realmente acostumbrada a la libertad” solía decirse. No eran pocas las ocasiones en que había viajado acompañado de personas que no estaban convencidas de hacerlo y todo terminaba, invariablemente, en desastre. Profecías autocumplidas. Hacía años que había dejado de culparles o considerarlos cobardes, y hacía años, también, que había decidido no volver a insistir, en nada que involucrara la voluntad de otras personas. Eso trajo sus consecuencias, claro. La soledad con la que vivía, que no necesariamente era incómoda, le privaba de algunos placeres que solo se tenían en compañía. Pero sobre todo le había privado de compartir su visión del mundo, pues es algo que no puede desarrollarse en una sobremesa o en un bar. Esa decisión no le interesaba ahora, muchos años ya habían pasado desde que había decidido tomarla, y sabía que todas las decisiones tienen consecuencias. Pero ahora, acompañado de alguien que lo seguiría al fuego de una hoguera, sentía una responsabilidad distinta. Viéndole a los ojos y hablándole con una voz totalmente tranquila, le dijo “vamos de vuelta, Guildo. Lo haremos en otra ocasión. Todo estará bien” Y el concierto comenzó.

Por más fuerte que fuera la brazada, el bote no estaba más cerca y sus fuerzas sí que se estaban agotando. Guildo aullaba, mortificado, desesperado, lejos. Entre toda la confusión, escucharlo le mantenía cuerdo y esperanzado “está vivo, en algún lado” pensó. Uno de los remos le servía para descansar a ratos, pero la corriente se esforzaba por arrancárselo de las manos, haciéndolo casi personal. Guildo estaba protegido por su salvavidas, pero la sacudida había sido tan fuerte que no sabía en realidad si lo mantenía puesto. Seguía dando brazadas; el bote aún estaba a la vista y la prioridad era volver a él, girarlo e ir por Guildo. La venda improvisada de la mano había cedido, y ahora el agua salada tocaba la herida reciente, provocándole también un ardor considerable; en ese momento, sin embargo, la adrenalina le habría aliviado la amputación completa de la mano. Otro aullido de Guildo, esta vez más tenue, no por menos esforzado sino por más distante. Además, a Héctor le estremeció recordar que Guildo no era un perro que se orientara muy bien, y en el movimiento del mar, quizá estaba haciendo el esfuerzo hacia el lado equivocado. Héctor tenía que darse prisa, o dejaría de oírlo y eso reduciría mucho las posibilidades de rescatarlo. Un rayo ilumino la escena, que estaba oscurecida con la negrura de las nubes y no hizo más que confirmar un mar indómito, rabioso, hambriento. Las olas, cada vez más grandes, entre negras por la oscuridad y blancas por la sal revuelta hecha espuma, sumergían un segundo sí y el otro también, al bote, a Héctor y, seguramente, a Guildo. Los truenos seguían azotando el cielo y los rayos se iban convirtiendo en aliados ante la oscuridad profunda que comenzaba a tomar el día. Guildo aullaba cada vez más lejos, pero no menos, lo que era prueba de que seguía con vida y con vigor. En un arrebato de locura, Héctor decidió alejarse del bote para acercarse más al sonido del perro, con la esperanza de que el cambio de estrategia le trajera mejores resultados. Pero eso era tanto como creer en magia o fantasía, y no hizo sino alejarse de ambos. El viento seguía soplando y era cada vez más difícil mantener los ojos abiertos, por el aire y por la sal. El bote ya no estaba a la vista. Guildo seguía aullando, pero su sonido le llegaba tan remoto como el de los perros de su infancia, que aullaban por las noches en el cerro que guardaba el pueblo en que vivía, perros que apenas podía imaginar, poco más que fantasmas. Y en su recuerdo terrible, además, los perros dejaban de aullar en un momento. Esto le causó un escalofrío a la vez que le inyectó nueva adrenalina y, decidido a rescatarlo, comenzó a dar brazadas poderosas con una certeza vuelta fe de encontrar el bote, o el perro, o algo. Y se arrepintió rápido de haber deseado encontrar algo, porque encontró el chaleco de Guildo.

“Me he quedado ciego” pensó; el profundo negro del lienzo nocturno le hacía pensarlo. De que sirven los ojos sin luz, después de todo. Llevó sus manos para tallarlos, y en el acto recordó la herida, totalmente descuidada ya, de su mano izquierda, a la que ahora se sumaba una en la cabeza, cerca del ojo derecho, no menos importante. De esa no recordaba el origen. Héctor estaba despierto, pero aún no muy consciente. A cuentagotas iban llegando las imágenes de la tormenta, pero le llegaban más nítidas las de recuerdos más lejanos, de semanas atrás, meses y años. De la infancia. Quizá en un afán de protegerse de la realidad, remontándose a un sitio remoto y feliz que, aunque ya no existía, bien podía reconstruir para refugiarse en él. El tiempo en la memoria, es decir, rememorando, avanza más rápido, y la realidad fabricada es mucho más sensible al contexto. Apenas se había subido a su triciclo para estrenarlo, y como un sonido del ambiente le llegó un aullido, aun no sabía de dónde ni de quién, pero le alteraba la alegría. Apenas le había sujetado la mano por vez primera, en la primaria, a la niña que le gustaba, y un nuevo lamento se hacía presente, más fuerte y más cercano. Y estuvo presente también durante su primer beso en la secundaria, de una forma que ya no pudo ignorar. Y entonces se dio cuenta de pronto de la oscuridad en la que se encontraba, tan real como esos recuerdos, si los dioses le hubieran permitido quedarse así, en ese limbo negro. Pero Héctor le había quitado la carga de su vida a los dioses hacía ya bastante tiempo, y la realidad le abofeteo con un aire frío y un silencio solo posible después de una tormenta. “¿Qué ha pasado?, ¿qué hago?” esas eran las preguntas que le rondaban por
la cabeza, sin tanto esmero pero sin intención de abandonarla. Y cayó rendido nuevamente, sin duda deshidratado y exhausto, desorientado y sin ánimo de nada.

La mañana le llegó, como a todos, y aunque le hirió los ojos también le despertó. Se dio cuenta que ya no estaba en medio de la nada; a lo lejos, apenas una línea, la costa se insinuaba. En el bote, el sitio donde debía ir el motor estaba hueco, y a bordo solo había uno de los remos. Sintió la cara tiesa, y percibió pronto el olor a hierro de la sangre que le causaba ambas cosas. Se incorporó para sentarse, en el bote que a pesar de todo flotaba, vacío, y pudo observar la quietud increíble de las aguas. Fue hasta entonces que, súbitamente, como un rayo en una tarde soleada, sintió también el silencio y la ausencia, y le faltó en la yema de los dedos la humedad de un lengüetazo; y llorando comenzó a remar hacia la costa.

Junio 2020

 

* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.

jonathan.palafox.lopez@gmail.com

twitter @jpalafoxlopez

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