*Por Jonathan Palafox
No fue sino hasta que había pagado, hasta que llevaba ya más de cien pasos fuera de la tienda, que se dio cuenta de que el piano que había comprado no iba a caber en el cuarto de música que tenía. Los otros instrumentos -que ya eran muchos- estaban acomodados con la pericia del Tetris que alguna vez practicó. Y se notaba.
Durante el camino a casa pensó en cómo podría acomodar los otros dos teclados para que dieran cabida y bienvenida al nuevo miembro. Pero por más que los pensó en un lado y otro, colocándolos de frente, opuestos, contiguos o distantes, siempre terminaba en una situación donde le sobraba una pierna para caber en la sala, o un brazo, o respirar. Sacar las cajas llenas de libros con partituras tampoco era viable. Desde pequeño no toleraba el desorden ni la organización no temática, aunque hubiera entendido el por qué hacía apenas dos años. Consideró también, con Dios por testigo, sacar alguna otra de las cosas que la habitación tenía, con tal de lograr meter el nuevo instrumento, flamante y llamativo. Pero nada, ni siquiera la elasticidad del espacio mental le permitía acomodar las cosas de tal forma que cupieran en el cuarto. Y entonces se entristeció un poco; un poco nada más porque se aferró a la esperanza, que suele dar respuestas que le sientan bien al ánimo.
Al llegar a casa, sin embargo, al comprobar que el espacio otrora imaginado resultaba aún más pequeño en lo real; al notar que el espacio le demandaba el tributo no de una pierna sino de ambas… entonces le creció la tristeza. Se sintió hondamente triste porque supo que debía vender, regalar, prestar o intercambiar alguno de sus instrumentos actuales, antes del martes, fecha en que llegaría el nuevo. Hondamente triste porque debía decirle adiós a Chester, el primero, con el que aprendió su primera canción, con el que obtuvo la primera sonrisa, con el que por vez primera comprendió que podía lograrlo. O a Maga, regalo que recibió después de exhibir sus dotes y, más precisamente, su esfuerzo, y dejar promesa de que no habría de parar sino hasta tocar “Claro de Luna”, de Beethoven por supuesto, y que no habría de poder hacerlo en Chester, que no contaba con las octavas suficientes. Dejar el primero le arrancaba un pedazo del cuerpo, como al despedirse de un amigo que le ha acompañado a uno desde la infancia, que nos conoce porque nos vio llorar la vez primera que nos enfrentamos a un desamor, o nos vio en el éxtasis relatando nuestro primer beso. Dejar ir al segundo, el premio, el que alguien que nos quiere o quiso nos ofreció como recompensa y como confianza a un tiempo, creyendo en un futuro incierto pero que quiere averiguar, y nos lo apuesta todo, a nosotros, caballos negros, venidos de atrás con la responsabilidad de remontar…
Pero el dolor le abrumó, y prefirió salir y cerrar la puerta del cuarto para no ver el asunto y olvidarlo, al fin y al cabo, tenía hasta el martes.
Dejó que pasaran los días, de la misma manera que dejamos pasar cualquier cosa que no queremos enfrentar, endosándosela al futuro. Pero el futuro siempre llega, nos encuentre o no. Y despertó el dolor que había dormido. Y el instrumento nuevo ya estaba en casa, esperando orondo su acomodo. Y los instrumentos anteriores, Chester y Maga, impávidos pero -sentía él- con el corazón inquieto, estaban ahí a la espera del siguiente movimiento. En toda la semana no había llamado a nadie para ofrecerlos, para buscarles refugio, para pedir consejo. En toda la semana se había guardado el dolor de la nostalgia y de la despedida, como aquel que sabe que la muerte viene, pero asume que viene lejos. Y se maldijo algunos momentos por haber comprado aquel instrumento, nuevo y maldito, que con sus hechizos le había llenado los ojos en el pasillo, y le había seducido los dedos al tocarlo, y le había endulzado los oídos al oírlo. Y cuando la gente en la tienda le había recomendado comprarlo “porque era para él”, dejó de pensar en la casa que tenía, el tamaño del cuarto de música, las notas que podría tocar, que por cierto eran las mismas…
Pero al verlo por vez primera en la estancia, esperando el lugar que le sería concedido, tuvo la suerte de aquellos que primero tuvieron esperanza, y encontró una solución. Levantó el teléfono y habló con aquel amigo, por llamarlo de algún modo pues llevaban años sin hablar, dedicado a ese negocio que de niño y todavía le parecía tan aburrido. Todos los instrumentos, en silencio, no hacían sino esperar a sus palabras, luchando inmóviles por mantener su lugar ganado por años de compañía, los primeros, o conquistar el propio gracias al brillo de una madera más nueva, bocinas sin uso y teclas sin acusar la rabia de la frustración, el recién llegado. Pero todos aguardaban con el rictus que pone un objeto ante tales circunstancias, invisible a los ojos del cuerpo. Y todos escucharon, con el corazón sorprendido, decir al incipiente músico “necesito una nueva casa”.
Y compró una nueva casa, donde cabría otro piano… hasta que de nuevo no cupieran.
* Ingeniero en Sistemas Computacionales, fundador de Tres Factorial Ingeniería de Software. Miembro de Canieti Guanajuato desde 2018 y Coordinador de la Comisión de Innovación en Concamin.
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