He navegado mares impetuosos
Con el temple forjado de la espera,
Apenas ataviado con la mera
Esperanza de muchos religiosos;
Por pensar que hallaría en más hermosos
Lugares, la mirada más sincera,
Pareja de la boca que me diera
Tan dulces besos como peligrosos;
Mas fue tan largo el viaje que al regreso
Era extranjero yo, en mi morada;
En ninguna maleta estabä eso,
La cabal compañera, la buscada.
Y es simple la respuesta, lo confieso:
Es vivir una vida acompañada.
Tomar un avión o manejar horas; dormir en la incomodidad de un asiento estrecho; comer sin reparar en calorías; pasar tres o cuatro veces por la misma calle, que no termina de resultarnos familiar; preguntar a veces -muy pocas- por direcciones, cuando el calor o la sed nos están venciendo; vestir la mejor sonrisa aunque ya no podamos sostener nuestro propio peso; comprar botellas de agua primero, luego un termo y rellenarlo; gastar con el papel extranjero, para no sentir cuánto gastamos; calzarse los tenis más cómodos, sin importar si son viejos; escuchar las conversaciones cotidianas de los otros, de otros hemisferios; inventarse las historias de la gente que miramos, y asignarles carácter a los que nos miran a nosotros; encontrarle el ángulo hermoso al farol que los locales ya no miran; preguntar por esto, y por aquello, y por lo otro; pagar el boleto de ida y jugar con la compra del de vuelta; hacer tetris con las maletas o viajar ligero y renunciar entonces a todo lo que no sea nuestra memoria; abrir bien grandes las narinas para devorarlo todo; subir escaleras y recorrer pasillos, esperar elevadores, asomarse en las esquinas; dejar dormido al tiempo en el buró de al lado para caminar con calma; rozar el dorso de la mano de una chica, y quedar prendado durante todo el verano; tomar una fotografía más, solo una más, porque tal vez esta última sea la buena; mojarse con el sol que nos empapa; curarse de una lluvia con los sopladores de los baños; encontrarle la belleza a la rutina ajena; caminar como si trajéramos más de un par de zapatos; escuchar el murmullo extraño que habla de las mismas cosas; ver como se besan dos lenguas extranjeras; reír con los chistes que a los otros les adivinamos; apoyar las causas locales, sin hacer preguntas, y luego cambiar de bando cuando convenga; subir y bajar maletas; vivir días de más de 24 horas; guardar memorias por las que no debemos pagar peso extra…
¿Cuántos kilómetros he viajado? ¿Cuánta gente he conocido? ¿Qué tanto del mundo he visto? Si he subido al edificio más alto, y me maravillé con él, estoy agradecido. Si he probado la más deliciosa de las pastas, brindo por eso. Si he tenido la suerte de observar el más prístino de los cielos, no lo presumo: lo comparto. Porque viajar es todo eso. Es encontrarle la belleza a lo que la ha perdido para muchos otros, y dejarnos asombrar hoy que el mundo se nos ha quedado chico. Porque yo he ido y vuelto no a la India ni a Japón: he ido al universo mismo, montado en un pequeño recuadro de cristal que me muestra lo que otros han visto; pero no es sino hasta que doy algunos pasos más allá de donde jamás he ido, que siento el vértigo y el ansía de pensar que es posible que no regrese nunca. Y ese vértigo, que puede contarse a veces como una escena trágica donde el mal tiempo ha derribado el vuelo en que volaba, también puede contarse en otras como un montón de flores sobre la cabeza de la mujer que encontramos allá donde hemos ido. Porque viajar no tiene un riesgo sino una certeza: uno no regresa nunca, al menos nunca siendo el mismo.