Erik Morales Rábago
En su importante ensayo publicado en 1930 bajo el título “El malestar de la cultura”, Sigmund Freud definió la cultura como un conjunto de producciones institucionales cuyo fin es distanciar al ser humano de su pasado animal y protegerlo de las inclemencias de la naturaleza. Un significativo número de condiciones pueden ser agrupadas bajo esta concepción: la conquista del fuego, el trabajo de la tierra, la construcción de ciudades, la organización de la vida social, entre otras. El aspecto más destacado de esta definición está relacionado con el marco teórico del psicoanálisis y la visión que dicha teoría buscaba ofrecer sobre la condición humana.
Se trata de un relevante paralelismo entre la evolución libidinal del individuo, es decir, del condicionamiento cultural del instinto sexual, y este proceso civilizatorio. La formulación de Freud fue, en todo caso, coherente con una tendencia relevante dentro del pensamiento occidental, que se ha esforzado por concebir la cultura a través de una relación constantemente antitética con la naturaleza hostil.
La civilización ha alterado a la naturaleza conforme a las necesidades humanas, tanto a la naturaleza externa, el paisaje, como a la naturaleza incorporada en la vida humana, sin retroceder ante ninguna violencia. La cultura, el desarrollo de la socialización, solo podría aparecer, bajo esta óptica, en la forma de un orden tiránico, cruel, incluso perverso, que ha emprendido una guerra injustificada contra la inocencia y la armonía intrínseca a la naturaleza. “Todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza; todo degenera en las manos del hombre”, escribió a este respecto Jean-Jacques Rousseau, el autor del Contrato Social.
En la actualidad, la crisis ecológica mundial ha impulsado con fuerzas renovadas la crítica radical de la cultura, una concepción que ha derivado en una suerte de pesimismo cultural, presente en los sectores más extremistas del ambientalismo contemporáneo. El primitivismo constituye, tal vez, la versión más cruda de esta nueva corriente, la misma que propone una vuelta al Pleistoceno contra el avance imparable del capitalismo tecnológico.
Estos rasgos primitivistas y tecnófobos han aparecido aunados a una drástica tendencia misantrópica como la que Christopher Manes, editor asociado de la Earth First! Journal, sostuvo en textos de la segunda mitad de los 80. En estos escritos, el autor proponía la suspensión de la medicina científica bajo el argumento de que la tecnología, al evitar la muerte, genera un aumento desmedido de la población. Partiendo de la hipótesis de que la especie humana actúa como algo parecido a un virus maligno que infecta a la biosfera, el recién identificado VIH operaría, según la interpretación dada por Manes en aquellos años, a la manera de un antivirus.
Algunos años antes, el brillante matemático y filósofo Theodore John Kaczynski (mejor conocido como el Unabomber), egresado de Harvard y exalumno del célebre profesor Willard Quine, había iniciado su carrera terrorista al enviar diversos paquetes con explosivos a investigadores del entorno universitario. Su incendiario escrito, popularizado como el Manifiesto de Unabomber, inicia con una condena lapidaria contra la civilización moderna: “La Revolución Industrial y sus consecuencias han sido un desastre para la raza humana”.
Producciones cinematográficas como Exterminio (28 Days Later, Reino Unido, 2002), o 12 monos (12 Monkeys, E.U., 1995), de Terry William, hacen eco de este interesante fenómeno social y exploran la contraparte de las usuales narrativas distópicas sobre apocalipsis ecológico, en las que la catástrofe es causada por la indiferencia social ante las reivindicaciones de grupos ambientalistas o movimientos antinucleares. Aquí, en cambio, la hecatombe ocurre debido a las acciones de ambientalistas radicales que bien podrían haberse inspirado en La conspiración contra la especie humana de Thomas Ligotti.
Resulta llamativo un pensamiento que puede plantearse claramente para quien observa la cuestión con distancia crítica e irónica: pareciera que, para ciertos sectores de la sociedad contemporánea, es más fácil imaginar la disolución de la civilización antes que una auténtica transformación de nuestras relaciones sociales y formas de producción. Las causas sociales de un fenómeno como este no son, sin embargo, tan evidentes. Lo son aún menos cuando los estudios científicos recientes han logrado brindarnos información que permite ponderar de forma más sensata el problema que enfrentamos[1].
Los datos con los que contamos ahora invitan al replanteamiento de un punto de vista tan reduccionista y extremista como el del ecocentrismo contemporáneo. Los ambientalistas radicales parecen considerar a la humanidad como una masa homogénea, sin considerar la posibilidad de que el problema tenga alguna relación con la disparidad social, que constituye un factor diferencial en la huella ecológica de las actividades humanas y el consumo de recursos.
Es urgente reconocer con justeza estos problemas para posibilitar un cambio sustancial. Esto parece más viable si partimos de una modificación operada sobre las formas vigentes de organización social, algo que podría suscitar alternativas más factibles y ecuánimes empeñadas en la elaboración de un proyecto de ecología política que nos permita salir al paso de la crisis ambiental actual.
[1] Un importante informe sobre Cambio de Comportamiento a Escala publicado recientemente por la Comisión de Sostenibilidad de Cambridge, por ejemplo, reveló que el 1% de la población a nivel mundial produce el doble de las emisiones de carbono combinadas del 50% más pobre. Véase https://oxfamilibrary.openrepository.com/bitstream/handle/10546/621052/mb-confronting-carbon-inequality-210920-en.pdf, https://rapidtransition.org/wp-content/uploads/2021/04/Cambridge-Sustainability-Commission-on-Scaling-behaviour-change-report.pdf