Abrir los ojos en la mañana, recibir el aire y escuchar el canto de los pájaros, no está nada mal para iniciar el día, este sonido había estado opacado por el ruido matutino de los vehículos, los gritos del vendedor de gas que compite con los sonidos del magnavoz de la camioneta de la empresa gasera que se acerca para ganarle los clientes, la prisa y el ajetreo cotidiano por salir a tiempo, llevar a los hijos a la escuela y moverse hacia el trabajo, ese movimiento generalizado entra en receso, que para el que abre sus ojos en la mañana mientras recibe el aire y escucha el sonido de los pájaros, le viene bastante bien.
Ahora, este hombre a la velocidad de su pensamiento se sabe en el ojo del huracán, la tormenta que se avecina es la de un ejército de trillones de virus, todos ellos igualitos, que provienen de las sombras de la China, tomaron vuelo hacia el viejo continente, se colocaron en el país del norte y ahora se anuncia su llegada en medio de la calma que precede a la tormenta, la única diferencia entre los asiáticos, europeos y norteamericanos con los del país de este hombre, es que a los primeros no les dijeron o no escucharon que les dijeran, ni siquiera “agua va”, mientras que estos otros están resguardados en sus casas pues saben que el virus no traspasa las paredes.
El hombre es un sexagenario; su esposa también, fuma media cajetilla diaria; su vecino también, es diabético; al igual que dos de sus compañeros de trabajo, le vino hace un mes una fuerte influenza; lo mismo que a tres de sus amigos, es un preocupón que no puede deslindar lo real de lo imaginario cuando sale su hija en las noches a divertirse con sus amigas; calca idéntica de su madre y no hace ejercicio ni para apresurarse para tomar el camión; una réplica de como era su padre. Él sabe, y lo ha dicho, el coronavirus viene por mí, lo que este hombre desconoce es que saldrá ileso y sonriente de la tormenta, abrirá muchas veces sus ojos por la mañana, recibirá el aire y escuchará el canto del pájaro, nada mal.
A cientos de kilómetros de este lugar los pescadores regresan de la pesca nocturna, traen las redes llenas y se colocan junto a la lancha listos para la venta, las gaviotas revolotean y graznan, vuelan un instante y caen clavando el pico sacando partido de la pesca, dos mujeres que se aseguran usando cubrebocas para evitar contagios, se acercan a comprar pescado fresco, una de ellas, la más joven, le pregunta al vendedor, hombre delgado y alto, y aquí cómo ha estado lo del coronavirus, no pues sí güera, aquí ha bajado mucho la venta y el turismo, eso sí güerita la brisa del mar cura y mata virus; mira que a mí no me ha dado tos, catarro, ni gripa desde hace más de cinco años. A la compra del pescado se han aproximado varias personas, la más cercana es una mujer de mediana edad, norteamericana, que de gringa ya le queda muy poco, se encuentra viviendo en esta playa desde hace más de cinco años y no pretende regresar a su país -dicho por ella- aunque le dieran un sueldo de empresario viviendo en un penthouse, el vendedor se da cuenta de su presencia, y a la velocidad de la atracción sus ojos la miran, su sonrisa se llena de gusto y de su voz sale un sonido: “Mai”. Mary es una mujer de mediana edad, su falda color amarillo canario y su blusa delgada y corta, contrastan con el color mulato de su piel, su rostro tiene ese tipo de expresión de ¡cómo podría uno pasar y no verla!, su voz ha dejado casi por completo el acento de extranjera, “Gordo”, le contesta de esta manera el saludo, lo que a los oídos del par de mujeres que están allí, les parece que hay algo que no cuadra. Mary había estado escuchando la plática, y volteando a ver a las dos mujeres que sólo muestran sus ojos, les dice. la brisa del mar aumenta los niveles de serotonina, esta sustancia el cerebro la produce con el primer rayo de sol de cada amanecer hasta el último rayo de luz antes de caer por completo, ayuda a mejorar el estado de ánimo y entre otras cosas lo que más me interesa el deseo y la función sexual, y volteando a ver a “Gordo” se ponen a reír ambos de tal manera que comienzan a llorar de la risa, las dos mujeres no pueden evitar contagiarse -de la risa- y no advierten que sus cubrebocas se les han caído debajo de sus barbillas y que a la velocidad de la expulsión de la saliva de cada uno de estos cuatro, vuelan virus y bacterias que la brisa de mar manda a volar, mientras una gaviota que no dice ni agua va, pica de la propia mano de Mai un pescado y se lo lleva, Mai la mira sorprendida y sólo atina a decir en acento gringo: “ah cabrón”.